El autor es cronista de Telefé y cubrió todo lo que sucedió en Vicente López. Un relato de la brutalidad, el ensañamiento y una furia sin límites. Ya no se puede mirar para otro lado.

Como en Match Point, la película de Woody Allen, pero con una granada de gas lacrimógeno en vez de una pelotita de tenis. El proyectil, lanzado desde el lado de la infantería bonaerense, viajaba a la cancha del rival, la terraza donde estaban los trabajadores de PepsiCo. Pero tal como pasó en el film con el pequeño balón, la granada rebotó en la red de cemento en la que los despedidos apoyaban sus pies, se elevó, quedó suspendida unos segundos y cayó, pero al propio campo de los uniformados.

Y allí estábamos mi compañero camarógrafo, su asistente y yo, el equipo de Telefe Noticias. Los policías sacaron sus máscaras. Nosotros, como la mayoría de los que acompañaban la toma, no teníamos protección. Pero yo tenía a mi favor otras experiencias.  Viajo al 19 de diciembre de 2001, también estoy con un camarógrafo del noticiero, exhausto, buscando aire como quien busca justicia, y veo una bomba de gas que, tras  hacer sapito sobre el asfalto,  se detiene a un paso de distancia. Consejo: no respires hasta que te sientas morir, porque si te tragás ese veneno vas a sentir que los pulmones se te cierran y la policía se guarda la llave. Me fue mal aquella vez, me fue mejor en Vicente López.

Como un gurú del “si sucede, conviene”, respiro despacio, cierro los ojos y escucho una voz paternal que dice “No te refriegues”. Era el jefe del operativo. “Si quisieras cuidarme los ojos no me hubieras tirado gas”, le grité, cuando ya el caos lo alteraba todo. El desbande favoreció a los más poderosos. Avanzaron a bastonazos, empujones y luego vi y escuché disparos de escopeta. Todos corríamos: la delegada, la maestra con su guardapolvo, compañeros de otras fábricas, los periodistas. Caen pedazos de baldosas y hasta una escalera del techo de la fábrica. “Sonamos”, pienso. Y no me equivoco, como el diablo, más por viejo que por malo. Comienza la otra batalla, la de las palabras. Que “incidentes”, que “enfrentamientos”, que “usurpadores”, que “policías heridos”, que “choques”. Que “resistencia”, pero con tono delictivo, no heroico. No estamos ganando.

Me arde la boca, me queman los ojos, pero antes que nada estoy triste. Si la niñez es la patria de la felicidad, mejor no hubiera visto a los chicos del jardín de infantes Manuel Dorrego. Mientras los trabajadores recibían castigo, ellos escapaban de la salita azul con la mirada roja. En la puerta, las “seños” que salían atropellaban a los padres que entraban alertados por las noticias. A cien metros de la planta, los pibes tuvieron su bautismo del sistema. Arrastrando las mochilas como yo arrastraba hace cuatro décadas mi bolsita, los chicos tendrán algo para contarles a sus nietos. Afuera, la tertulia maternal jardinera tiene matices. “Ahí tienen, eso votaron”, dice una mujer, hablándole a nadie y a todos. “Cumplen la orden judicial”, responde otra, y uno puede apostar su mate, sus libros y su guitarra sobre quién de las dos vio más horas la tele.

Cuando llegué a PepsiCo, a las seis y media de la mañana,  creía que todo sucedería tal como finalmente ocurrió. Pablo, mi compañero, me había dicho que no, que estaban todos los canales, que se estaba haciendo de día, que se vienen las elecciones y que el gobierno no se prestaría a algo que lo terminaría perjudicando. “Es que no lo perjudica”, agregué, con miedo a equivocarme. A las siete, conté veintidós camiones que trasladaban a  personal de seguridad. A treinta por vehículo, la cifra estremece. Pero había más. Cerca de la avenida Constituyentes, una cantidad similar de móviles de gendarmería y de la policía bonaerense esperaban para, entrar a escena si eran convocados. A dos cuadras a la redonda de la planta, cada esquina tenía diez efectivos más con otro camión cortando la calle. A las 8.05, el mismo policía que luego se ocuparía de la salud de mi vista moduló por un handy que “chequeen todos y arrancamos”. 

Digo que jamás, en mis 23 años de periodista, vi tanta cantidad de uniformados juntos. Ni el 19 de diciembre de De la Rúa. Aquella vez, arrebatado por la furia del principiante, inutilicé gran parte del material que grabé para el noticiero por la cantidad de insultos que lancé al aire, sobre todo al asesino que le tiró el caballo encima a un grupo de madres con pañuelo que estaban sentadas frente a la Pirámide. No hablo de muertes, ni de la Historia ni de otros conceptos inabarcables y, sin duda, magnos. 

Hablo de otra cosa, hablo de lo que sentí cuando el sol, como en otra película, no se ponía sino que salía, a la hora señalada. Manchas celestes y grises de los uniformes de camuflaje, luces de sirena, ruido de botas y las canciones como plegarias alrededor del fogón de la barricada. Se acerca el fin del principio. Lo que viene sucederá inexorable, cruel y bestial.