Un juego de espejos y de multiplicación de escrituras alrededor de una estatua en A Brasileira, el bar donde el poeta portugués solía reunirse con sus amigos escritores, pintores y espiritistas.

Una mañana en Lisboa, sentado ante una mesa de la terraza de A Brasileira, Argañaraz pensó que podía llegar a ser un heterónimo; lo pensó y decidió que no, que todavía no (que no podía), pero también que quizás algún día. La walkyria gorda acababa de sentarse en el asiento libre que tiene –ahí, en A Brasileira, quizás pensado precisamente para que se siente ahí una walkyria que le exige a su marido que le saque fotos– la escultura de Fernando Pessoa con silla adyacente, y preguntaba (la walkyria) en ese inglés de resonancias cavernarias que sólo pueden articular, casi patrimonialmente, los alemanes, los suizos de los cantones germanos o los nórdicos: Who is this man? Lo preguntaba, inquisitiva (vaya redundancia), pero ya asentado el culo en la silla, mirando a Argañaraz, que estaba lamentablemente cerca y que sólo intentaba ser un heterónimo y sabía que no podía.

Argañaraz estaba en la Alta de Lisboa como podía haber estado en cualquier otro lugar. Para Argañaraz los lugares (los geográficos, vale aclarar) nunca fueron destinos sino apenas circunstancias. Y jamás decisiones. Apenas eran (y son) eso: lugares y desde ahí. En ese momento Argañaraz tenía sobre la mesa de la terraza una libreta de notas, una birome, un café y –eso sí era una elección– una copa de coñac por la que decidió pagar diez euros. A las 11 de la mañana, hora de Portugal.

No había subido desde A Baixa por el ascensor (lo había hecho, el día anterior) sino que había llegado caminando –un poco rengo Argañaraz, en ese momento, porque venía de una estúpida lesión– desde lejos, por esas calles angostas donde la ropa recién lavada cuelga como banderas en sogas que van de una ventana a otra de la vereda de enfrente.

Who is this man?, le acababa de preguntar la walkyria a Argañaraz, que no quería saber nada de eso, pero que era (y es) un tipo irremediablemente educado. He was a poet, respondió entonces el interpelado con su inglés, que era (y es) bastante pasable pero latinoamericano, aunque con esa entonación tan british que revela la impronta de los institutos británicos en la Argentina. Y tan pronto como responde, Argañaraz se interroga: ¿Un poeta? ¿Un escritor? ¿Un delirante? ¿El padre de los heterónimos? Who is this man? Y sabe que no lo resolverá.

La walkirya sí lo resuelve: Ouh! Dice desde la gruta de su boca, y con la foto sacada por su rojizo y rollizo acompañante pasa a otra cosa. Se va. De todo esto, piensa Argañaraz, sólo le quedará una foto.

Pasada la distracción, Argañaraz vuelve a mirar a su alrededor y descubre que tiene compañía. En una mesa cercana, a su izquierda, hay un hombre. Tiene un lápiz y un cuaderno sobre la mesa, pero no toma café: el hombre se llama Álvaro de Campos y escribe, con letra apresurada: “Al volante de un Chevrolet, por la carretera de Sintra,/al claro de luna y al sueño, por la carretera desierta, /conduzco solo, conduzco casi divagando, y un poco /me parece, o trato de que me parezca, /que voy por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo, /que sigo sin haber dejado atrás Lisboa, o Sintra a la que llegar, /pero allá sigo yendo: ¿Qué otra cosa puede hacer alguien que solo sabe proseguir?”.

Más allá, otro hombre, enfundado en un sobretodo, en unos anteojos gruesos y en un sombrero también escribe sobre unas hojas sueltas. No usa papel y cuando escribe parece que su mano –y no él– estuviera reflexionando: “Porque escribo para que ellos me lean, a veces me sacrifico /a su estupidez sensiblera… /No es que esté de acuerdo conmigo, pero me perdono /porque no me tomo en serio, /porque sólo soy esa cosa odiosa que es un intérprete de la Naturaleza, /y hay hombre que no entienden su lenguaje, /aunque ella no es ningún lenguaje. / (¿Qué me importan a mí los hombres / y su sufrimiento o lo que se supone que sea su sufrimiento? /Si fueran como yo, no sufrirían. /Todo el mal del mundo viene de importarnos unos a otros, /sea para hacer el bien o para hacer el mal. /A nuestra alma le basta con el cielo y la tierra. /Desear más es perder esto de vista y ser infeliz.)”. No sabe cómo, pero Argañaraz descubre que el hombre que es un sobretodo, un sombrero y un par de anteojos se llama Alberto Caeiro.

Ricardo Reis –el nombre que nadie dice le cae a Argañaraz como un golpe en la cabeza y le queda retumbando– también escribe. Es joven y ha llegado desde Brasil, luego de un breve exilio. Usa una pluma de tinta negra que dispara sus versos de letra menuda: “Imitando nosotros a los dioses, /Tan poco libres cual ellos en su Olimpo, /Igual a aquel que sobre la arena /Levanta castillos para llenar sus ojos, /Nuestra vida levantemos /Y los dioses sabrán agradecernos /El ser tanto como son ellos”, escribe en siete versos. Hace una pausa, da vuelta la hoja y vuelve a disparar con su pluma de tinta negra: “Tengo más almas que una. /Hay más yos que yo mismo. /No obstante, existo /Indiferente a todos”.

Argañaraz juega con la birome, pero no escribe. No puede escribir porque los otros están escribiendo. Y los otros no son solamente Álvaro de Campos, Alberto Caeiro y Ricardo Reis. Hay más, muchos más arracimados alrededor de las mesas; incluso algunos de pie. Sin contarlos, Argañaraz sabe que son setenta y dos. Todos escriben y, de tanto en tanto, miran a Pessoa, el único ausente.

Argañaraz reconoce uno por uno a esos heterónimos que escriben y cada tanto hacen una pausa para mirar al impertérrito Pessoa. Lo miran con aire infantil, cargado de cierto anhelo, como si esperaran su aprobación o, al menos, que les dirigiera la palabra. Y, sentado entre ellos, Argañaraz se siente a la vez cómodo y fuera de lugar en su mesa de A Brasileira. Porque él no es un heterónimo pero sabe reconocerlos. Puede, incluso, comprenderlos.

Argañaraz nunca fue un heterónimo pero, hace muchos años, forzado por las circunstancias, debió adoptar algunos. De todos ellos, el que más le pesa se llamaba José Antonio y ni siquiera pudo elegir su nombre: le vino impuesto en una libreta de tapas verdes en cuya primera página debió pegar cuidadosamente una foto de tres cuartos de perfil y, sobre ella, imprimir –también con mucho cuidado– la huella de su pulgar derecho. Argañaraz debió convivir con José Antonio –cuyo nombre le resonaba hasta la náusea Primo de Rivera– durante casi tres años. Y no lo recuerda con cariño, aunque reconoce que le salvó la vida.

Argañaraz sabe que nunca será, aunque lo desea, un heterónimo; también sabe que no es, por decisión propia pero también por una cuota de suerte, un turista en la vida. Sabe que es un simple viajero. Y sufrientemente le gusta.

Argañaraz, el viajero, camina vacilante hacia la estatua de Pessoa (para él, en ese momento, es Pessoa) y se sienta en la silla, con cuidado (cuidándose de que nadie le saque una foto que documente su posible ridículo).

Sentado junto a Pessoa (para él es, en ese momento, Pessoa), Argañaraz descubre cuál ha sido su vocación de toda la vida.

Ahí, sentado ridículamente junto a la ridícula escultura de Pessoa, Argañaraz constata su única y verdadera vocación: la de ser, honestamente, un provocador.

 

(Este artículo forma parte de “Contratextos. Intersticios entre la crónica y la ficción”).