A comienzos de año surgió la oportunidad de una entrevista con Abelardo Castillo para hablar de sus diarios. Allí estuvimos el último lunes de enero en su casa de Balvanera. Lamentablemente fue una de las últimas entrevistas que dio, y se publicó 48 horas antes de su muerte.
La producción de la entrevista comenzó con un feliz equívoco: pedí a la editorial el volumen que recopila los diarios de Castillo entre 1954 y 1991. No me enviaron el libraco de 600 páginas, sino la flamante antología personal Del mundo que conocimos, que reúne quince de los mejores cuentos de Castillo. Que es como decir varios de los mejores relatos de la literatura argentina. Fue una buena forma de reencontrarse con clásicos como El candelabro de plata o Patrón.
La calurosa tarde del 30 de enero, Sylvia Iparraguirre, esposa de Castillo y también escritora, nos abrió la puerta y nos condujo a una planta alta, donde Rafael Calviño, su equipo y yo aguardamos un par de minutos. El escritor entró, de muy buen humor. Nunca lo había visto en persona, y no recordaba tener en la memoria alguna imagen reciente, así que fue normal que lo notase avejentado. Al fin y al cabo, era un hombre de casi 82 años, aunque podría aparentar bastante menos. Apenas se lanzó al diálogo quedó claro que podía mantener una conversación en la que iba a responder preguntas e improvisar sobre la marcha sin perder nunca el nivel. No sé si hablaba como escribía, pero al desgrabar la entrevista no hubo que hacer mayores correcciones. Uno siempre trata de mantener la voz del entrevistado y en el caso de Castillo ayudaba mucho su capacidad oratoria.
Primero accedió a contestar preguntas y luego a sacarse fotos. No era afecto, dijo, a que lo fotografiasen mientras hablaba. Durante el diálogo, el Calviño aprovechó para captar imágenes de los diarios, recopilados en viejos cuadernos, decenas, que el escritor conservó durante décadas. Y que impregnaron tanto su vida como su obra. Contó cómo escribió un cuento, El cruce del Aqueronte, luego integrado como capítulo a su novela El que tiene sed. El argumento es el de un hombre que escribe una carta de amor en un colectivo y, al tirarla al buzón, se da cuenta que no puso la dirección. Muchos años después descubrió en sus diarios que, antes de escribir aquel texto, había anotado la idea en los cuadernos, bajo el influjo del alcohol, y que lo había olvidado.
También habló de los diarios que lo influyeron: Bloy, Kafka, Gide, las Confesiones de San Agustín. Y de lo poco explorado del género en la Argentina, que sólo registra como antecedentes a Pizarnik, Bioy Casares y Piglia. “No se escribe un diario para recordar, sino para olvidar”, dijo. “Cuando tenés algo que te lo querés sacar de adentro, corrés a escribirlo. Para eso sirve el diario. Es al revés de las memorias, que se escriben para recordar. Claro que ahí se recuerda lo que uno quiere”.
Las piezas del Che
En un momento aparte salió el tema del ajedrez. El fotógrafo insistió en sacar fotos frente al tablero de ajedrez, y Castillo recordó sus tiempos de jugador, la partida mítica entre Miguel Najdorf y el Che Guevara en La Habana, casi como añorando los tiempos, ya no sólo de los 60, sino también de cuando competía. Por cierto que el ajedrez se combinó con la literatura en la forma de un cuento policial memorable: La cuestión de la dama en el Max Lange, comparable a otro cuento ajedrecístico y policial, Zugzwang, de Rodolfo Walsh.
Hablar de los diarios implicaba hacerlo de un libro desprendido de los cuadernos: Ser escritor. Se armó en base a anotaciones de años, y se coronó con una serie de consejos para escritores, llamados “Mínimas”, a la manera del famoso decálogo del buen cuentista de Horacio Quiroga. Por cierto que en las “Mínimas” desdeñó a Quiroga de esta manera: “El decálogo de Horacio Quiroga está muy bien, siempre y cuando quieras ser cuentista. Pero, por favor, no tomes en serio eso de querer a tu arte como a tu novia. Quiroga lo escribió para enamorar a una alumna suya del secundario”.
En rigor, las “Mínimas” no surgieron de los papeles privados del escritor, sino de una sugerencia editorial para completar el libro. Se sentó y en tres horas tenía listos esos consejos, que circulan con admiración desde entonces. Por ejemplo: “Podrás corregir tus textos o no corregirlos. Toltstoi escribió siete veces Guerra y Paz; Stendhal terminó La Cartuja de Parma en cincuenta y dos días. El único problema es cómo se las arregla uno para ser Toltstoi o Stendhal”. O: “Nadie escribió nunca un libro. Sólo se escriben borradores. Un gran escritor es el que escribe el borrador más hermoso”. O “No te preocupes demasiado por las erratas. En el Ulises de Joyce hay cerca de trescientas y los profesores les siguen encontrando sentido”.
Daban ganas de seguir charlando sobre los muchos temas que enciclopédicamente manejaba Castillo (¿ha habido otro escritor argentino, aparte de Borges, que con tanta sutileza planteara cuestiones filosóficas?), de esos diarios no tan conocidos que lo influenciaron, como el de Samuel Pepys. Uno siempre quiere mantener el contacto con sus entrevistados, sobre todo si los admira. Castillo me pasó su dirección de correo electrónico, que ya no me será de utilidad. En cambio la grabación de la entrevista me regala su voz, un documento mucho más valioso.