Allí, al borde de las aguas todo se mezcla: los habitantes nostalgiosos de tiempos más plácidos, la explotación de los frigoríficos, la violencia que a veces llega a la muerte, el permanente olor a pescado. Entre el oleaje apacible y atrapadas en las redes, se cuentan allí historias de una patria a la pesca.

Remanso Valerio es el nombre del barrio que se hizo canción. En esa costa brava del Paraná, alguien quiere vengarse y una familia de pescadores sobrevive a la espera de que la sangre no llegue al río.

La hoja toda herrumbrada del cuchillo rasga la piel. El metal entra, revuelve y sale con el tripaje colgado de la punta. Entra, revuelve y sale. Una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. La proa del bote se ha convertido en una tabla sanguinolenta llena de coágulos, grasa y escamas. La brisa arrastra una hediondez que viene de las entrañas del río; el olor acre, denso y penetrante del pescado. Han pasado cinco minutos de las ocho de la mañana, el Paraná viene creciendo y arrima los camalotes a la costa regada de basura. El rumor de las olas breves se apaga por el canto de un gallo, el ruido del cuchillo en la piedra de afilar y las vibraciones del puente que une Rosario y Victoria, esas columnas titánicas que se estremecen al paso de los camiones. Ahora, un sol tímido asoma por el norte, entre las nubes, a espaldas de Gastón. El peoncito de diez años ha faltado esta mañana a la escuela. Se quedó a destripar para los Zapata y así ganarse un billete. Nicolás, uno de los pescadores, lo mira desde arriba del sendero que va hasta los botes. Se lleva las manos a la cintura en un gesto de dolor. Tiene el Paraná metido en los huesos. Gastón, sin prisa ni pausa, abre, destripa y lava en el río los sábalos, dorados y cachorros de surubí. Luego, los tira en la parte de atrás de la embarcación. Desprende de cuajo el estómago de un patí; una bola de piel rosácea del tamaño de un pomelo que escarba con la punta del cuchillo. Una vez que la rompe, mete la mano y saca la cabeza de un armado. La mira por un segundo y la arroja al barro donde terminará de descomponerse. En la orilla, se pudre todo.

En su casa a la vera del río, Azucena Marín, la pescadora de 53 años, ya no trajina sus redes. Azucena, la matrona de los Zapata, ahora llora por su hija presa. Llora también a los dos hijos que le mataron a balazos. Azucena espera. Que los dones del Paraná no se terminen.  Que los enemigos de su familia vuelvan a vengarse.

Los Zapata son pescadores nacidos y criados al margen del río, en el barrio Remanso Valerio, en el límite entre Granadero Baigorria y Rosario. Ahí, un inmenso puente demarca el territorio que tiene, de un lado, al balneario La Florida y, del otro, al caserío donde hoy viven unas cuarenta familias dedicadas a la pesca. Resisten a los gobiernos que, cada tanto, amenazan con sacarlos y ubicarlos en otro lugar para poder construir una zona de atractivo inmobiliario y comercial. Esos habitantes conviven a diario con el estigma que cataloga al barrio como peligroso. Desde hace unos años, según cuentan los pescadores, se instalaron en el lugar quioscos de venta de droga. Los Zapata sobreviven. A estos tiempos en los que la artesanía de su oficio les deja cada vez menos para comer. También, a la convivencia íntima con los González, los vecinos que parecen no haber terminado de pagarse con más sangre, la sangre antes derramada.

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A las 8.30, cuando las nubes han terminado de tapar el sol, Ismael Zapata, el hijo mayor de Azucena, se prepara para salir a hacer un lance en el bote de su padrastro Oscar Molina, a quien todos en el barrio conocen como “Chimino”. Lancear llaman los pescadores a cada entrada que hacen al río para largar sus redes. Ismael no salió anoche a pescar junto a su primo Nicolás, prefirió quedarse en la casa a descansar, pero una vez más el dolor de espalda no lo dejó dormir. Ismael tiene 34 años, la cara picada, barba prolija de un par de días y los ojos hundidos en una expresión melancólica. Son 34 años, casi todos vividos en el río, pero parecen más; muchos más. Vamos en la lancha hasta el campamento que los pescadores han improvisado bajo un puente, apenas unos doscientos metros remontando el cauce del Paraná. Ahí, dos botes esperan su turno de entrar a la cancha, es decir, el sector del río donde dejarán las mallas. Antes, hay que hacer la faena: revisar y acomodar más de 300 metros de red. Ismael pide un cigarrillo, pero no hay quien tenga.

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Una vez en el canal que se forma en el centro de la corriente, arroja unos bidones que hacen de boyas en cada una de las puntas procurando que el tejido se acomode lo más ancho posible en el caudal. Cuando los bidones quedan de punta en el agua, la red ha tocado el fondo del río. Pero ahora son jalados hacia abajo de forma violenta porque la trama está enganchada. Ismael empieza su lucha para despegar la malla del fondo. La corriente le quita cada vez más soga y esa fuerza inclina el bote. Los hilos rozan y le queman la piel de los dedos. No se resigna y sigue tirando mientras maniobra con el motor a toda potencia. En su camino veloz a lo más profundo del río, la cuerda se le enreda en una pierna y amenaza con lanzarlo al agua. Ismael sabe que el río, así como todo lo da, también puede quitarlo todo en cuestión de segundos. Tras unos minutos de pelea, finalmente la red se libera. La pesca no será buena esta vez, advierte, y saca con mucho esfuerzo la malla que se ha puesto más pesada. Entre los hilos, vienen cinco sábalos y un armado. Su rostro es ahora una mueca entre resignada y displicente.

Ismael estaciona la lancha en la playa de arena del balneario La Florida y baja en una bolsa los peces hasta una de las pescaderías que se ubican frente al río. En la balanza son poco más de 16 kilos de pescado, apenas 170 pesos. Si hubiera sacado alguna boga, algún surubí o algún dorado, lo que los pescadores llaman “pescado fino”, le hubiesen dado algo más: tal vez 20 o 30 pesos por cada kilo. Pero al sábalo, el pez más común en las aguas del Paraná, ahora lo pagan sólo diez pesos por cada kilo, no importa que en los escaparates de los acopiadores valga tres o cuatro veces más. Son las reglas del juego, el pescador lo sabe y poco puede hacer. Siempre fue así, son los frigoríficos quienes ponen el precio. Ismael no alcanzará esta vez ni a recuperar lo que gastó en el combustible de la lancha. Va hasta el kiosco y con 90 pesos de lo recaudado compra un Philip Morris 20. Se lleva un pucho a la boca y dice: “Qué vicio puto este ¿no?”.

“Los pescadores estamos todos rotos. El movimiento que hacemos al levantar las redes nos hace mierda la espalda. También la humedad y el frío que chupamos. Yo no me quejo, me gusta el río, sólo creo que todo debería ser un poco más justo”, confiesa mientras volvemos en la lancha con el cielo despejado y el sol de este lado del puente que rebota, hiriente, en el agua. Ahora los peces están cerca, pero sino los pescadores viajan dos horas en el río hasta una isla donde tienen que hacer campamento durante días y dormir a la intemperie. Ahí, comer o no comer depende de pescar o no pescar.

En esta parte de la costa, se entreveran restaurantes y chalets ostentosos. Apunta a uno de dos plantas y grandes ventanales que dan al Paraná:

– ¿Ves esa casa? Es de un jugador de Central. ¿Te imaginás lo que debe ser por dentro?

Cuando el río no da peces, Ismael agarra su escopeta y sale en el bote a cazar carpinchos y nutrias. Como ya no le pagan por los cueros, se conforma con la carne para parar la olla en su casa o venderla por unos pesos. Al arma, a las redes, a la lancha, él las llama herramientas. Alguna vez usó esa escopeta para defender a su familia. Fue cuando empezaron los problemas en el barrio con los González. Una tarde, durante una discusión, les disparó: “Tuve que cagarlos a tiros, no quedaba otra. En la familia tenemos que defendernos entre nosotros”. La respuesta que recibió fue un escopetazo en el pecho. Se levanta la remera y muestra una constelación de cicatrices apenas perceptibles. En la muñeca derecha, una munición le levanta la piel y forma una pequeña pelota de plomo y carne.

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Viniendo desde Rosario, la costa aparece poblada de hombres apostados contra la baranda del río con sus cañas de pescar, adolescentes que andan en skates y en rollers, jóvenes y adultos montados en bicicletas, haciendo footing, tomado mate, tocando la guitarra, practicando reiki, jugando al beach vóley, paseando bulldogs franceses, besándose, cantando rap, leyendo novelas, posando para sesiones de fotos, tomando sol, contemplando esa llanura líquida, oscura y nerviosa que es el Paraná. En esta parte de la costa, la ciudad se extiende en centros culturales, un acuario, clubes de pesca y canotaje, playas con arena, casas de fin de semana, restaurantes, gimnasios, bares con música chill out, calesitas y juegos infantiles.

El mismo río, la misma orilla. Pero ese Paraná que se mezcla en el paisaje urbano y esta ribera agreste que condiciona la vida de los hombres transcurren en tiempos diferentes.

El Remanso Valerio se formó hace más de cien años con los pescadores que vinieron de distintas latitudes y se instalaron en esta costa del Paraná. Su nombre está signado por la tragedia: Valerio era un repartidor de leche que murió ahogado donde ahora se levanta la barriada. Entre esas primeras camadas de pioneros estuvieron los padres de Azucena que, al llegar desde Paraná y Entre Ríos, se dedicaron a cucharear en el lecho del río en busca de conchas. Esas almejas las vendían para la fabricación de botones. Después, su padre empezó a pescar con redes y espineles y Azucena lo acompañaba en la canoa. La historia se replica en las otras familias de pescadores que todavía persisten en el oficio. Ese culto al río y al barrio quedó inmortalizado en la “Oración del remanso”, la canción del rosarino Jorge Fandermole que en una de sus estrofas reza: “Soy un paisano serio/Soy gente del Remanso Valerio/Que es donde el cielo/Remonta vuelo en el Paraná”.

Las casas del barrio llevan en sus fachadas las marcas de un progreso muchas veces precario, muchas otras sacrificado, que se evidencia en las paredes de ladrillos sin revoque ni pintura, los techos de chapa, las edificaciones que se han ido adosando a otras más antiguas con el paso de los años. Las callecitas angostas pavimentadas viborean entre el caserío de construcciones amontonadas y derivan en la escultura tosca de un cristo de cuatro metros. Un cristo de pelo corto unido a la barba en una especie de casco capilar. Un cristo con los dedos de la mano derecha todos ajados. Un cristo que mira a la costa y le abre sus brazos a los pescadores que regresan del río. Un cristo crucificado, pero sin cruz.

Acá, en el remanso, cada quien carga la suya. Bien lo saben los Zapata y los González, que se criaron de niños jugando juntos en estas calles y crecieron en una inquina asesina donde la sangre reclama sangre.

Y todavía no ha callado.

 

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Melisa es pescadora como su madre Azucena. Sabe reparar las tramas, lanzar las redes, hacer la faena y destripar el pescado. Sabe lo que es adentrarse en el Paraná en la oscuridad de la noche, sentir el frío y la humedad en los huesos, la fricción de los hilos volviendo callo la piel. Sabe también aquello que todos los Zapata aprendieron generación tras generación, sin importar el género ni la edad: La sangre y el río tiran.

Esa vez fue tirar para defender la sangre. Tirar y perder.

La noche que Melisa se convirtió en homicida, el 10 de abril de 2014, hubo una de esas trifulcas ya habituales en el remanso entre los Zapata y los González. Las relaciones entre ambas familias se habían enturbiado desde que los Zapata denunciaron a sus vecinos por robar en el barrio. Esa noche habían pasado las diez cuando los gritos despertaron a Melisa: Brian González había intentado robarle a su hermano Ismael. Ella fue hasta allá con un revólver calibre 22 en la cintura. Al llegar, vio a los dos hombres enredados en una pelea. Brian había sacado un arma y apuntaba a su hermano. Melisa disparó primero. Creyó que el tiro iba a las piernas, pero la bala dio en el abdomen del joven de 22 años. Y lo mató. Cuando lo supo, se entregó a la policía. Le tocaba pagar por el crimen que había cometido. La justicia la condenó a diez años por homicidio simple agravado por uso de arma de fuego. Hoy tiene 32 años y sigue en la cárcel. Los González no olvidaron. Ni lo harán.

Pasaron poco más de tres meses cuando llegó la primera venganza. La madrugada del 20 de julio, un grupo de personas se bajó de dos autos frente a un kiosco del barrio Copello, en Capitán Bermúdez, y disparó a quemarropa. Fueron cinco los tiros que impactaron en el pecho de Cristian Zapata, el hermano de 33 años de Melisa. Por el crimen quedó detenido un pariente político de los González.

David Ariel Zapata tenía 22 años y cantaba como los dioses. La madrugada del 29 de enero de 2016 su cuerpo y el de Mariano Ledesma, un vecino del barrio, fueron encontrados en la colectora oeste de la avenida Circunvalación a la par de la moto en la que andaban. Ambos tenían varios disparos en las espaldas y el tiro final en la cabeza. La familia hoy no tiene pruebas. Tampoco dudas: esa fue la segunda venganza de los González.

“Pasa que el Remanso Valerio ya no es más el barrio de pescadores que supo ser, un asentamiento de trabajadores, de gente humilde… con el tiempo, se fue instalando gente que no son trabajadores, que son delincuentes, llegó un búnker de drogas… todo cambió. Se metió en el barrio gente que andaba en cosas raras. Y tampoco es que iban a robar nada más, robaban y estropeaban a la gente, no importaba si era una mujer con una criatura o una pareja de ancianos, y no sólo robaban, sino que los estropeaban”, declaró Melisa desde la cárcel en 2016 al diario Conclusión. Mientras jura que nunca quiso matar a nadie, piensa en ese episodio como una mala pasada del destino.

Hace un año y tres meses, Melisa se casó en la unidad penal número cuatro de Rosario con Ana María Martínez. Su esposa estaba en libertad condicional después de asaltar a un taxista con un revólver. Desde hace unos días está en el remanso con los Zapata. Ana tiene tatuajes en todo el cuerpo, piercings en la cara, dientes revestidos de metal y los brazos marcados de cicatrices. Ana ha tenido una vida signada por su adicción a las drogas y por la violencia en el barrio Tablada, uno de los más pesados de Rosario donde proliferan los bunkers, soldados y sicarios del narcotráfico. Sabe que volver para allá es volver a esa vida al borde constante con la muerte. Prefiere refugiarse y esperar la libertad de Melisa en esta ribera a pasos del río. “Acá es más tranquilo, acá encuentro paz”, dice.

 

 

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¿Pueden las aguas del río lavar la sangre, limpiar las heridas, alimentar y sanar a hombres y mujeres? En el sueño de su muerte, Azucena Marín se imagina recostada en una canoa, acunada en su lecho final por la corriente de estas costas. Hecha ella también río, materia líquida, diluida para siempre en el cauce del Paraná. Acá, en el remanso, están sus muertitos, como llama ella a la familia que le llevó la desgracia o la venganza. Azucena ha tenido ocho hijos entre los de su primer matrimonio, los de su actual pareja, Oscar Molina, y aquellos que no ha parido, pero igual ha criado como propios. Es una mujer robusta que renguea de la pierna izquierda, dificultad física que la ha alejado desde hace un año de la pesca. Tiene la piel rosada curtida de sol, el pelo recogido blanqueado de canas en las sienes y tres tatuajes en los brazos: uno que dice Oscar en tinta china, otro de San La Muerte y un Gauchito Gil con las iniciales de su hija: Esmeralda Rubí Molina. Rubí murió con apenas un año y ocho meses. En 2007, una casa del barrio se desbarrancó y la pesada pileta de lavar derribó la pared de la habitación donde dormía la niña. Rubí se llama también uno de sus botes que salen todos los días al río a ganarse el pan. En el remanso, la tragedia se nombra y se vuelve nombre.

Azucena está sentada afuera de su casa; una casa como muchas otras del barrio: modesta, de paredes de revoque sin pintar, con jilgueros, corbatitas y cardenales que cantan en sus jaulas. También un loro que todavía no habla, pero chifla cuando las mujeres pasan por el lugar. A sus espaldas, el zanjón donde ahora un perro se entretiene persiguiendo a un ratón. Apenas más allá, la presencia imponente del puente. “La pesca es lo más sacrificado que hay porque llueva, truene o caigan piedras, vos tenés que llevar el pan a la mesa, y más cuando hay crías. Cuando los pescadores se iban por días a la isla, las mujeres no sabían si ellos volvían. No era mi caso, cuando podía, yo salía a pescar con mi marido”, recuerda la mujer que es la voz de mando en la casa de la familia Zapata. Lo deja en claro al pegar un grito para que bajen la música, una cumbia de Leo Mattioli, así la dejan conversar. Lo que ella dice, para los suyos es ley.

La vida de Azucena es este rincón de la costa y la pesca, oficio que aprendió de su padre a los ocho años. No se resigna a dejar el remanso, por eso resiste en esta ribera que podría desaparecer tal cual es ahora y desterrarla. A ella y a toda su familia. Su anhelo es que el Remanso Valerio vuelva a ser un barrio sólo de gente dedicada a la pesca. Como delegada de los pescadores del lugar, función que ha ejercido durante años, su lucha es contra el monopolio de los grandes frigoríficos que exportan el pescado a otros países: Bolivia, Colombia y Paraguay. De ese negocio que cotiza en dólares, ellos, los que ponen el cuerpo en el río, sólo reciben una limosna cada vez más ínfima. Mientras, el Estado permanece indiferente a sus reclamos. “Los pescadores ya no estamos cobrando ningún subsidio ni lo vamos a volver a cobrar porque no hay quién nos defienda”, dice mientras recuerda que en las vísperas de la navidad del año pasado asesinaron al dirigente sindical Juan Carlos Billareal. Al gremialista lo balearon durante una discusión cuando exigía un bono navideño para los pescadores en la localidad de Gaboto. Una vez más, la sangre había llegado al río por siempre turbado del remanso.

Saben muy bien los Zapata que el peligro los acecha, agazapado, en esta costa, a poco más de cien metros de su casa. Han aprendido a convivir con él y a nombrarlo con un apellido: González. Azucena cree, presiente, intuye que sus vecinos volverán por más sangre: “Ahora no se han llegado a tirotear la casa, pero cuando me encuentran en el barrio los pibes de ellos me putean. Son un montón y todos tienen armas. Yo tengo muchas denuncias en la fiscalía porque nos amenazaron de muerte. Dicen que hasta que no terminen de matar a mis hijos no van a parar”. Los Zapata esperan. Se ha hecho el mediodía en el remanso, el sol ha comenzado a picar y los pescadores apuran unos mates amargos. Engañan el hambre mientras aguardan que llegue el camión del frigorífico. Los llamados palanqueros vienen a buscar el pescado fresco que se amontona en uno de los botes. La pesca de la noche anterior, fruto de ocho lances en las aguas bañadas de luna, descansa cubierta por un plástico. Si el camión no llega a la siesta, el pescado se pudrirá. Como todo lo que sale del río para corromperse y morir en la orilla. Azucena se para ahora con dificultad de la silla y arrastra la pierna mala. En su caminar lento, dos pájaros que han hecho nido bajo su mismo techo se le acercan y revolotean apenas por encima de su cabeza. Dice que presagian visitas. Será por eso que les grita, les pide, les reclama. Como en un rezo, acaso una letanía:

–  Traigan buenas noticias.

 

*Esta crónica fue producida en el taller que la periodista española Cristina Fallarás dictó en el marco del Festival Pensamiento Contemporáneo en la ciudad de Rosario en mayo de 2019.

 

Fuente: Tucumanzeta

 

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