El relato en primera persona de un cronista metido a correr 27 kilómetros en Tandil. El paisaje, la voluntad, las lesiones, el viento, la subidas y el aire… o mejor dicho, la falta de aire.

Si me tenía que guiar por todos los incidentes previos, debía llegar a la conclusión de que esa carrera de aventura no era para mí. Había corrido postas en dos oportunidades: una vez hice la primera etapa, en lo que marcó mi debut en este tipo de competencias, hace cinco años, y la segunda fue en 2014, cuando también corrí la segunda etapa. O sea, hace cuatro años que no me le animaba. En el medio pasaron aventuras en trekking por otros lugares hermosos como Machu Picchu, en Perú, y Salta y Jujuy, en nuestro bello país.

Es que hace algunos meses me desayuné con que tenía un pinzamiento en la columna y algunas otras lesiones que complicaban correr. Consulté a dos médicos: uno me medicó y me dijo que corriera tranquilo, que era imposible lastimar más la columna, que no moverme iba a ser peor para mi cuerpo. Un traumatólogo especialista en columna me dio la indicación contraria: nada de correr, sólo pilates, yoga y natación.

¿Qué hacer? Pues bueno, los resultados de aquel médico los conocía, he conocido a sus pacientes y he visto sus progresos, uno de ellos mi propia madre.

Ah, mi vieja. Sí. Está internada desde el mes de febrero. Ella, por suerte, mejora; así que no abundaré en detalles para no invadir su anonimato ni su intimidad.

La cuestión es que mi cabeza se dividió en dos partes: por un lado el entrenamiento, por el otro las visitas al hospital a ayudar a mi vieja a hacer todo lo que antes hacía sola y ahora no podía.

Pero no todo puede planearse tanto. Desde hace ocho meses unos empresarios decidieron que lo mejor era dejarme sin empleo, así que a mis dos anteriores actividades tuve que agregarle el procurarme un sustento económico para este año. Buscar trabajo? Sí, claro. Pero parece que a los 57 años es más fácil correr los 27 kilómetros de Tandil que ser llamado por algún gerente para trabajar en su empresa.

Esto que parece lloroso no lo es. En un par de minutos puedo nombrar a 10 o 20 personas cercanas que al están pasando peor que yo. El asunto no es quejarse, sino mostrar (al menos eso intento con esta nota) de qué se trata “esto de correr”.

Bueno, se trata de lo que sigue:

Salimos con Florencia, mi mujer y compañera, a las 11.30 de Buenos Aires. Almorzamos en San Miguel del Monte y cuando encaramos la ruta hacia Las Flores nos sorprende una caravana que, después supimos, era de varios kilómetros. Como la fila a veces se movía, pensamos que lo que había era una sola vía para pasar y que alternaba con los vehículos de frente, que a veces veíamos pasar. Pues no: los que pasaban a nuestro lado en dirección contraria eran automovilistas que se volvían del frente, después de haber estado parados varias horas. Ese era el motivo por el cual cada tanto avanzábamos. Hubo un tremendo accidente que se puede leer en algunos diarios el domingo y el lunes.

Nos volvimos, para llegar vía Ayacucho. Ingresamos al hospedaje en Tandil a las 20.30. Si tenía que ir a retirar el kit de carrera ese día, no hubiese llegado. En eso fui previsor: lo retiré en Buenos Aires.

Cena y a la cama. Tras estar al frente del volante tantas horas, antes de las 12 de la noche yo estaba frito. A la mañana siguiente me enteré de la tormenta y la lluvia. Bueno, de hecho largamos a las 9, en el Parque Independencia, bajo una fuerte lluvia. Los organizadores pedían por los parlantes que tengamos cuidado con las piedras al bajar las cuestas. A tomar nota.

Los primeros 7 kilómetros fueron dominados por el barro, en lugares donde antes se podía trotar ahora sólo se podía caminar si uno poco canchero como yo no quería terminar con el culo en el piso. De eso hablo en el primer video.

En la segunda etapa se podía trotar algunos tramos, de hecho lo hicimos por una ruta pero la subida y el viento en contra hacían que el trote fuera poco efectivo y más bien lento para un amateur como el que firma estas líneas.

Aun así, los tiempos me alentaban a terminar la carrera en 4 horas y media como era el objetivo de máxima. Claro, no conocía las tercera y cuarta etapas.

Lo que antes habían sido cuestas, en las dos últimas etapas se transformaron en escalada. Caminando en fila india, los corredores del pelotón del medio hacia atrás manejábamos como podíamos la respiración para no ahogarnos. Fue ahí que noté que el entrenamiento es muy efectivo, sobre todo para no ahogarse en la escalada: las piernas sentían el cansancio pero el aire sobraba. Eso era bueno. Seguiría así hasta el final. Mucho aire, menos piernas.

Ya después de dos horas de carrera había salido el sol, las piedras se habían secado pero aún así la bajada es difícil. Hay quienes dicen que bajar es más difícil que subir en la sierra. No lo sé. Yo prefiero subir, por mi parte, me resulta más fácil.

El viento allá arriba era muy fuerte.

En la última etapa voy a andar sin eufemismos: la sufrí. Y mucho. Me prometía no volver nunca más, no volver a correr, hacerle caso al médico que me recomendó el yoga y muchas cosas más. Pero también soñaba despierto con ese momento hermoso de llegar a la meta. Ese sueño, que no era nuevo, sino que llevaba al menos cuatro años esperando, estaba a sólo cinco, cuatro, tres, dos, un kilómetro de distancia. Era posible. Mis piernas decían otra cosa.

Pero a esa altura ya no importa. No hay obstáculos en esa parte de la carrera. Todo se aplana y se alisa. Terminaba de bajar una sierra y cuando parecía que venía el hermoso valle que me llevaría a la meta, surgía metros más adelante otra sierra, otra sierrita, otra alturita que escalar y volver a bajar. Tan sólo después del kilómetro 25 uno empieza a creer que las alturas se terminaron y viene el verde que conduce al gomón de la llegada.

Pero no, antes un bosque, un puente y una escalera para, ahí sí, encarar los últimos 500 metros. Se empiezan a ver las caras a los costados, gente que ya terminó la carrera, acompañada de sus amigos y familiares, o compañeros de posta, que te miran como sin entender. ¿Tan tarde llegaste? A vos qué te importa. Por suerte, dos chicas, por allá por el kilómetro 17, que subían detrás de mí, me preguntaron:

–Señor, ¿usted cuántos años tiene?

–57…

–Qué bueno, lo felicito. Un ejemplo.

–Gracias, pero esto para mí es nuevo. Hace 7 u 8 años pesaba 140 kilos.

–Guau!, dijeron a coro.

Las encontré de nuevo en el kilómetro 24:

–Vamos amigo, fuerza, me dice la más rubia.

–No doy más, no quiero escalar una piedra más, dije casi suplicando.

–Vamos, vamos que ya la tenemos, me dijo.

Y tenía razón. No la vi después, como tampoco a esa flaquita de piernas lindas, toda acalambrada desde el kilómetro 18 pero que igual corría. O a ese señor de 72 años que empezó a correr después que se jubiló. O a ese otro señor, también mayor que yo, vestido todo de negro, pero con pelo y canas que mi pelada, por supuesto, envidiaba.

Y allí fuimos todos, llegando de a uno, a ese lugar tan soñado y tan impredecible. Había soñado con sacarme la remera y revolearla, había soñado también con filmar el video de la llegada y gritar “tomá Macri, gato, para vos, Tandil también es mío”. Pero no, nada de eso. Me esperaba Florencia con su cámara de fotos, me retrató feliz, me acompañó esos metros hasta la llegada. Nos besamos, nos abrazamos. Y yo lloré.