Fantasma de Ernesto Sábato, hora de evocarte. Para fingir -no del todo- irreparable melancolía y hablar de lo mucho que no existía de tecnología, aparatitos y consumo en nuestras infancias sesentosas y ni sabíamos que necesitábamos de manera imperiosa.
Bum!
En la casa de pronto no se hacía la luz, sino la oscuridad.
-¡Saltaron los tapones!-, era la reacción unánime.
Entonces iba mi viejo, o mis hermanos, o yo, con una linterna plateada malísima hasta el pilar del que salía el palo de la luz, abríamos la tapita metálica, mirábamos la posición de la ficha, comprobábamos en las piezas de porcelana la marca negra del fogonazo, desenroscábamos el tapón, llevábamos el paciente a la casa -ya encendidas las velas- y reemplazábamos los alambres de cobre amputados por otros nuevos. La operación era sencilla, pero tenía su suspenso y algún remoto riesgo de electrocución. Los años, todavía, de los cables de tela.
Qué bella era la vida.
Si era verano –mayor probabilidad de cortes de luz en el barrio o tapones quemados-, cuando volvía la luz volvían en masa todo tipo de dípteros diminutos o medianos, polillas, especímenes raros, a posarse o dar vueltas en torno de la lámpara que iluminaba la mesa de madera de la cocina, reemplazada a fines de los 60 por modernísima mesa de fórmica (sillas revestidas de plástico moderno). Calculo: habría más bichos porque había más verde, menos cemento urbano. Y caían los bichos en masa sobre la mesa y los platos y era medio asqueroso y qué bella era la vida.
Uno heredaba la ropa de los hermanos mayores. Uno conoció la humillación pública de los pantalones cortos –con tiradores a escasa edad-, las chombas rayadas, el peluquero que te rapaba, el flequillo rebelde, las patas flacas bajo el guardapolvo, la feria junto a la estación en la que el tipo al que llamabas por su nombre te vendía el Mantecol por peso (¿cuándo comenzó a cotizar en bolsa el perejil?), el kiosco de Rosita en la esquina de la escuela, los potreros como la canchita del ombú donde a veces se aparecía René Daulte (casi escribo Javier), antiguo defensor de River.
No teníamos cloaca. Teníamos pozo ciego. Pasaba de vez en cuando el camión atmosférico de La Higiénica a llevarse la mierda. Otra vez, porque se tapó el pozo ciego o algo así, le dijeron a mi viejo que tirara bofe (cacho de pulmón bovino) dentro del pozo, eso que comían los gatos, siglos antes de las Whiskas. Con una operación previa: dejar el bofe colgado del alambre de la ropa dentro de una bolsita de polietileno (eso existía, el polietileno), dejar que el bofe al sol se pudriera, que nacieran los gusanos y luego echar el bofe –hedía como nada en el mundo- con los gusanos para que los vermes verdes se morfaran la mierda. Entiendo que ésa era la lógica. Yo tendría nueve años.
Una vez hubo en el barrio una eclosión de cigarras –o chicharras- que se pasaron la noche garchando en torno de los postes de alumbrado. La calle, a la mañana siguiente, apareció cubierta de miles de sus exoesqueletos. Crac, cric, hacían los cuerpitos al pisarlos.
Oda al kerosene
Era bellísima la vida. En esos años no había comenzado el cambio climático o no nos dimos cuenta. En invierno había escarcha sobre el pasto, las temperaturas eran inferiores a las de hoy, existía el bajo cero. Para ir al andén de la estación usábamos guantes de lana –si eran de cuero, mucho más bananas-. Nos recágabamos de frío, afuera y adentro de la casa también. O no: abajo, en la planta baja, un noble Calorama (Orbis, ¿verdad?) calentaba casi toda la casa. Arriba no. Arriba, en un pequeño distribuidor, había solo una estufita también marca Orbis roja de esas con velones, muy simpática de contemplar, con una capacidad de irradiación mínima. Mi hermano y yo nos vestíamos y desvestíamos frente a la Orbis chiquita. Los hombres de la casa usábamos gruesos pijamas a rayas y, cómo no, camisetas blancas de invierno. Las piezas no tenían ni estufas, ni aire acondicionado, ni split, ni esas placas blancas de porquería que se comenzaron a vender hace unos años. Llegamos a conocer en la primera infancia las estufas de kerosene, de las que emanaba un hermoso olor, bello como el azulado del kerosene. La combustibilidad del kerosene era sinónimo de aventura para un pibe, casi tanto como Verne o Salgari.
Como el Che, mi hermano Coco y yo combatíamos dificultosamente los ataques de asma nocturno con el amargo Bronkasma y el repulsivo Fatigan (tardaban años en hacer efecto) y con los primeros inhaladores que se usaban apretando una perilla de caucho y aspirando de una pieza de vidrio finísimo, muy delicadita, con una suerte de voluta. Puede que la marca fuera Asmopul, como si el nombre lo hubiera puesto Quino. Llevar esos inhaladores a los campamentos en el sur, dentro de la mochila, y que no se te rompiera la pieza de vidrio, era una hazaña. En casa quedaba la pesada carcaza de hierro del nebulizador, color verde hospital, imponente. Un ruido de la hostia metía, como si presumiera de motor del Titanic.
Cuando a inseguro se lo llevaban preso
Un mes nos íbamos al sur, minga de camping con o sin baños, a dedo o en tren, a la loma del orto, la carpa (pesadísima) puesta con o sin permiso del guardaparque o la Gendarmería, y los viejos no se alarmaban, ni temían, ni había que preocuparse por la señal y el uasap (se mandaban cartas o postales) ni los frecuentes descarrilamientos de La Trochita (me tocó uno). Lo mismo los paseos nocturnos por las calles del barrio. Cero temor. De noche el olor a azahares de los naranjos y el pichicho feliz, el Supay atorrante, color negro azabache, mancha blanca en el pecho. Cero garitas de seguridad y vigilancia privada. Solo un sereno, todavía se lo llamaba así, como en los años de la colonia. Era un ex policía que una vez por mes pasaba a cobrar su cuota, tal como pasaba el viejito cobrador de la cuota de River. Cero cagazo en las idas y vueltas al potrero. Y qué aventura agarrar un terreno baldío en patota, desmalezar, ¡quemar!, ¡incendiar!, hacerlo canchita.
Los juegos, amén de los comercializados: el palo con broche de ropa adosado que disparaba gomitas, el otro palo con cabeza de equino con el que se cabalgaba de la manera correcta (caso Felipe de Mafalda), las cerbatanas hechas de cañas del río o antenas extraídas de los autos, los autitos rellenos de plastilina con una bolita en la punta para mejor desplazamiento por menor fricción, la plastilina misma, las bolitas en la plaza, las figuritas, las carreras con autitos sobre el cordón de la vereda, dos troncos de árboles haciendo de arco, tirar naranjas bajo las ruedas de los vehículos para que fueran pisadas, bañarse y pescar en el río.
La heladera era una Siam con su pelota de ping-pong en la manija. Freezer no, el congelador (para la infancia de la generación anterior: las heladeras rústicas a hielo seco, a veces de madera de roble, bellísimas). El auto de mi viejo hacia 1964 o 65 era un Siam Di Tella, “qué auto gauchito” decía él. Antes, un Opel color crema, o celeste, o ambos.
Cuatro canales de televisión y un cuarto (canal 2 de La Plata) en blanco y negro. Alcanzaba con eso. La repetida anécdota de los padres subidos a los techos para orientar la antena a los gritos, la media papa con dos agujas de tejer. Cuatro canales de aire y un cuarto y alcanzaba. Impresionantes aquellos días en que canal 13 (mucho antes del Grupo Clarín) lanzó alta campaña promocional anunciando que comenzaría a lanzar una programación para toda la noche. De las 0 a las 6 por decir algo. Simplemente repetían contenidos, pero que hubiera televisión toda la noche era como si fueras Neil Armstrong pisando la luna.
Las inundaciones en el barrio. En casa el agua entraba por la rejilla del garaje. Meta darle al palo del secador. En la calle Rawson cuando se era pibe la inundación era una fiesta. Borbotones cayendo desde las calles en bajada, la antigua pampa inclinada hacia el río. Descubrimos que nuestro perro sabía nadar el día en que navegó las aguas de la calle Rawson.
El combinado de madera para los discos de vinilo, y luego el inferior Winco y las reposeras de tela rayada, la huertita al fondo por un tiempo, dos limoneros. Una vez que hubo reforma en casa, con Coco y sus amigos, usando tramos de viguetas de hierro, de maderas, aprovechamos el tocón y los troncos que quedaron de un eucaliptus que hubo que tumbar para hacer un circuito de carreras del carajo. Participó de la gesta –en algún lugar están las cintas de 8mm. con las pruebas- un amigo de la primaria de Coco, Ricardo Cagnoni, desaparecido. Y el Yoyi, que vive en Australia hace mil años.
Ah, las cavernas
Arden en el mundo más de siete mil millones de celulares, más de 1,7 mil millones de televisores, algo más de 1.400 millones de automóviles, 4.950 millones de personas conectadas a Internet.
No. No teníamos cable, Internet, computadoras, televisión satelital, celulares.
No teníamos el mundo de hoy pero sí los sixties que alguna juventud actual envidia y añora. Peligro de Sábato (“SUEÑO CON MURCIÉLAGOS. NO PARO DE SUFRIR”) en lo que sigue. La repetida idea anti tecno que retomo: no somos más felices porque haya mejor tecnología, más bien somos sus cautivos. Ay, el celular dominante (dominatrix) que lo comprime todo en una imagen: la del bondi lleno con todo el mundo mirando el aparato, excepción hecha de algunos ancianos y los bebés. Llevábamos diez mil años panchitos sin celular, desde que domesticamos al trigo, las cabras y las vacas, trancas. Y antes doscientos mil años más sin celular, sin hacinarnos en aldeas, con una dieta rica y variada, aire fresco, lindas vistas, haciendo dibujitos en las paredes de las cuevas.
-Qué lindo te salió el antílope, Gurk, postealo.
Cautivos, aturdidos, llenos de incertidumbre y neurosis y con algún vacío. Lo de siempre: la tecnología y el conocido mito de Frankenstein. Uno solo quería hacer una notita liviana, previsible, exagerada, con una melancolía algo impostada, para reiterada y mínimamente sugerir cuánto hay al pedo en este mundo crepusculado.
Uno vota por el viejo imaginario de las calles de Montevideo y La Habana: coches viejos, ¿para qué necesitamos más? Internet está bien, aunque nos vigilen.
El pan era más rico. Los tomates eran rojos y jugosos, no venidos de algunos de los polos, norte o sur. La leche venía de la vaca y no era traslúcida. No había kiwis, cierto, pero sí bergamotas y granadas.
Uasapeame, no me claves el visto, me siento solo. Laikeame, te lo ruego, quiero tu pelo, tus manos. Dame un microsegundo de confianza en mí mismo, Instagram. ¿Alguna serie para recomendar en Netflix? Quiero ser influencer. Pasame la app. Hubiera querido, por una vez, jugar con la play-station. ¿Llegaré a tiempo para cortarme estilo hipster? Wi-fi o muerte. Se me tildó la vida.
Atentos todos.
Uno, dos…
Todo tiempo pasado…
A la señal de áura, arrojemos los celulares al río.
PD: lo de qué bella era la vida es una licencia periodística. No se lo tomen a pecho.