Sin dudas, la obra de Spinetta abrió caminos que aún no están recorridos en todas sus posibilidades. Fue y vino a través de las fronteras del rock, anduvo por Artaud y por Foucault y se le ocurrió inventar una tapa octogonal. Un tipo que supo envejecer sin dejar nunca de ser joven.

Llegué a Almendra tal vez como mucha otra gente, sin tener la menor idea previa de su existencia. El grupo fue telonero de Johnny Haliday y su mujer Sylvie Vartan en el  Ópera. O sea,  una presencia inesperada –fuera de lugar- entre el melodismo insulso de ella y el furor a lo Elvis del francés. Fue una rara sorpresa, que se confirmaría con la compra del primer disco. Esa rareza, que persiste hasta el triste día de hoy en que se murió el Flaco, tiene que ver con que no se sabe bien de donde viene esa música, y cada vez que se la escucha aparece algo que no había sido registrado, que descoloca, que obliga a volver a pasar el tema. Si se quiere, lo hinóptico del talento. De algún modo, el flaco Spinetta marcó un camino para el rock nacional que no  seguía una raíz única, una línea que mantendría a lo largo de toda su carrera. Nunca se cansó de experimentar, de buscar cosas nuevas y a lo largo de su carrera fue incorporando, siempre dentro de un estilo inconfundible y por momentos lúdico, el funk, ciertas inflexiones del jazz, el hip-hop que le llegó de la mano de su hijo Dante. Por su actitud ante la vida y la música, por esa búsqueda infatigable, puede decirse sin temor a equivocarse que Spinetta se murió muy joven.

En esos primeros temas (los del disco con el hombre de la sopapa en la cabeza)  era posible adivinar las influencias del jazz, la presencia del tango, Beatles, Rolling Stones, en definitiva una mezcla con estilo propio de todo lo que podía escuchar un adolescente en la década del 60 y que él absorbió con avidez de esponja. Hizo lo que le salía, que no es poco. Sin especular. Y esa mezcla transformó su música en una marca argentina, un repertorio que se ha sumado por derecho propio a la tradición nacional, frente a la cual Spinetta fue tan respetuoso como irreverente.

La irreverencia tuvo que ver con esa actitud de buscar permanentemente, algo que a veces lo hizo topar con lo nuevo e impactante, como la idea de hacer una tapa trapezoidal en Artaud (que, según me contó más de un disquero, era imposible acomodar en las bateas), descubrir objetos poéticos impensados, como un durazno que aparece cantado por él con un halo de belleza en el que hasta entonces nadie había reparado, la figuración del sexo como un magma, la apelación permanente al alma (en títulos como Alma de piedra, o la bellísima Alma de Diamante; el final del Capitán Beto) sin incurrir en misticismos ni nuevas eras. Y también una búsqueda de metáforas enloquecidas de tan ilógicas que descubrieron mundos pero también a veces los cristalizaron.

No se entienda esto como una crítica. Las verdaderas búsquedas, para ser tales, deben toparse con sus límites, con sus callejones sin salida,  con sus puntos ciegos. Por suerte, la música del Flaco no es perfecta pero tal vez sea eso mismo lo que la hace absolutamente entrañable.

En un manifiesto que repartió a los asistentes a la presentación en vivo de Artaud, puede leerse: “El rock, música dura, cambia y se modifica, en un instinto de transformación.”  En ese mismo disco se escucha “nunca he de decir que todo tiempo por pasado fue mejor, mañana es mejor”. El Flaco nunca fue un nostálgico de su propio pasado, siempre quiso encontrar en tiempo presente aquello que lo colmara, que construyera una plataforma para volver a arrancar. Es una pena que ese monumento que es la caja de CDS de Las bandas eternas sea tan inaccesible. Allí suena la quintaesencia de una forma de entender la música que nunca pensó en renunciar a su propia dinámica, a su modo personal de andar.

En una de las tantas semblanzas que se escuchan en estas horas, Javier Martínez, el legendario baterista de Manal, habló de la fama y su incompatibilidad con el Flaco. Nunca fue un hombre del show, ni siquiera en el momento de su romance con la modelo Carolina Peleritti. Con verlo,  hiperkinético sobre el escenario, sacudiendo la cabeza enfrascado en su guitarra, sostenido en las piernas flaquísimas, con la sonrisa asomando con algún giro, una palabra, un pensamiento de esos que se ven, uno entiende que no tenía sentido entregarse a nada que no fuera el arte y el afán de compartirlo con los demás. Spinetta ha acercado a mucha gente no sólo a diversos estilos musicales sino que le ha hecho conocer el surrealismo y a Artaud, y seguramente con menos repercusión a Michel Foucault. No se era el mismo después de pasar por el Flaco. No era simplemente sentarse a escuchar, era entrar a un universo fascinante en el que predominaba una melancolía juguetona, como la del Capitán Beto enfrentando a la soledad cósmica con un banderín de River y la estampita de un santo.

Hubo otro aspecto interesante de Spinetta que es el cambio de lugar que fue operando. El rock siempre fue un movimiento marcado por la adolescencia y por la irresponsabilidad ante la muerte. Charly García simboliza esto a la perfección. Spinetta se animó a crecer, a pasar a adulto, la letra de Todas las hojas son del viento descubre a un padre que piensa en el futuro de su hijo: “Cuida bien al niño/Cuida bien su mente/Dale el sol de Enero/Dale un vientre blanco/Dale tibia leche de tu cuerpo”. O decir en un recital: “ Es muy importante que esto que están viendo y escuchando hoy le sirva a cada uno de ustedes cada vez que están decidiendo quién maneja y cada vez que están pensando en consumir alcohol. Si me prometen que van a tener en cuenta lo que les estoy diciendo, me voy a ir de acá contento”. No es un coraje menor renunciar al propio mito del artista joven.

Toda rememoración requiereun párrafo de cierre que implica una despedida. Ante la muerte de un artista, se suele decir que queda su obra. En el caso del Flaco es cierto a medias, queda también su modo de estar al lado de su obra. Y unas canciones bellísimas, que seguiremos cantando cada vez que haga falta.