Un pueblo de esos que se pierden en la inmensidad de la pampa bonaerense. De gente que la pelea pero que se divierte tratando de buscarle la vuelta a la cría de chanchos y a los modos de sobrevivir cuando se vive tan cerca y tan lejos. Las Tahonas parece un desierto, pero está lleno de historias.

El sol del mediodía cae a pico sobre el campo, donde muy pocos árboles se levantan por encima de un pasto cuyo verde tiende a perderse en el amarillo y es casi lo único que crece. Ni el más optimista podría creer que esta tierra es fértil. “Esa es la bendición de Las Tahonas. Son tierras improductivas, arcillas expansivas muy malas. No hay con qué darles, acá la soja no crece ni a palos y entonces no hay agroquímicos. Eso las transforma un reducto de fauna pampeana que ya no queda en ningún lugar de la provincia de Buenos Aires. En mi chacra hay siete especies de reptiles, hay ranas, sapos… que son indicadores biológicos de la salud ambiental. Dos cosas favorecen que esto se pueda mantener así. Primero, el minifundio no es negocio, tenés que acumular chacritas para hacer una producción económicamente rentable, y por otra parte la baja calidad de la tierra”, dice Bruno Carpinetti mientras corta rodajas de chorizo seco de jabalí con un cuchillo que es pura desmesura, que si estuviera en otra mano asustaría. En la parrilla se asan chorizos frescos de chancho salvaje,  otros que son de mezcla y también un par de costillas de cordero pampeano. Los siete perros dan vueltas, desde el más viejo al más chiquito, esperando lo que les toque.

El pueblo se llama Las Tahonas porque alguna vez tuvo molinos y es apenas un punto en el mapa del Partido de Punta Indio, en la Provincia de Buenos Aires, territorio de habitantes originarios que abrían senderos, cerca del más conocido pueblo de Verónica y también de una base aeronaval desde la que partieron aviones para bombardear la Plaza de Mayo un día de junio de 1955. Antes se podía llegar en tren, pero hoy es sólo un desvío con un precario camino de tierra desde la ruta provincial 36.

La fecha de fundación de Las Tahonas podría imponerse a fines de la década de los veinte del siglo pasado,  pero su historia viene desde antes. Y es rara: en la pampa bonaerense de los latifundios,  el pueblo  y sus campos se armaron con parcelas de apenas cinco hectáreas, vendidas a muy bajo precio a colonos alemanes por una familia de terratenientes: los Tornquist. El ferrocarril, que permitía trasladar lo que producían los colonos, hizo crecer el pueblo.

Durante décadas fue territorio de producción de manzanas, pero entre los vaivenes del precio de la fruta y el cierre del ramal del ferrocarril, los manzanos fueron dejando lugar a los pastos y la mayoría de los pobladores optó por migrar. Si se toman como ciertos los datos del Censo de 2001, ese año Las Tahonas era el pueblo con menor cantidad de habitantes de la provincia de Buenos Aires, apenas siete. “Eso es una macana. Ese día vino un tipo a la estación, allá enfrente, sacó una planilla y preguntó cuántos habitantes son, y no sé a quién se le dio por decir siete, pero el tipo ni fue a las casas. Somos pocos, no te voy a decir que no, pero tampoco para tanto”, dirá más tarde Miguel Díaz, conocido por todos como El Turco, que en sus 60 años de vida nunca se fue de Las Tahonas. Y  no queda otra que creerle, porque el tipo lleva desde hace décadas un diario personal que ya acumula varias decenas de cuadernos donde anota todo lo que pasa en el pueblo.

(Del diario del Turco: “El 30-9-2014 capamos el chancho de José y lo yevamos a Juancito a lo de Bruno junto con dos chanchitas cachorras, a la mañana. A la tarde se soltó el perro y mató a las dos chanchas. Juancito anda bien de la capadura. Una coneja de José tubo cría, cinco conejitos y los crío lo más bien. Cuando vinimos a comer ya nos abían robado dos ya grandecitos.”).

Bruno y las chanchos cimarrones

Bruno Carpinetti, el tipo que ahora saca las costillas de cordero pampeano de la parrilla, tiene 48 años. Es alto y fuerte. Podría ser un cazador furtivo pero tiene un doctorado en Antropología con trabajo de campo en la Guinea Ecuatorial, ha sido guardaparques y ahora, entre otras cosas, cruza cerdos salvajes con otros de razas industriales, una labor que, como se verá, tiene su utilidad. Tiene casa en La Plata, donde también viven sus seis hijos, da clases de la Universidad Arturo Jauretche de Florencio Varela, pero pasa cuatro de los siete días de la semana en Las Tahonas. Dice que es “un neo-rural” que encontró aquí su lugar en el mundo.

Bruno Carpinetti.

“Para estar más tiempo acá, laburo con chanchos silvestres. En distintos aspectos. Por un lado, hago vigilancia epidemiológica, en el marco de un programa de erradicación de enfermedades que impulsa el Senasa. Por el otro ahora estamos valorizando estos linajes de chanchos criollos para la cría familiar, porque tienen un montón de virtudes. Criamos estas chanchas salvajes, guachas, y les echamos padrillos de razas de cría industrial. Salen unos mestizos, unos híbridos, que tienen unas características bien singulares, bien interesantes desde el punto de vista de la producción”, dice.

Cuenta que su trabajo nació de un error gubernamental y de un descubrimiento. Para incentivar la producción y el consumo de carne de cerdo, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner compró núcleos genéticos – cada núcleo estaba compuesto por un padrillo y diez chanchas – de razas de alta calidad, que dan muy buenos resultados cuando se las cría de manera industrial, y los repartió a productores rurales para que se metieran en la producción. Lo que no se tuvo en cuenta es que las condiciones de cría, de alimentación y de higiene eran completamente diferentes. “El programa fracasó estrepitosamente – explica, mientras llena de nuevo los vasos con vino -. Los chanchos no duraron nada. Las chanchas parían muchos lechones, pero los aplastaban, porque en los galpones industriales los lechones maman con la chancha apretada por unos fierros que la mantienen parada. Acá las chanchas se echaban y los mataban aplastándolos. Además se enfermaban, porque tienen un sistema inmunológico muy deprimido, y no engordaban, porque darles alimento balanceado es carísimo y acá los chanchos comen lo que pueden: lombrices, caracoles, la basura orgánica, lo que te da el panadero”.

Ése fue el error. El descubrimiento fue que los chanchos cimarrones tienen fuertes defensas frente a los virus que a los de razas industriales los matan como a moscas. “Por ejemplo, nosotros, entre estos bichos silvestres, empezamos a encontrar que más del 60% de los animales de cazamos, adultos, tuvieron contacto con el virus de Aujeszky, que produce una especie de herpes que mata lechigadas enteras, y que tienen anticuerpos. No es que estén cursando la enfermedad sino que tienen anticuerpos contra el virus. Y tienen una altísima tasa de supervivencia. Los bichos están recontra adaptados, tienen un sistema inmunológico fuertísimo”, dice.

Patio de la casa que comparten el correntino José Fossati y el turco Miguel Díaz.

Como esta no es una crónica veterinaria, aquí se queda el tema. Quienes quieran profundizarlo pueden buscar en google el artículo “El cerdo criollo costero: valioso recurso zoogenético local de la provincia de Buenos Aires, Argentina”, donde Carpinetti y otros tres autores explican con pelos y señales el resultado de sus investigaciones. Allí se cuenta, entre otras cosas, que este bicho cimarrón, descendiente de los primeros cerdos domésticos que Juan Díaz de Solís y los suyos soltaron en estas pampas, llevan más de cinco siglos de adaptación al medio ambiente, lo que los hace casi indestructibles. Lo que hizo Carpinetti, con la colaboración de sus amigos de Las Tahonas, fue cruzarlos con sus parientes civilizados. “Empecé a agarrar chanchas y a criarlas, guachas, que se domestican sin ningún problema, y les puse padrillos de raza. Paren menos lechones, nueve o diez, pero te los crían a todos, y los lechones casi nunca se enferman”, dice Bruno y propone dormir la siesta antes de ir a visitar a sus vecinos. A nadie se le ocurriría interrumpirlos a las tres y media de la tarde.

El almuerzo y el vino también invitan a hacer la digestión en reposo mientras el sol sigue quemando la tierra en Las Tahonas. Quizás, en este mismo momento, antes de sacar su cama a la intemperie para siestear debajo de los árboles, el Turco Díaz esté escribiendo alguna nueva página de su diario.

(Del diario del Turco: “El 1-3-2013 sacamos la potranca lobuna (Dorita) para palanquearla con ayuda del vecino Cibi y la embosaló en su corral, quedó atada en su palenque. Todos los días la saca para que se soguee, salió bastante mansa por el momento (…) El 12-3-2013 la potranca Dorita ya para y cabestrea para todos lados, está suelta en el campo”).

El Turco, el almacén y los trenes

El Turco Miguel Díaz aprendió sus múltiples oficios en la escuela de la Base Aeronaval de Punta Indio – de donde lo echaron tres veces pero tres veces volvió – y más tarde trabajó durante 25 años con “los marinos”, siempre en el mismo lugar, y nunca se sintió a gusto. Lo de Turco le viene de la madre, una libanesa cuyo apellido nunca supo pronunciar, y el Díaz es lo único que le queda de un padre, paisano de la zona, a quien no conoció porque lo mataron en un duelo a cuchillo antes de que él naciera.

El Turco Miguel Díaz

En Las Tahonas, por lo menos los sábados, las siestas parece que son largas para todos, porque son más de las cinco de la tarde y el Turco acaba recién de levantarse de la cama que sacó a los fondos de su casa para dormir debajo de los árboles. Viste apenas una malla color rojo furioso sobre la cual cae una panza que le desborda el elástico. “El problema son los mosquitos, pero eso se combate con vino. Cuando me pican, se duermen”, dice con tono todavía somnoliento.

Lo dice en un fondo donde no crece una brizna de pasto, porque por ahí andan gallinas, pollitos y una multitud de lechones – algunos cimarrones, casi siempre oscuros; otros híbridos, manchados o blancos – que arrasan con lo que se atreva a asomar de la tierra. “Los estamos engordando para Navidad, ya los tenemos todos vendidos”, cuenta. Más allá, detrás de un alambrado, hay una chancha cimarrona y otra blanca; más lejos aún se ven varios corderos y una vaca. Dice también que de todo eso se ocupa con la ayuda de José, el correntino que un día llegó engañado al pueblo y cuya historia todavía no ha llegado el momento de contar.

La casa del Turco tiene alrededor de un siglo y se la puede dividir en dos partes. A la izquierda, si se viene de la calle, está la vivienda propiamente dicha, que Díaz cuida con amoroso ahínco pero sin traicionar su identidad. “Nunca le hice reformas modernas – dice -, sería como ponerle una minifalda a una vieja de cien años”. A la derecha, detrás de la continuidad del frente del edificio, están las ruinas de la vieja estafeta de correos y del almacén de ramos generales y boliche que atendía su abuelo materno, el libanés de apellido impronunciable. “Mi mamá me tuvo en La Plata y después yo viví acá prácticamente toda la vida. Mi abuelo ya tenía el negocio, acá, el almacén. Mi mamá era la encargada de darnos de comer. Una tía era la encargada de atender el negocio. Mi tío era de correos y telecomunicaciones, atendía la estafeta. Hasta yo llegué a ser el mensajero. Llevaba las cartas hasta la estación del tren y después repartía las que llegaban acá”, dice en un veloz repaso de su historia familiar mientras oficia de guía por una vieja cancha de bochas donde jugaban los parroquianos y lo que queda del almacén, que hoy utiliza para secar los chorizos y las otras facturas de campo que produce con la ayuda del correntino José para consumo propio y de sus amigos.

La casa y el fantasma del almacén están frente a la vieja estación de trenes, una gran construcción de chapas, con galpón incluido, cuyos colores originales fueron devorados por el óxido desde que cerró el ramal, en 1978. Casi cuarenta años después, el Turco puede recitar – sin repetir y sin necesidad de que le soplen -, todos los trenes que pasaban por Las Tahonas y sus frecuencias: el tren que llevaba y traía a los marinos de franco los viernes y los domingos; el tren de carga que llevaba la hacienda, los granos, las manzanas y el portland de la fábrica Corcemar, en Pipinas; los cuatro trenes de pasajeros que se detenían en la estación todos los días, a las 7, a las 11, a las 4 de la tarde y a las nueve de la noche; y los adicionales de los viernes y los domingos, que llevaban y traían a la gente que venía a pasar el fin de semana en las quintas.

“Para la época que cerró el tren ya había menos gente acá. Porque esto era una colonia alemana de productores de manzanas, pero habían empezado a pagar menos la fruta, y producirla costaba cada vez más caro. Entonces los jóvenes empezaron a irse a otros lugares, donde había fábricas, trabajo. Ganaban mejor y se trabajaba capaz que menos, tenían feriados. En el campo no hay domingos ni feriados, tenés que ordeñar; la fruta lo mismo, tenés que cuidarla. Y la gente se fue yendo y se fueron pudriendo las plantas. Tal es así que hoy no encontrás una ni en pedo”, dice. También cuenta que se producía miel, que había tambos, que se vendían aves y huevos, pero que de eso tampoco queda nada.

La estafeta se murió al mismo tiempo que el tren y poco después también cerraron el boliche y el almacén. Más por nostalgia que por necesidad, el Turco volvió a abrirlos cuando se jubiló. Fue apenas por un tiempo. “Lo tuve que cerrar porque era mucho trabajo para mí. Yo estaba solo. Abría a la mañana y era la madrugada y seguían jugando al truco y a las bochas, y al otro día tenía abrir. El bar era lo peor para mí. Me cansé. No era gran cantidad de gente, pero era el único punto de reunión que había por acá”, explica.

Dice también que lo cerró cuando José, el Correntino, todavía no había llegado al pueblo. Porque entre los dos podrían haberlo mantenido abierto, atendiendo uno a la mañana y otro a la tarde, pero que no pudo ser, porque el Correntino todavía no había llegado.

(Del diario del Turco: el 8-11-2013 compramos 10 pollitos bb y nos regalaron 2, uno rengo y otro ciego que se murió. José puso dos sacados por una gallina de él que se crían normalmente (…) El 14-11-2013 nos quisimos hacer los piolas con José y agarramos al patito salvaje que apareció en casa de noche para cortarle el ala y lo que ganamos es que se fue a la mierda. Nos pasó por boludos).

El correntino engañado

El Correntino se llama José Fossati y hasta ahí llega la cosa si de identificarse se trata. En el pueblo es sabido que no le gusta hablar de su pasado. Cuenta que nació en algún lugar de la provincia de Corrientes, aunque no hace falta que lo diga porque su tonada le canta la partida de nacimiento. Es un personaje enjuto, de cuerpo fibroso moldeado por los trabajos pesados del campo.

Las Tahonas; El Correntino José Fossati

Como único dato de su historia previa a Las Tahonas, aporta que antes de llegar trabajó muchos años en los invernaderos de flores de los japoneses, en General Urquiza, una localidad de los fondos de City Bell, a pocos kilómetros de La Plata. Y no dice más. O sí, porque también dice que a Las Tahonas llegó engañado. “Como sirvienta correntina”, lo interrumpe el Colorado y se ríe como un trueno, pero todavía no es momento de hablar del Colorado. El Correntino lo acompaña con una risa que denuncia la fuga de sus incisivos superiores. Se ríe, sí, pero no queda claro si le gusta el chiste.

En la puerta de la casa del Turco, el Correntino corta su propia risa de golpe para decir que llegó en 2001, con la promesa de un trabajo. “Vine engañado. Me trajeron engañado, una manga de sinvergüenzas. Me trajeron a trabajar a una quinta, con los tomates. Adela se llamaba la señora. Atendí 12.000 plantas de tomates y no me pagaron. También me hacían trabajar en una verdulería que era de ellos, en Verónica, como dos años. Como tres mil dólares me debían. Nada más me iban dando plata para que pudiera comer”, dice.

Un día, después de escuchar sus quejas, el Turco Díaz le dijo al Correntino que no se gastara con esa gente, que ya le habían hecho lo mismo a otros empleados. Le ofreció también que se quedara en su casa por unos días, a ver si podía cobrarles por lo menos algo. Los días fueron pasando y el Correntino ya no se fue. “Me fui consiguiendo trabajo con otros vecinos y… bueno, me quedé. Por suerte consigo trabajos, gracias a Dios. Corto el pasto, hacemos alambrados, cualquier trabajito, pozos ciegos. Trabajo de campo, todo. Lo único que no sé es albañil”, dice.

Con el correr del tiempo, el Turco y el Correntino terminaron consolidando una cooperativa de dos. Trabajan juntos en el campo y también se reparten los trabajos de la casa. El Correntino se ocupa más que nada de los animales, descubrió que le gustaban. Uno y otro dicen que esa sociedad los beneficia a los dos aunque a veces, como se puede leer en algunas páginas del diario del Turco, las cosas no salgan del todo bien.

(Del diario del Turco: “El 30-10-2016 Dios es un hijo de mil puta pero esta vez hay que felicitarlo porque se nos murieron 5 (cinco) pollitas ponedoras y 5 pollitos, dos regalados, doble pechuga, ya grandecitos, por pelotudos, porque teniendo todas las comodidades no los fuimos capás de poner en donde correspondía. Es falla humana por donde se mire, espero que en la próxima no seamos tan pelotudos y podamos criar todos como corresponde y no quejarnos al pedo. Eso se logra poniendo un poquito de atención y no ciendo tan pero tan pelotudos los dos”).

Los tres agujeros del Colorado

“¡Vení, vení Colorado, que acá hay unos periodistas que quieren hacerte una nota para una revista de Fisicoculturismo!”, le grita Bruno a un tipo grandote, de pelo color zanahoria, cuya silueta lejana denuncia una panza desarrollada hasta la desmesura.

Las Tahonas; el colorado Nicolás Holowka

El Colorado se llama Nicolás Holowka, es de origen ucraniano y vive en Verónica, un pueblo ubicado a pocos kilómetros de Las Tahonas, donde ahora está, como todos los fines de semana, visitando a sus amigos luego de establecer base en la casa del Turco. Si el Colorado habla alguna vez en serio es un dato que no se podrá incluir en esta crónica. Su juego es dejar que los otros hablen y, cuando se presenta la ocasión, interrumpirlos con un chiste o una historia que los ponga en ridículo. Se nota que no ofende, porque los demás se lo festejan, casi siempre.

Esperó a que el Turco y el Correntino contaran sus historias para tomarse revancha de Bruno por el gaste del fisicoculturismo.

“Contales, contales lo de la chancha de los tres agujeros. Contales del susto que te pegaste – empieza, señalándolo, y después mira a las visitas para continuar -. Porque el tipo es poronga, va a cazar. Se fue a Canal 15, un canal de por acá, porque le dijeron que los chanchos venían a comer la mora, ¿viste? El señor fue, francotirador, y qué hizo: se sentó debajo de la mora. El chancho no va a venir, tan pelotudo no es, así que se quedó dormido. Como a las tres menos cuarto de la mañana siente un chancho que hace puf y lo despertó. Cuando lo vio, se le escapó un tiro del susto, y le pegó entre el culo y el jamón y lo mató. Vino y dijo agarré uno, maté uno. Y yo digo, a ver dónde carajo le pegó el francotirador. Tenía el agujero del culo, el de la concha y en el medio el tiro que le pegó porque se le escapó del susto”, remata.

“¡Boludo, me había quedado dormido, que  querés! Con amigos así, para qué quiero enemigos”, dice Bruno un poco avergonzado por el relato y la risa de los otros. Y después retruca: “¿Y vos qué hablás? Si lo único que sabés del campo es lo que ves en el Canal Rural”.

El atardecer va cayendo sobre Las Tahonas. Sopla un poco de viento y el calor empieza a aflojar. “No pueden irse sin verlo a Machacho, ahí enfrente, pero después vuelvan que tomamos unos vinos y les muestro mi diario”, sugiere el Turco.

(Del diario del Turco: “El 8-3-2013 Bruno trajo dos conejas blancas de dos meses gigantes de Flandes y un conejo amarronado de la misma raza, yo tengo mis dudas, los noto truchos (…) El 3-12-2013 curamos de la sarna dos conejos, yeba 1 tratamiento de 3 semanas. Una vacuna por semana del remedio no me convence para nada pero no abía otro”).

Machacho, el dueño de la estación

A Troncoso todos lo conocen como Machacho. El suyo es uno de esos casos en que el apodo ha matado definitivamente al nombre. Para respetar el hecho, también así se lo llamará en esta crónica. Machacho tiene 67 años y nació en Las Tahonas pero a los 15 años, cuando estaba de estudiante en la escuela de la Base Aeronaval, se tomó un tren a Buenos Aires y allá se quedó. Corría 1964 y, con lo que había aprendido sobre electricidad del automóvil con los marinos, no se costó mucho conseguir un trabajo de aprendiz en un taller del rubro. Allá se casó y tuvo hijos y después enviudó. Sólo algunos fines de semana, muy de tanto en tanto, volvía al pueblo para visitar a la familia.

Vista del taller de Machacho Troncoso en la vieja estación de tren.

“Cuando yo era chico, antes de irme para Buenos Aires, en mi casa se hacían manzanas. Todos hacían manzanas acá, eran manzanas deliciosas. Pero pasó lo mismo que pasa ahora, la política que hay ahora, agarra toda la plata el intermediario y el del campo que se muera. Una vez, me acuerdo, tiraron todas las manzanas, de lo poco que ofrecían. Y así se fue muriendo la producción de manzana acá. Las tiramos con mi abuela, con mi vieja, con mi viejo, la tiramos toda. Agarrábamos los cajones y los tirábamos. Trajimos los caballos, las vacas, los chanchos, todo para acá, y les tiramos las manzanas para que se las comieran. Lo que pagaban por los cajones no alcanzaba para pagar el remedio que usábamos para curar las plantas. Así se empezó a morir la producción de manzanas acá”, cuenta con gestos en los que se mezclan la pena y el desprecio.

Es un tipo alto y flaco, de piel curtida, y la primera impresión que da está lejos de ser amable. Igual cuenta su historia. Dice que cuando enviudó ya no quiso seguir en Buenos aires, que le dejó el departamento a su hija y que se volvió para Las Tahonas. “Me dije, qué hago, Me voy para el campo, si me crie en el campo y puedo vivir del campo. Cuando llegué, el Turco Miguel me preguntó si me acordaba de ordeñar. Acordar, me acuerdo, hay que ver si me sale, le dije. Y me salió”, cuenta.

Por razones que no explica, no volvió a la casa donde nació sino que ocupó la estación de trenes abandonada y la transformó en su vivienda. Lo que hay adentro es un misterio sin revelar en esta crónica, porque no invita a pasar. Los que sí puede verse, diseminados alrededor de la construcción de chapas es una cantidad difícil de determinar de esqueletos de autos. Hay un Ford Falcon, un Fíat 600, una camioneta de marca indescifrable y muchos más. El único que funciona es un jeep que utiliza todos los días para ir hasta Verónica, donde trabaja en un taller de electricidad del automóvil que le cedió un amigo que no quiso trabajarlo más. Los restos de autos que acumula alrededor de la estación no tienen utilidad alguna, pero tampoco ve la necesidad de sacarlos.

Antes de la despedida, y casi a regañadientes, acepta que se viole la intimidad de “sus” terrenos para fotografiar de cerca el exterior de la vieja estación. También acepta posar junto al cartel que anuncia que se ha llegado a Las Tahonas. Pero ni siquiera en ese momento abandona la expresión adusta que le marca los rasgos de la cara. “Me volví de Buenos Aires porque no aguantaba la inseguridad y esto me pareció un paraíso. Ahora ya no, porque empezaron los robos. Acá también hay que andar a los tiros”, dice como si eso fuera una explicación.

El sol ya está muy bajo y la oscuridad empieza a caer como una bruma sobre Las Tahonas. Quizás sea hora de irse, pero todavía espera el Turco con un vaso de vino, dispuesto a mostrar uno de los incontables cuadernos que componen su diario.

(Del diario del Turco: “El 9-12-2012 retiré la planiya para la rebisación en la sala de primeros aucilios, luego entregué todo en la estación previo pago de 190$, a los 15 días me entregarán el carnet (…) El 17-12-2012 fuimos a Magdalena con el auto para realizar los trámites del traslado de los restos de Dorita del cementerio de Verónica al de Magdalena (…) El 20-12-2012 fueron trasladados los restos de Dorita al cementerio de Magdalena previa reducción de un tío de Dorita que estaba en el nicho desde 1930”).

Una hora más tarde, después del diario y los últimos vinos, el auto avanza casi a paso de hombre por el esquivo camino que lleva desde el pueblo hasta la ruta 36. La noche es estrellada y adentro del auto que se aleja de Las Tahonas se espesa un silencio en el que sigue flotando una frase que Bruno Carpinetti dijo a la mañana, casi a la pasada: “Este es el campo del que nadie habla, el de la gente que no se apropia de la tierra como medio de producción sino que la hace su forma de vida”.

Y ahí están, perdidos en Las Tahonas.