Pequeña crónica sobre el desencuentro entre Osvaldo Lamborghini, autor del Fiord y el futuro editor de la revista Proa, Bernardino Rivadavia.

En esos tiempos, hablamos del invierno del año 80, Bernardino Rivadavia, vivía pobremente y prácticamente aislado en El Bulín, es decir en su casa del barrio Cafferata. La jubilación por invalidez, otorgada por el Banco de Londres, no le permitía muchos lujos y lejos estaba aún el momento en que sería secretario de redacción de la revista Proa, relanzada en los 90 por Alejandro Vaccaro y Roberto Alifano. Sin embargo, Bernardino o Dino, como todos lo llamaban, no se privaba de mantener una sociabilidad a cuentagotas, como todos en esos años de dictadura militar. Uno de aquellos amigos rivadavianos, era Sergio Rondán, quien había inaugurado la librería Finnegans en la avenida Santa Fe, en sociedad con José Luis Mangieri y Juana Bignozzi. Rivadavia, en un rapto de creatividad, diseñó el logo comercial y, además, obsequiado un retrato de Joyce, realizado por el mismo.

La librería pronto se tornó en un lugar de encuentro, Mangieri, editaba en Tierra Baldía, a Perlongher, Raschella y Fogwill, Finnegans, se transformó en una especie de centro de distribución no solo por esto, también Rondán, era el editor de la revista Innombrable, en cuyo único número se publicaron textos de Germán García, Hugo Sabino, los ya citados Raschella y Fogwill y el cuento La Causa Justa de Osvaldo Lamborghini. En una visita a El Bulín de Rivadavia, Rondán, le llevó un ejemplar de la edición, pero, atado a su conservadurismo literario, Rivadavia objetó el nombre de la revista, porque nada pertinente a la literatura podía ser innombrado, según criterio. Días después, en un llamado telefónico su opinión fue otra vez poco favorable, salvo Raschella y Sabino, el resto escribía muy mal, sin embargo, sintió curiosidad por La Causa Justa de Lamborghini y preguntó si éste, escribía borracho, a lo cual Rondán le respondió irónicamente, que la escritura no solo incluía alcohol, sino también algunas dosis de codeína.

Lamborghini, acuciado económicamente, había decidido abandonar Mar del Plata y venirse a Buenos Aires. Con Rondán nos turnábamos en hospedarlo un par de días cada uno. Las estadías de Osvaldo, se convertían en jornadas caóticas, donde las noches morían al amanecer, una vez terminado el vino y el whisky disponible. Ese caos no carecía de encanto, aunque solía tratarnos con cierto aire de superioridad y cuestionaba casi todo. A Rondán, por ser peronista y tener dos socios comunistas como José Luis Mangieri y Juana Bignozzi, a mí, por no tener un libro publicado, no me consideraba un escritor, solo un entusiasta al cual le habían editado unos poemas, en una revista de un grupo de estudiantes de Filosofía y Letras. Y además, por haber nacido en Uruguay, me ubicaba en el lugar del izquierdista gorila, imposibilitado de entender al peronismo. Sin embargo, sus críticas, no solo se circunscribían al círculo cercano, en esas volteadas monologadas, también caían Gelman y Rodolfo Walsh. Gelman seguía siendo un poeta estalinista, que había encontrado los juegos de palabras para crear una poesía vistosa y formaba parte del entrismo que el Partido Comunista había querido realizar en el peronismo, infiltrándolo en Montoneros. Con Walsh, era más benévolo, había muerto a los tiros, aunque discrepaba con su elección política, una cosa era apoyar a los cubanos adscriptos a Moscú y otra a los del Che.

Cierta tarde en la casa de Piri Lugones, ahí en Almagro, -según cuenta Germán García-apareció Rodolfo Walsh, Lamborghini que estaba presente en ese momento, aprovechó el encuentro para darle una fotocopia de El Niño Proletario, advirtiéndole, que el poema iba a quedar en la historia de la literatura argentina. Desconocemos la opinión del autor de Operación Masacre, pero si conocemos la de Bernardino Rivadavia, quien, una vez leída La Causa Justa, en Innombrable, continuó con El Niño Proletario y le dijo a Roldán: Este tipo escribe para la mierda, si le corrigieran lo que escribe, sería un Baudelaire argentino. ¡Lo quiero conocer! Ese comentario, sobre su obra en ese tiempo exigua, despertó cierta curiosidad por parte de Lamborghini, alimentada aún más, al saber que el Rivadavia progenitor, había integrado el directorio del IAPI, el organismo de promoción industrial creado durante el primer gobierno de Perón y encargado de financiar proyectos productivos, entre ellos, la fabricación de un tanque de guerra que nunca funcionó, ideado por el Lamborghini padre. Esto, no era una mala coincidencia.

A pesar de los días oscuros y brumosos de la dictadura, todo el mundo tenía una opinión y tomaba una posición política. Rivadavia, tal vez atemorizado porque una noche no muy lejana, una patota policial le había reventado El Bulín, sostenía que por más hija de puta que fuera la junta militar, gracias a ellos se vivía en orden y agregaba que el peronismo no era una ideología, tan solo una idea fetichista y se ofuscaba al ser contradicho por Rondán cuando en modo provocación, este le decía: La revolución está viva. Lamborghini, sostenía en sus monólogos alcohólicos, que la mentada revolución estaba dormida y solo podía despertar con el Almirante Massera, en el cual veía a un nuevo Perón. Alardeaba de ser bancado financieramente y de reunirse con él una vez al mes, para reportarle de cómo iba la cosa cultural. Vaya uno a saber, si tales encuentros eran reales o inventados, lo cierto es, que parte de su apoyo lo justificaba al decir: Igual que al Pocho, le gustan las vedetes como Evita.

Cierta noche invernal y escasos de recursos, partimos con Lamborghini hacía El Bulín de Rivadavia, compartir un plato de comida caliente y tomar unos vinos no era un mal programa en esos días. Pero, dada la pobreza en la cual vivía Bernardino, la cena se redujo a un tazón de caldo instantáneo con crotones y una botella de vino Toro, cuyo contenido fue bebido casi de inmediato por Lamborghini, quién al beber el último trago, preguntó si había más. Rivadavia respondió que no y Osvaldo volvió a repreguntar:

-¿Alcohol fino no tenés?

-Tampoco.

-En toda casa bien organizada, siempre hay una botella en el botiquín.

Después de ese diálogo, la situación se tensó y decidimos irnos. Una vez en la calle, Lamborghini descargó su rabia y dijo:

-Este tipo será un patricio, pero yo provengo de la nobleza italiana. Mucha biblioteca y solo una puta botella de vino. ¡Quién carajo se cree que soy!

La noche, hubiera terminado siendo una noche aún más fallida de lo que era, si Osvaldo no hubiera dicho: Voy a llamar a un amigo de verdad y solucionar este tema. Tuvo suerte de encontrar una cabina telefónica en una esquina y lo llamó a Dody Schroeder. La llamada fue escueta y sincera.

-Disculpá que te moleste a esta hora, pero necesito que me pagues un taxi hasta tu casa y me tires unos mangos para un par de botellas de whisky.

Schroeder, accedió al pedido y partimos hacía San Telmo. En cierto punto, más allá de las botellas de Criadores, me sentí un tanto apesadumbrado, porque había propiciado ese encuentro con otras expectativas, aunque era previsible que algo saliera mal, no resultaba fácil juntar a alguien atado a las convenciones de la literatura, como lo era Rivadavia, con otro dedicado al terrorismo literario, como lo fue Lamborghini. De todos modos, de alguna manera y gracias a la impronta de Osvaldo, no todo terminó tan mal. No mucho tiempo después y ya agotados los recursos porteños, el autor del Fiord, retornaría otra vez a Mar del Plata.

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