No sólo están condenados a su discapacidad sino a que se los considere seres ajenos al placer. Pero hay quienes piensan de otra manera y trabajan para que el sexo sea una posibilidad gozosa sin pensar en obstáculos.
Como interventor designado por la Junta que presidía Jorge Rafael Videla, el comodoro de apellido olvidado se paró en el pasillo central del Hospital María Ferrer y gritó muy fuerte para que el eco llevara su voz a cada rincón del edificio.
– ¡Al que embarace a una lisiada lo hago fusilar!
La anécdota fue contada varias veces por Norberto Butler, activista por los derechos de las personas con discapacidades fallecido recientemente, a finales de 2016. Butler había contraído la poliomielitis a principios de los 60 y desde muy niño estaba internado en el María Ferrer. “El Ruso”, como le decían, participó de casi todas las marchas por los derechos humanos de los últimos 40 años. Fue un personaje habitual de la Plaza de Mayo en su camilla y con el respirador a mano. La lucha solitaria que emprendió –bien que junto a una banda de amigos– se hizo famosa en los años 80 entre los mozos y boleteros porteños que tenían orden de no permitir el acceso del muchacho y su camilla a teatros y bares. En los últimos tiempos, el Ruso había dedicado todas sus energías, que eran apabullantes, a legitimar la importancia de la asistencia sexual. O, dicho de otra manera, a desnudar la sexualidad de las personas con discapacidades. “El milico dijo lisiadas porque en esa época no éramos ‘diversos funcionales’ –bromeaba Butler– pero aunque ahora la cosa no es tan brutal, la represión sexual a los discapacitados sigue en pie”.
Privilegio es lo contrario de derecho, decían los revolucionarios de la Francia de 1789. Desabrocharse la bragueta es entonces un privilegio. Lo mismo que bajar el cordón de la vereda o asistir a una obra de teatro o cine. Los poseedores de privilegios suelen, solemos, naturalizarlos. Tener sexo –consentido, maldita sea la necesidad de aclararlo– es un derecho que algunas discapacidades dificultan o directamente cancelan. Pero eso es sólo el principio. El desinterés social por generar herramientas que garanticen el acceso a ese derecho conforma el resto del combo.
Invisibilizaciòn, empoderamiento, naturalización. El lenguaje técnico de las ONGs suele cambiar con la velocidad y la corrección política de las tendencias académicas que lo sustentan. Unos quince años atrás se combatía el término “discapacidad” porque ponía el acento en lo negativo, en la falta. Se promovía entonces el uso de “capacidades especiales”, una combinación que tampoco prosperó, por poco realista. A fines de 2017, el concepto al uso es “diversidad funcional”, en apariencia menos valorativo que sus antecesores, aunque horrendo en términos sonoros. Si la sexualidad de las personas con diversidad funcional está invisibilizada. ¿Cómo escribir una crónica de lo invisible? ¿Cómo es el acto sexual de las personas con diversidad funcional? A esta crónica le va a faltar la escena principal. Como en el teatro griego, la acción va a suceder fuera de escena.
Redistribución de los placeres
Sofìa y Carina se conocieron años atrás, trabajando como acompañantes terapéuticas, pero desde hace tiempo son asistentes sexuales de personas con diversidad funcional. “Vi siempre como se inhabilitaba a estas personas a vivir su sexualidad; están todo el tiempo muy asistidos pero siempre se omite la dimensión sexual y se les niega la posibilidad de desear, lo cual me parece, de mínima, injusto”, dice Sofía, que estudia Sociología en la UBA. El trabajo de las asistentes sexuales consiste en ayudar a las personas con alguna barrera física a tener sexo. ¿Coger con discapacitados? Sí, pero no sólo eso. “La sexualidad se va construyendo desde como la mirás a la persona –dice Carina–. Cómo hablás, en qué lugar te ubicás. El acto sexual puede ser con o sin genitalidad. Desde el momento uno estamos hablando de sexualidad”. Sofía interviene “Por ejemplo, hay personas de 40 años que nunca tuvieron intimidad sexual, pese a que toda la vida están muy expuestas a situaciones muy íntimas: que una persona te higienice es recontra íntimo. El tema es que eso está dado en un marco de total asimetría, fuera de un enfoque erótico. Nosotras damos esa posibilidad”.
Escucharlas demoler barreras de prejuicios es una experiencia en sí desprejuiciante, valga el neologismo proto ONG. Una habla y la otra remata. Dicen que no sólo hay que pensar el derecho de estas personas a una sexualidad plena, sino cuestionarse los propios privilegios, la propia idea de placer. Carina dice “deberíamos pensar en la redistribución de placeres” o “deseamos lo que nos imponen que hay que desear”. Y Sofi remata: “Si el deseo es una construcción también lo es el asco. Los cuerpos deseables y los no deseables están dictados por la misma sociedad. Nosotros nos paramos mucho desde ahí, desde la necesidad de romper con esa idea”.
–¿Eso quiere decir que ustedes sienten placer cuando prestan este servicio?
–No haría este trabajo si no me diera un enorme placer –dice Carina.
Hasta minutos antes de conceder esta entrevista, las dos estuvieron dando una charla sobre el mismo tema en la sede de Ammar, el sindicato de trabajadoras sexuales. Allí aseguraron que la única diferencia entre trabajo sexual y asistencia sexual es ideológica. Los y las asistentes se quedaron duros y duras, pese a los pelos de colores y los modales desenfadados que suelen caracterizar a este colectivo. Las preguntas del público iban desde el temor a desconocer los distintos diagnósticos y las posibilidades que brinda cada cuerpo hasta cuánto cobrar en relación al tiempo que demanda el servicio.
–El tiempo es muy distinto –dice Carina– te cambia el paradigma. El aprender a prolongar la situación de placer es más visible en una asistencia sexual que en un trabajo sexual tradicional. Vivimos en una sociedad en la que todo hay que hacerlo rápido y se coge rápido, también. Pero en este trabajo no nos queda otra que pensar el tiempo de otra manera. Yo muchas veces llego a un domicilio y, porque la persona tiene una masa corporal mayor de lo que yo puedo levantar o hasta que su asistente lo prepara porque hay veces que se usan grúas, se nos va media hora. Pero esa media hora forma parte del proceso erótico”.
Ammar impulsa desde hace unos años la ley de Trabajo Sexual Autónomo, muy resistida por la Iglesia y por un sector del feminismo que se declara abolicionista, es decir, favorable a la prohibición total de la prostitución. El proyecto busca blanquear este oficio para permitir que las trabajadoras sexuales emitan factura, tengan obra social y jubilación pero, sobre todo, que se organicen en cooperativas para evitar la explotación sexual por parte de proxenetas y policías. En el marco de esa campaña, el sindicato presentó, tres años atrás, un proyecto en la Legislatura Porteña para regular el trabajo de las asistentes sexuales para personas con diversidad funcional.
¿Debería el Estado garantizar el acceso de estas personas al servicio de las asistentes? ¿O con visibilizarlo ya está bien? El trabajo de Carina y Sofia hoy lo pagan los clientes o sus familias. Pero ¿qué pasa cuando además de discapacitado se es pobre? ¿Y si además se es mujer? Menos del uno por ciento de los que preguntan por el servicio son mujeres. Y casi ninguna termina tomándolo. ¿Y si además de mujer, discapacitada y pobre es indocumentada? Se pueden agregar capas de inequidad hasta el infinito.
Pegar onda
Leandro Ayala es un joven de 29 años que tiene distrofia muscular Duchenne, caracterizada por una debilidad muscular. Por intervención de Carina, accede a dialogar vía whatsapp.
Cuenta que fue a una charla en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA sobre diversidad funcional y sexualidad. Allí escuchó a Carina y se interesó mucho por lo que decía y cómo lo decía. “Ese día no pude hablar con ella pero la busqué en Facebook, la contacté y pegamos onda: tuvimos un encuentro sexual pero no como asistente sino como un encuentro de atracción mutua. Ahí es donde me gustó y me sentí cómodo. Porque si bien ese encuentro no fue una asistencia me sentí cómodo como me pasaba a la cama desde mi silla y me desvestía y demás cosas. Y después de eso tuvimos más encuentros, ya como asistente”, cuenta.
–Y antes de esa charla en que la conociste ¿Qué podés contar de tu vida sexual?
–Mirá, tuve suerte con las mujeres. Si bien no tan seguido, pero me lo tomaba como un desafío. Como un logro, poder llegar a tener sexo con una mujer. Tengo amigas con las que a veces tengo sexo. No tan seguido, pero sucede. No me tomé como una barrera el ser discapacitado. No poder enamorar o tener sexo.
–Decías que ella tuvo también una manera de pasarte de la silla a la cama, de tocarte, que hizo una diferencia ¿Podés describir un poco eso?
–Antes, cuando tenía sexo me pasaba a la cama mi hermano o directamente esperaba en la cama. El tema es así. Ella llega, charlamos, tomamos mate o algo, después decimos ‘empezamos’. Abre la cama. Me pasa a la cama estilo El Guardaespaldas, jaja, bueno, me desnuda y ella va y se prepara en el baño. Luego del acto, me viste y me vuelve a pasar a la silla.
No es necesario editar mucho las respuestas. Más allá de los universales errores de tipeo, Leandro escribe y describe muy bien. Pero a esta crónica le sigue faltando la escena principal. Aunque dice cosas como para no dejar pasar.
–Muchos van al deseo convencional. Lo físico es lo primero. Sinceramente, a una persona con discapacidad a primera vista no la ven como deseable. El deseo lo van construyendo cuando conocen todo el conjunto.
Desinfantilizar es la tarea
“A las personas con discapacidad se nos trata como a seres humanos asexuales e infantilizados”, dice María Soledad Arnau, filósofa española, activista y presidenta del Instituto de Paz, Derechos Humanos y Vida Independiente. Arnau critica las bases “asistencialistas y caritativas” de las políticas públicas (españolas, pero también latinoamericanas) hacia el sector. “Se sigue buscando que vivamos en residencias y no de forma independiente. Yo he ido toda mi vida en silla de ruedas, pero también soy feminista y a lo mejor me apetece convivir con gente feminista”, ironiza.
Algo parecido denunciaba en Argentina Norberto Butler cada vez que podía: “Hoy la represión tiene formas distintas de la del milico –decía El Ruso–: falta de espacio para la intimidad en las instituciones, infantilización. Una vez vino una novia con la que queríamos tener sexo y tuvimos que forzar la puerta de un aula y romper la cerradura”. Butler estudió Letras en la UBA y tenía un estilo muy mordaz: “No hay un espacio para el sexo, pero siempre hay una televisión. Idiotizarnos sí es un derecho. Yo tengo la suerte de tener pieza individual porque la peleé mucho. Nadie me lo regaló. Pero no es justo que haya que pelear así, debería ser un derecho”.
Arnau aparece en varios videos en YouTube, tiene un programa de radio y habla mucho sobre la llamada filosofía de vida independiente para las personas con discapacidad, un movimiento surgido en Estados Unidos en la década de los 70 que tiene influencia en muchos colectivos que trabajan sobre esta temática. También hay un documental en el que Arnau aparece. Se llama “Yes We Fuck” y está dirigido por Raúl de la Morena y Antonio Centeno.
En la última escena del documental, una asistente sexual le saca la ropa a Arnau.
–No sé lo que quiero pedirte y no sé hasta dónde quiero llegar –dice Soledad a su asistente sexual–ahora me parece interesante el que me puedas poner en la cama, el que me puedas coger la mano y ayudarme a recorrerme.
La asistente acaricia unas piernas muy blancas que terminan en unos piecitos muy delicados y armónicos que sólo la costumbre y la estadística detectan como demasiado chiquititos para el cuerpo de la filósofa.
–Y el cuello, que ahí sí que no llego todavía– dice. La asistente le toma la mano y le acaricia con ella la panza. Le mueve la mano de manera que la yema de sus dedos acaricien el muslo, las tetas blancas y enormes de Soledad, sus pezones. La lentitud de los movimientos demanda que los ansiosos acostumbrados a series hiperveloces hagan un esfuerzo por no adelantar. Algo que debería haber aprendido el espectador de cine iraní.
–¿Podrías tocarme un poco la cara, el cuello, ya que no llego? –Soledad tiene los ojos cerrados y sonríe.
–Entra la mano por la braguilla– dice. Y durante unos cuantos minutos, la mano de Sole se toca debajo de la bombacha con la ayuda de la asistente.
–Me aprietas un poquito –le pide, recostada en una colchoneta inflable de un rojo psicodélico. La escena de una belleza onírica, es captada por una cámara cuya generosidad –junto con la de Soledad– permiten a esta crónica finalizar con la escena que faltaba.
Este texto fue uno de los ganadores de la primera edición del concurso de crónica breve Basado en Hechos Reales