Una incomodidad que crece entre la calle y el cuarto oscuro. Las fotos de los candidatos y el rostro de un joven que no podrá votar porque hace 12 días que lo tiene desaparecido el Estado.
Para el cronista es siempre un gusto ir a votar a la Escuela N°9 “Pedro de Mendoza”, frente al Riachuelo. No sólo porque La Boca es el barrio porteño que adoptó como propio hasta llegar a sentirse un nativo del lugar, sino porque escuela es un espectáculo en sí misma. Es un edificio antiguo, fuerte y sólido, construido en 1936 sobre unos terrenos cedidos por Benito Quinquela Martín. La escuela primaria funciona en la planta baja y el primer piso, en cuyas paredes se pueden ver murales pintados por el propio Quinquela, por Antonio Berni y por Ernesto de la Cárcova.
El sol del mediodía es una bendición después de varios días de lluvia, así que el cronista, antes de entrar a votar, decide dar un paseo por su viejo barrio, donde momentáneamente no vive pero sigue teniendo casa. Deja el auto estacionado sobre Puerto de Palos, a pocos metros de Pedro de Mendoza y camina por la costanera del Riachuelo hasta la Vuelta de Rocha, que está ahí nomás y desde donde sólo hay que cruzar la calle para adentrarse en Caminito.
Es un paseo lento, moroso, por esas calles enmarcadas por los colores que dan vida a los frentes de las casas de chapa, de madera y de material. El cronista cambia y par de saludos a distancia con viejos vecinos de un barrio donde todo el mundo se conoce y se reconoce. Juega, mientras deja Caminito y dobla por Lamadrid, con la idea de quedarse a comer por ahí, en “Puerto Viejo” o en “La Buena Medida”, dos bodegones que siempre lo cobijaron con buena comida y vinos tolerables. Y en “La Buen Medida” incluso podría conversar un rato con Luis y con Tony, los dos hermanos que han quedado a cargo después de la muerte, hace unos años y ya muy viejo, del Bebe, su padre, un personaje legendario que en sus tiempos supo sacar en vilo y con una sola mano a más de un marinero borracho que se ponía pesado dentro del local.
Pero es apenas un juego nostálgico, porque el cronista sabe que no va a hacerlo y que, en realidad, está demorando el momento de entrar a la escuela y meter su voto en la urna. Hay algo que lo retiene, aunque no pueda precisarlo.
Su mesa es la misma de 2015, la 1742, en el primer piso. Hay solo tres personas esperando, pero la urna no está en la mesa y también faltan la presidenta y uno de los fiscales. Un poco más allá, dos efectivos de Prefectura, un hombre y una mujer, conversan despreocupados.
El suplente explica que han bajado para que vote una señora discapacitada que no puede subir por las escaleras. Es un pibe de unos 30 años, morocho, con los brazos tatuados que sonríe con amabilidad mientras habla. El cronista mira los tatuajes y – por esas cosas de las asociaciones libres – piensa en Santiago Maldonado, que también tiene tatuajes pero que hace 12 días que nadie puede verlos. Ni a él ni a sus tatuajes, porque no se sabe dónde está. O, mejor dicho, no se sabe dónde lo tienen.
Cuando vuelve la presidenta, la cola avanza rápido. Primero vota una chica de unos veinte años que lleva a un bebé en brazos, después un pibe bajito de pelos cortos y enhiestos que parece impaciente y finalmente un cuarentón con anteojos de marco celeste y vestimenta juvenil que no ha parado de hablar en ningún momento. El cuarto oscuro está en la sala de música, un aula amplia, con una suerte de tribuna enfrentada a un mural que reproduce una escena de Carnaval y que el cronista sabe que salió del pincel del viejo pintor boquense. Sin pensarlo, saca el celular y dispara dos fotos.
Recién después se acerca a la mesa donde están apiladas las boletas y las recorre con la mirada. Las boletas, como todo el mundo sabe, desde hace años tienen fotos. El cronista sabe qué va a votar, pero sin embargo se descubre a sí mismo mirando esas fotos como si buscara un rostro, un rostro que sabe que no va a encontrar. Finalmente manotea una boleta y la mete en el sobre.
Fuera del cuarto oscuro, la cola suma ahora cinco personas. El cronista empuja su voto por la ranura y después cumple con un ritual que repite desde 1983 sin saber bien porqué: estrecha las manos, uno por uno, de las autoridades y a los fiscales de la mesa. El suplente, el muchacho de los tatuajes, le sonríe con simpatía cuando se saludan.
No ha terminado de bajar las escaleras cuando se da cuenta de qué rostro buscaba en las boletas y, también, de dónde proviene la sensación de incomodidad que no puede sacarse.
Santiago Maldonado no vota en La Boca, piensa.
Santiago Maldonado no vota en ninguna parte porque lo tiene desaparecido el Estado, piensa.
El hall de entrada de la escuela está lleno de efectivos de fuerzas de seguridad. Mientras camina entre ellos, el cronista piensa que el suplente, el pibe de los tatuajes, debería cuidarse.