Una mirada muy en diagonal sobre los años que pasaron desde los últimos 80s a hoy, con Juan Forn como posible pieza de un rompecabezas. Viejas reyertas político-culturales que tuvieron sentido, que quizá nos enriquecieron, pero que -ante la muerte- tienen algo de chiquitas.
El domingo pasado, casi a medianoche, vi un mensaje del bueno de Marcos Mayer en Facebook. Yo estaba en off-side.
-Hola, Blaus. ¿Te da para escribir algo sobre Forn?
Con todo lo relativamente doctorada en muertes que pueda ser nuestra generación (lo que no evita ni angustia, ni cagazo, ni tristeza), fui a ver los diarios. Se había muerto Juan Forn de un infarto.
Enterado del asunto, a Marcos le respondí por audio que no y que qué bajón. Que conocí poco a Juan Forn, que no leí sus libros (salvo un recuerdo vago de Nadar de noche) y que admiraba sus contratapas pero que ni siquiera eso leí de manera sistemática. O sea: que para escribir sobre Juan Forn yo no estaba a la altura.
Ni lo estoy. De modo tal que esta no va a ser una nota sobre Juan ni sobre literatura. Esta va a ser una nota sobre los años que pasan, con un pelito de historia de lo poco que sé de política y literatura argentina en democracia, con algo de leves desencuentros o más bien desfasajes, y espero que una nota hecha desde el afecto. Hace muchos, pero muchos años, creo y postulo que el periodismo –o la denominación que sea- puede y debe incorporar el mundo de los afectos y las subjetividades, las relaciones interpersonales, nuestras alegrías y nuestros mambos, sobre todo si vienen en contexto colectivo.
Acá va una asociación personalísima de esto del periodismo afectivo. Por alguna razón, que debe ser la Parca, no paro de asociar la muerte de Juan Forn con la de Maradona. Absolutamente nada que ver, pero es lo que me pasa. Me pasa que a la muerte de Maradona todavía no la –maldita palabra- “procesé”. Desde el mismo momento en que murió el Diego, no quise ni quiero ni me atrevo a leer nada de todas las sordideces que envolvieron su muerte. No puedo. O me pregunto para qué saber más de toda la mierda que rodeó a la muerte de Maradona.
Con el caso de Juan Forn sucedió que sí me decidí a escribir, pero más bien para desahogarme y compartir. Creo que en muy buena medida fue también por los abundantísimos y a menudo preciosos posteos que hubo sobre él. Textos muy lindos y muy llenos de -querida palabra- amor. De verdad que no sabía que Juan era un tipo tan querido, como editor, como docente de talleres y, claro, como escritor y autor de textos llamémosle periodísticos.
Puede que esta historia chiquita que puedo contar arranque con la revista literaria Babel, en su momento emblemática. Finales de los 80 y principios de los 90. No recuerdo si Babel nació primero solita o si salió directamente bancada por la cooperativa que habíamos armado desde la revista El Porteño, años 80. Mucha gente valiosa pasó por ahí, por entonces casi sin obra editada: Martín Caparrós, Jorge Dorio, Guillermo Saavedra, que entiendo se laburaba todo, Charlie Feiling, Sergio Bizzio, Sergio Chejfec, Luis Chitarroni, Daniel Guebel, Ricardo Ibarlucía, María Moreno, Alan Pauls, Daniel Samoilovich, Christian Ferrer. Joder: Horacio González llevaba una sección dedicada a las ciencias sociales (ver maldita Pos Data, obvio que al final). Algunos de los babeles se habían juntado antes en un grupo literario llamado Shangai. Un tipo de gesto cultural que hace tiempo no se estila y que acaso haya sido el último en Argentina. Ahí estoy gugliando y me encuentro con que sí, Babel nació directamente en el seno de El Porteño. Asunto más que interesante, porque los que hacíamos El Porteño, aun relativamente sacrílegos, éramos menos dandies (y menos académicos) que los babeles y no nos propusimos batallar contra los setentismos, sí revisarlos, sobre todo desde la política, la apertura de bochos, lo contracultural, lo marginal y lo libertario.
Shangai y Babel fueron, con buena calidad y buenas plumas, espacios típicos de parricidio cultural, a escala literatura latinoamericana o más precisamente el boom. Esas cosas que hoy no importan a nadie (esas cosas como “vanguardia”, “experimentación” y demás). No recuerdo, no sé, si Juan Forn llegó a escribir en Babel. Seguro que la leyó. Yo por entonces no me metía demasiado en esos mundos y Babel era una isla algo desatendida en El Porteño. No “dialogaba” con Babel por fiaca de lectura, porque se supone que era solo “periodista” aunque rarito, porque entonces ni me imaginaba que me iba a dedicar también a la literatura. En cuanto a Juan Forn, en mi imaginario de entonces o de ahora, fue seguidor o continuador de ese operativo cultural parricida, que tuvo ciertas virulencias y que a la distancia solo me causa ternura. No lo digo con ironía.
Salto en el tiempo
¿Cuándo conocí a Forn? Creo que ya en Página/12 y en los ‘90s. Puede que cuando pasé del diario a la revista Página/30, que dirigí con Rodrigo Fresán porque a Jorge Lanata, que la había creado en uno de sus caprichos despilfarradores, la revista le importaba un carajo. Funcionaba en un sucucho inmundo al que se subía por una escalera, lo cual nos alejaba de la cotidianeidad de la redacción del diario, incluyendo a la gente del suplemento Radar, creado por Forn. Pero subían a menudo Juan, Diego Fischerman, José Pablo Feinmann (y, auch, Beatriz Sarlo, a quien yo mismo invité a colaborar de manera regular). Hablaban de literatura o de música más con Fresán que conmigo. Yo escribía se supone que bonito, pero –todavía no- no imaginaba que me iba a dedicar a escribir novelas, cosa que hoy me resulta hermoso e indispensable para vivir, más en pandemia.
Antes de eso –me voy acordando- solía cenar (¡¡sobre la avenida Corrientes!!) con Miguel Briante y otros veteranos. O en huequitos que nos hacíamos a la tarde en el bar 601, que estaba en la esquina del diario. Briante era un tipo maravilloso pero muy bravo. Y más hosco cuando chupaba. A propósito de Juan Forn y los escritores emergentes de aquella colección de Planeta, Biblioteca del Sur, Briante acuñó con absoluto rencor la expresión “Los Planeta boys”. Lanata mismo quiso colarse en ese mundo de nuevos prestigios en su mediocre e infatuada novela Historia de Teller. Era en los años en que se veía con Fito Páez, llegando con dos o tres décadas de atraso al mundo del rock. “Es que yo solo soy un tipo de Sarandí”, podría decir, como dijo tantas veces. Frase que sería engañosa porque hay pocas cosas culturalmente tan queribles en la Argentina como el rock del conurba.
Hubo internas fieras entre lo más psicobolche de Página y los Planeta boys y alrededores. Internas pedorras. El maltrato a las novelas de Osvaldo Soriano era parte de algunos de los tics de algunos de los mocitos. A mí me la traía floja esa discusión, y Soriano sufría demasiado que la academia o los jóvenes algo dandies no lo reconocieran. Al repedo ese sufrimiento. Una pena. Soriano tampoco se portó bien con los que consideraba enemigos. El muy talentoso Chalie Feiling escribió sobre él algo que, de estar vivo, acaso no escribiría hoy, por solo ser mayor y bajar un cambio: “Osvaldo Soriano es a la literatura argentina lo que el menemismo a la política”.
Yo, último vagón del setentismo, estaba en medio del sándwich. No me bancaba las canchereadas de los escritores jóvenes en torno del realismo mágico (muy particularmente odiaba la expresión “McOndo” creada por el chileno Alberto Fuget). Al mismo tiempo, por razones biológicas y otras, era más abierto que los próceres del diario y, como los jóvenes escritores, también más provocador, más suelto, más insolente, más cancherito. Pero, guarda la tosca, me diferenciaba también de los jóvenes el hecho de que no cometía el pecado de los muchachos jóvenes en ascenso. Yo no era un hereje “despolitizado”, o descomprometido (sugiero leer al respecto un muy lindo posteo de Elsa Drucaroff en FB). En mi cabeza meto a Forn en la línea Shangai-Babel-Planeta boys y puede que me equivoque porque Forn se ocupó y mucho de editar autores argentinos.
Había otra discusión intergeneracional y era sobre la dictadura. Supongo que, para la época, sonaba que los emergentes no se la tomaban con la suficiente solemnidad y lágrimas. Pero entiendo que algunos de ellos, creo que es por ejemplo el caso de Alan Pauls, no solo que detestaban las estéticas bajadoras de línea, cariacontecidas o el show del horror, sino que con absoluta honestidad intelectual sentían que no tenían derecho a abordar a fondo la cuestión dictadura, entre otras cosas por no haber sido víctimas directas. Y claro, sentirían terror de entrar en lugares comunes o sensibleros, porque como es propio de las generaciones emergentes, ellos debían representar lo nuevo y transgredir.
Hay un tema que nunca veo abordar lo suficiente: salvo en los entonces “jóvenes escritores” que llegaron a militar o a padecer personalmente a la dictadura, el patrioterismo brutal de los milicos hizo a buena parte de una generación de las clases medias cultas absolutamente refractarias a cualquier asomo de alguna esencia nacional, o de alguna indagación de lo nacional, del folklore a la Patria. Existía también esa, con perdón, grieta.
No te venderás al mercado
Apenas conocí a Juan Forn. Recuerdo ahora una anécdota que me delata a mí, no necesariamente a él. Yo ya debía haber practicado mi primera huida de Página/30 y del periodismo. Gracias a un retiro voluntario, con absoluta perplejidad y sin el manual del lavarropas al lado, me puse a escribir mi primera novela. Zás. Premio Emecé, nunca recuerdo si 96 o 97. Un día fui a la redacción del diario, no sé si para hacer sociales o por el tema de la novela. Tranca, llano, Juan Forn me dijo algo así como “Bueno. Ya sabés cómo es. Ahora tenés que vender a la novela”. A mí, honestísimo y purísimo psicobolche, y debutante, me pareció un sacrilegio eso de que un escritor debiera “venderse”. Otra vez, a la distancia, creo que no me lo dijo ni con cinismo, ni con suficiencia. Eso creo. O puede ser que ese Juan Forn todavía joven y quizá sobrador, sí fuera más cínico y puede ser que la pancreatitis que casi lo llevó a la tumba le cambió la manera de ver la vida. Como sea, conectando cachitos, retazos, creo que fui yo el reticente con Forn, el prejuicioso. Si fue así me da bronca porque me lo perdí. Me perdí de conocer mejor a alguien valioso.
Por razones que no vienen a cuento, a menudo voy a la costa atlántica fuera de temporada, cuando los balnearios y las playas y las calles están frías, ventosas y desiertas. Siempre, pero siempre, me pregunté con perplejidad y alguna admiración cómo sería la vida de Juan Forn en los inviernos de Gesell. Lo mismo con Guillermo Saccomanno. Tiendo a idealizar algún coraje en ese vivir a orillas del Atlántico Sur en invierno. Un amigo en común de vez en cuando me tiraba chismes risibles sobre cómo andaba la relación entre Forn y Saccomanno.
Ahora lo veo en las fotos a Forn y esas fotos me transmiten mucha dulzura y mucha tristeza. Muchacho algo retacón pero guapo, de hermosa risa y sonrisa, según en qué año con el pelo revuelto de un escritor ruso.
Y yo me lo perdí. Él, Pauls, Guebel, Marcelo Figueras y tantos otros que fueron jóvenes “insolentes”, no hicieron ninguna macana grave que yo sepa en todos estos años. En general jugaron para el lado de los buenos.
Puede ser la pandemia, pueden ser todos nuestros muertos, puede que sea que me puse tarde a “hacer literatura”, la verdad de la milanesa es que la muerte de Forn me hizo sentir más triste y más solo. En los 80 y principios de los 90 todos estos pibes que ya no lo son hubieran odiado que esto termine con “mensaje” y con “moraleja”. Lo escribo igual: estamos grandes. Seamos mejores entre nosotros, menos mezquinos, menos defendidos, menos prejuiciosos, menos eguitos. Lo escribo porque ahora es tarde para pensar en tomarme un cafecito en Gesell con Juan Forn y, aun cagándonos de frío, al fin conocerlo.
PD: Acabo de entrarme por uasap de la noticia del fallecimiento de Horacio González y me siento en el aire. Ese sí un próximo, un cercanísimo, un extraordinario, un luchador generoso, un amable y sonriente, también un sufridor del país y a la vez un erudito y ensayista complejo. Hermosísima persona, hermosísima. Más solos que la mierda. A pelearla, pese a todo, muchaches.