Un puente entre la debacle de 2001 y la crisis actual de la Argentina visto desde historias personales y un destino común, el exilio económico en España.
“Cuando toda la luz se ha consumido y no veo sino mis pensamientos,
una Eva me pone sobre los ojos la tela de los paraísos perdidos.”
Giusseppe Ungaretti
Por qué cada tanto, nos obligan a las despedidas? ¿Existirá un lugar en el mundo en el que solo se pueda permanecer? ¿Y cómo hacemos con tanta pérdida los que nos quedamos aquí? Los que decidimos quedarnos aquí, por la razón que sea. ¿Será posible vivir una vida sin abandonos?
En enero del 2002, mi amiga Cecilia me dijo que se iba a vivir a España y que si todo salía bien, se quedaría allí para siempre. Yo sospechaba que algo de eso podía llegar a suceder porque un par de meses atrás, había empezado a salir con un tipo que el mismo día que la besó por primera vez, le mostró los boletos de avión con los que él y su familia se “rajarían” a Madrid porque este país “no daba para más”.
Al poco tiempo de conocerlo, Cecilia comenzó a coquetear con la idea de acompañarlo pero me dosificaba el entusiasmo porque me quería y porque también, sabía que yo no iba a estar de acuerdo.
El pibe tenía razón: el país estaba podrido y España era para muchos argentinos de nuestra edad, la máscara de oxígeno que permitía sobrevivir. Entre el 2000 y el 2005, 250.000 argentinos se refugiaron en España para protegerse del corralito, los dirigentes desalmados, la barbarie orquestada.
Pero yo, que la conocía demasiado, sentía que su autoexilio poco tenía que ver con esa realidad del país. Yo creía – y sigo creyendo- que Cecilia se iba detrás de la maternidad. Pisábamos los 30 y teníamos mandatos que cumplir. El pibe y España cerraban por todos lados: eran la seguridad, la estabilidad, la vida sin sobresaltos. Gustavo -el pibe- le daría muchos hijos, la nueva familia la aceptaría a pesar de su origen judío y en España podría cumplir su sueño de ser actriz porque en Madrid “se respira arte” y “no triunfa el que no quiere”. El sentido se construye y funciona. Sobre todo si es importado de Europa.
Cecilia se casó con Gustavo el 22 de noviembre de 2002, ese día se puso un vestido blanco y una capelina con flores rosadas del lado derecho y recibió a su papá Ernesto-ya separado de su mamá- quien viajó para acompañarla. Atrás dejaba la barbarie argenta: el endeudamiento, la recesión, el corralito, los cacerolazos, la represión, el helicóptero, 37 muertos, cinco presidentes en doce días.
***
Marcela también se fue. Un año más tarde, en el 2003. A Walter, su novio de entonces, le había salido un trabajo de pintor de autos en Albacete, España, y era una oportunidad que no había que desperdiciar. Lo peor de la crisis había pasado pero el miedo estaba intacto, así que si salía una oferta de trabajo en el exterior más o menos interesante, no había mucho que pensar. Marcela no estaba tan convencida, nunca lo hablamos aunque creo que no me equivoco. Pero era protoperonista, sabía de lealtades, las ejercía. Iba a acompañar a su hombre, aunque el paquete viniera con hijos pre adolescentes, papeles que no estaban en regla y mucho frío por delante.
Si con la partida de Cecilia se habían ido mi niñez y mi adolescencia -con Cecilia nos conocíamos desde segundo grado- con la de Marcela se me iba todo: Marcela era -y es- la persona que más me ha mirado. Nos conocimos a los veinte, haciendo radio. Para mí, que había estudiado en colegio de curas y tenía padres conservadores, Marcela era un as en la manga para mi liberación: era mi amiga atea, fumadora, trashera.
Nuestra vida antes de España era un tesoro. Infinitas noches en Babilonia viendo teatro, nuestros dos o tres viajes fundacionales a La Habana, las seis horas de teléfono diarias – tan justo, tan honesto era nuestro vínculo que poníamos el reloj para que a la tercer hora, la que llamó primero cortara y la otra tomara el relevo porque el teléfono era caro y eso era lo correcto – la rabia de ver como entraban a la almacén de su viejo y lo mataban de un tiro en la cabeza, el fútbol, el aliento ante cada novio que me dejaba, las contratapas de Página. Nos pasábamos citando a Alejandra Pizarnik. Marcela decía simplemente Alejandra, sin el apellido, y yo sentía que era la única persona en el mundo a la que le podía tolerar semejante familiaridad. No era de canchera. Marcela era lo menos canchero del mundo.
Con ella tuve menos argumentos, hizo lo que se suponía que había que hacer: irse para acompañar y sostener al compañero que iba a crecer, a brillar. La que nunca creció ni brilló fue ella.
Una vez por semana me llamaba -con una tarjeta que te permitía hablar cuarenta minutos- y yo esperaba ese llamado como un niño espera los regalos en Navidad, con una ansiedad y una alegría difíciles de controlar. Me contaba que Albacete era árida y repetía muchas veces esa palabra: árida. Con los años llegué a pensar que en esa palabra había algo de presagio, de llamada de auxilio. En Albacete hacía mucho frío pero la nieve cayendo era hermosa, lo mismo que esos acentos y esos idiomas que se enredaban en los locutorios cuando llegaba la Nochebuena y todos se desesperaban por hablar con los suyos. Más de una vez, me contó con cuanta ternura y espanto solía contemplar esas escenas de las cuales ella también formaba parte. Como buena fotógrafa, no paraba de enviarme imágenes del desarraigo: su preferencia por los marroquíes y los rumanos porque sentía que eran los más vulnerables, sus tardes sola en la casa esperando que Walter llegase, su angustia cada vez más grande por no tener ni papeles ni trabajo.
Un día, en uno de los tantos llamados que me hacía, percibí que algo no anda bien. Ese día me dijo que estaba un poco triste y perdida, me contó que había estado tomando pastillas.
Yo la aturdía hablándole del nuevo presidente, le decía que nos estaba llenando de ilusión, que había pedido perdón en nombre del Estado a las víctimas del terrorismo, que yo nunca había visto nada así. Le contaba las películas que tenía que ver para la facultad. Quería distraerla porque se desmoronaba. Otro día me dijo que no podía más. Le dije que tranquila, que se sacara un pasaje y se volviera, que yo iba a buscarla a Ezeiza y que si quería podía venir a vivir conmigo. Que no sabía lo que pasaba pero que lo que fuera, iba a terminar. Que la vida era bella y en colores, como nos gustaba decir a las dos aunque no lo creyéramos del todo.
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Cuando Analía -la mamá de Lautaro- me dijo que se iban a vivir a España no supe cómo reaccionar. No quería desentonar con su entusiasmo pero no me salían las palabras. ¿Otra vez? Veníamos hablando de Macri y la crisis pero nunca imagine que venderían todo y se irían del país. Analía y Fernando trabajan en un banco, tienen buenos sueldos, auto cero kilómetro y quinta con salamandra. ¿Por qué tanta convicción en irse? ¿Qué fantasías tendrán en sus cabezas? ¿Qué querrán decir cuando dicen un futuro mejor para nuestros hijos? ¿Qué necesidad de lastimar tanto a Julián?
Julián es mi hijo, tiene cinco años y un mejor amigo: Lautaro. Van juntos al jardín desde sala de tres y desde entonces, son inseparables. Me costó mucho la maternidad en todo sentido, espiritual y físicamente. Julián y Manuel, mis hijos mellizos, nacieron a mis 41 años gracias a mi deseo irrefrenable, el amor de mi compañero Fabián y la generosidad de una mujer que donó sus óvulos.
Cuando me dijeron que los míos no servían para fecundar me quedé en blanco, no entendí por qué me había sucedido eso. Pero fue la primera vez en mi vida que no me paralicé. Julián y Manuel nacieron un 22 de diciembre, luego de varios intentos de fertilización fallidos, un embarazo perdido y seis meses sangrando en plena gestación de ellos. Pero llegaron Y yo prometí que nada feo les iba a pasar, que si había podido ser madre, podía ser todo.
Por eso, cuando Amalia me contó lo de España me puse en campaña para que el dolor de Julián -y el mío- se achicaran lo máximo posible. Al revés de lo que creí hasta entonces, dejé que Julián se pegara a Lautaro todo el tiempo que quisiera, que experimentara con él su primer pijamada, que le sacara el jugo a las horas a su lado, que acumulara abrazos y carreras.
Hace poco, acaso intuyéndolo, Julián me dijo que su lugar en el mundo era el lugar en el que estuviera Lautaro. Dijo así: lugar en el mundo, como digo yo cuando hablo de Uruguay o del comedor de casa. Y luego me dijo, una tarde, al regreso del jardín: Má, Lautaro se va a una cabaña en España, se va como un año. Dijo cabaña, como digo yo cuando me quiero escapar y propongo una cabañita por ahí. Y dijo un año, un tiempo acotado para mí, inmenso para él.
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Cecilia volvió al país en el 2009, el año en que murió mi viejo. Vino con hijos porque en definitiva, era lo que había ido a buscar. Los hijos los tuvo con un madrileño, no con Gustavo que ahora se llama Sabrina. El madrileño con el que vino, se cansó de criticar a la Argentina y se volvió a su país. Cecilia comenzó a dar clases de teatro en el 2010, sostiene toda la economía doméstica sola y parte de sus ingresos son para su abogada, quien le lleva adelante un juicio por alimentos. En diciembre, estrenará en Buenos Aires, su primera obra como actriz.
Marcela volvió en el 2006. En Albacete quedó la familia pero también, los días errantes, el desconcierto al mirarse al espejo. Al poco tiempo de llegar y viviendo en mi casa, conoció a Valeria y juntas tuvieron hace cinco años, a Fermín. Cada vez que su compañera le insinúa irse a vivir a Tilcara, Marcela me mira y me tranquiliza, me dice que no, que esta vez se queda.
El 1 de agosto, Amalia, Fernando, Pilar y Lautaro se tomarán el avión rumbo a Segovia, España. Aún sin trabajo pero con papeles. Con una fe tremenda. Ellos creen que no vuelven más. Julián dice que para agosto falta un montón y yo le digo que sí: 1440 horas, 86.400 minutos, 5.184.000 segundos. Como 120 helados de cucurucho, muchísimas carreras hasta el tacho de basura, 45 mañanas entrando de la mano en la escuela pública.
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