Fue la opera prima de Hugo Santiago y lo más cerca que estuvo Borges del cine. Los militares secuestraron el negativo y estuvo perdida durante dos décadas, lo que no le impidió convertirse en un clásico del cine argentino.
A fines de los años 60 el cine argentino se permitía un nivel de experimentación que antes no había alcanzado. Si la generación de comienzos de la década (Rodolfo Kuhn, David José Kohon, en particular Leonardo Favio) había roto varios moldes, el cierre de la década traería novedades. El año nuevo de 1969 traía el estreno del opus 3 de Favio, El dependiente. Meses más tarde sería el turno de The Players vs. Ángeles Caídos, de Alberto Fischerman, en plena ebullición del Cordobazo. Además, ya circulaba La hora de los hornos, de Octavio Getino y Pino Solanas. Octubre ofrecería nuevos sacudones: el 2 se estrenó Tiro de Gracia, de Ricardo Becher, que con música de Manal anticipó la explosión del rock. Dos semanas más tarde, el 16, llegaría un estreno que pasó desapercibido. Con los años, la ópera prima de Hugo Santigo Muchnik, más conocido como Hugo Santiago, se convertiría en una obra mítica. Durante décadas fue mucho más nombrada que vista. El coguionista de Santiago era un escritor que, como nunca antes ni después, se acercaba al cine: Jorge Luis Borges. El resultado de esa colaboración fue, pese al fracaso de público, una de las mejores películas argentinas jamás filmadas: Invasión.
Una película para gente casi bicentenaria
La revista Gente sentenció que “no nos gustó” y que la recomendaba “para mayores de 178 años”. Así de lapidaria fue la reseña sobre una película que se estrenaba en la Argentina post-Cordobazo, a las puertas del recambio de dictador de turno en la Revolución Argentina.
El centro de la película es la defensa de una Buenos Aires fácilmente reconocible, pero que Santiago y Borges presentan como Aquilea. Hay una invasión, que con el correr de la historia se percibe como imposible de detener, y una defensa comandada por un anciano de aspecto decididamente macedoniano: Don Porfirio, que fue interpretado no por un actor, sino por un compositor: Juan Carlos Paz. Mientras la defensa se organiza, la vida continúa como si nada, casi nadie se anoticia de lo que ocurre. La mano operativa de Don Porfirio es Julián Herrera, casado con Irene. Para interpretar a la pareja, Santiago consiguió a dos de las figuras más decisivas del cine argentino de todos los tiempos: Lautaro Murúa y Olga Zubarry.
Por si fuera poco, a la aventura del guión se sumó Adolfo Bioy Casares, aunque el autor de La invención de Morel diría luego que el grueso del trabajo fue de Borges y Santiago, que él apenas colaboró. Aunque es de notar que en ese mismo 1969 se publicó Diario de la guerra del cerdo, donde se narra la resistencia de ancianos que son atacados por su condición de viejos. Con lo que el Don Isidro de la novela de Bioy se emparenta de algún modo con el personaje de Paz.
Hubo más: Roberto Villanueva, uno de los hombres que defiende a Aquilea, toca la guitarra en una escena. Quien en verdad toca la guitarra es Ubaldo de Lío. Los versos son de la “Milonga de Manuel Flores” de Borges. La música la puso Aníbal Troilo.
Troya, Godard y El Eternauta
Una de las influencias de la historia fue, claro, la guerra de Troya, por eso el nombre de Aquilea. Pero resulta indisimulable el efecto de El Eternauta: una década antes, H. G. Oesterheld había planteado desde el comic una invasión extraterrestre sobre Buenos Aires, batalla en la cancha de River incluida. Invasión ofrece algo análogo en el estadio de Boca. Si el comic dibujado por Solano López podía entenderse también desde una perspectiva política como metáfora de la resistencia peronista en los primeros tiempos de la proscripción (de hecho, la acción de la película transcurre en 1957, plena proscripción y año, además del inicio de la publicación de El Eternauta), Invasión se adelantaba en pocos meses, también en dictadura, a la eclosión de la guerrilla urbana, al choque de la lucha armada con las fuerzas de un estado autoritario.
En lo formal, resultó inocultable también la influencia de la Nouvelle Vague, sobre todo del Godard de Alphaville, un film también de reminiscencias borgeanas. Si la dirección, el guión, el elenco y la música eran perfectos, qué decir de la fotografía de Ricardo Aronovich.
Borges dio claves para comprender la película en una de las charlas que Fernando Sorrentino compiló en Siete conversaciones con Jorge Luis Borges:
“Se trata de un film fantástico y de un tipo de fantasía que puede calificarse de nueva. No se trata de una ficción científica a la manera de Wells o Bradbury. Tampoco hay elementos sobrenaturales. Los invasores no llegan de otro mundo: y tampoco es psicológicamente fantástico: los personajes no actúan -como suele ocurrir en las obras de Henry James o Kafka- de un modo contrario a la conducta general de los hombres. Se trata de una situación fantástica: la situación de una ciudad que esta sitiada por enemigos poderosos y defendida – no se sabe por qué- por un grupo de civiles “.
Borges y el cine
Borges remarcó que esos civiles “no son desde luego esa nueva versión de Douglas Fairbanks que se llama James Bond”, sino que se trata de “hombres como todos los hombres, no son especialmente valientes, ni, salvo uno, excepcionalmente fuertes”.
Su relación con el cine no había sido del toda fluida. Previo a Invasión, había escrito dos guiones con Bioy: El paraíso de los creyentes y Los orilleros. Este último se filmó en 1975, con dirección de Ricado Luna. Mucho antes, la ópera prima de Leopoldo Torre Nilsson había sido Días de odio, basado en el cuento “Emma Zunz”, mientras que en 1962 René Mujica adaptó “Hombre de la esquina rosada”. Y más atrás en el tiempo, el autor de Historia universal de la infamia había incursionado en la crítica cinematográfica. Por caso, de cierta película que reseño para la revista Sur en agosto de 1941 escribió que “adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio. No es inteligente, genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra”. La película en cuestión era El Ciudadano, de Orson Welles.
Santiago se fue a Francia y para su siguiente película, Los Otros, filmada en suelo galo, volvió a contar con Borges y con Bioy para el guión, así como con Aronovich en la fotografía. El resto de su obra transcurriría en Francia, con lo que Invasión quedó como “el” film argentino del director, fallecido en 2018, pese al toque argentino, en especial porteño, de películas como Las veredas de Saturno, para la que contó con Juan José Saer y Rodolfo Mederos.
“Hemos intentado (no sé con qué fortuna) un nuevo tipo de film fantástico: un film basado en una situación que no se da en la realidad, y que debe, sin embargo, ser aceptada por la imaginación de espectador”, le dijo Borges a Sorrentino. Esa es, tal vez, una de las claves de la perdurabilidad de Invasión. Si casi nadie fue a verla en octubre de 1969, aun con el gancho de un sempiterno candidato al Premio Nobel como guionista, y medio siglo después no acapara más que prestigio, va de suyo que superó la prueba del tiempo y que es un clásico del cine nacional. Si uno se tienta en hacer una lista, aun con algunas ausencias, no podrían faltar Prisioneros de la tierra, La guerra gaucha, La dama duende, Dios se lo pague, Apenas un delincuente, Las aguas bajan turbias, Más allá del olvido, Barrio gris, El Jefe, La Patagonia rebelde, buena parte de la obra de Torre Nilsson, Favio y Aristarain y, desde ya, Invasión.
Una película desaparecida
A su modo, la película de Santiago anticipó la noche negra de los 70 desde esa represión omnímoda y apenas visible, que transcurrió casi ante la perplejidad de la población (lo cual daría pie a debates sobre la pasividad o no durante los crímenes de la dictadura), algo plasmado en la frase acerca de cómo defender a una ciudad que no quiere que la defiendan.
Y si la anticipó, también le tocó ser víctima de la represión. En 1978, ocho bobinas del negativo original fueron secuestradas de Laboratorios Alex, en Buenos Aires. Pasaron algo más de veinte años hasta que Santiago pudo completar la película en base a copias positivas que pudo rastrear. Así, la película se reconstruyó en 1999 con la ayuda, entre otros, de Aronovich. En el medio, había estado virtualmente perdida. Fue un esfuerzo fruto de la amistad. Por cierto, que en el film la mano de Borges le hace decir a uno de los resistentes que “la amistad es una pasión tanto más lúcida que el amor”, justo antes que la guitarra acompañe la voz de Villanueva recitando que “morir es una costumbre que sabe tener la gente”. Costumbre que nunca habrá de tener la película de Santiago.
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