Las balas de goma no reconocen destinatarios. En la marcha del lunes, las recibieron manifestantes y también periodistas. Uno de ellos recibió cinco balazos y fue testigo de la saña de una policía que actuó por las suyas generando una violencia de la que el poder intenta sacar provecho.
Cuando pude levantar la cabeza ya había doblado en la esquina de Hipólito Yrigoyen y Lima. De fondo escuchaba los estruendos de las escopetas con las que acababa de disparar la Policía Federal en su megaoperativo conjunto con la Policía de la Ciudad. Transmitía en vivo y mi voz se había perdido. Sólo se escuchaba mi respiración agitada, el griterío de fondo y los balazos. Me vibraba un poco el cuerpo, pero el humo y el gas me impedían mirar, hasta que me di cuenta y sólo pude lanzar un grito. “Me dieron”, dije y mostré a la cámara el brazo y la mano que comenzaban a sangrar.
En total fueron cinco balas de goma que me pegaron en el cuerpo. Una de ellas me produjo un huevo repleto de sangre en la palma de la mano izquierda. La otra me impactó en el brazo derecho y una tercera en la panza. En la entrepierna derecha se ubicó la cuarta, y la quinta fue a la rodilla izquierda. Un par de horas antes, a doscientos metros del Congreso y también mientras trabajaba en vivo, me arrojaron gas pimienta en el rostro. Terminé ahogado y con lágrimas, mientras la Policía de la Ciudad avanzaba sobre la avenida, arrojando gases a un reducido grupo de manifestantes que lejos estaba de intentar dañar cualquier institución de la democracia, como esgrimieron desde el gobierno unas horas después.
Estaba previsto que participaran 1.200 efectivos de la Policía de la Ciudad, que a menos de un año de su fusión con la Federal ya pasó por varios episodios inquietantes, como su accionar en la protesta que exigía la aparición con vida de Santiago Maldonado el 1° de septiembre, con más de 20 detenidos que fueron liberados a los pocos días. El 6 de diciembre, la Justicia les dictó a todos la falta de mérito. Ese día, reprimieron y dirigentes opositores y de organismos de derechos humanos denunciaron que actuaron con infiltrados, pero además detuvieron a personas que nada tenían que ver con la protesta y a periodistas y fotógrafos.
Antes, en enero pasado, fue la responsable de los violentos operativos en la zona de Once, que buscaban desalojar a los manteros y reubicarlos en un predio ubicado a pocas cuadras, con el objetivo de avanzar en una obra de “peatonalización” de la zona. El 31 de diciembre de 2016, en una comisaría de Villa Luro, un grupo de efectivos, algo molesto con la fusión de las fuerzas, colocó un petardo sobre un retrato del ministro de Seguridad, Martín Ocampo, y lo hizo estallar. Lo filmaron, lo difundieron en grupos de WhatsApp entre efectivos hasta que alguno lo compartió. Hubo desafectados y sumarios internos.
Sin embargo, hay un dato más oscuro, peligroso y alarmante. Su primer jefe, José Pedro Potocar, fue detenido a fines de abril por orden del juez Ricardo Farías y a pedido del fiscal José María Campagnoli, en el marco de una causa en la que es investigado junto a otros jefes policiales por asociación ilícita. La Justicia quiere saber si lideraban una banda que extorsionaba a comerciantes y empresarios de Núñez y Saavedra a cambio de “seguridad privilegiada”.
Potocar presentó la renuncia el 13 de mayo, cuando ya llevaba dos semanas detenido en el edificio Centinela, de la Gendarmería Nacional, en el barrio de Retiro. Durante dos semanas, y por única vez en la historia, una fuerza policial tuvo un jefe preso por un delito de corrupción. Desde entonces, la Ciudad posterga la designación de un nuevo jefe y quien manda es Marcelo D’alessandro, el actual secretario de seguridad porteño. Fue él quien estuvo a cargo del operativo del lunes, luego de que la Ciudad se hiciera cargo del operativo, que unos días antes había sido comandado por la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, y que terminó con una represión brutal a manifestantes que reclamaban contra la reforma previsional.
Casualidades de la vida: Bullrich fue la misma ministra que en el 2000, cuando estaba al frente de la cartera de Trabajo, anunció el ajuste del 13 por ciento a los jubilados, durante el gobierno de Fernando De la Rúa
La jueza en lo Contencioso, Administrativo y Tributario de la Ciudad, Patricia López Vergara, ordenó al Gobierno porteño unas horas antes del operativo que no utilizara armas de fuego y que sólo podía apelar a las balas de goma ante una situación en la que corriera peligro la vida de los efectivos. También exigió un uso racional de los gases pimienta y lacrimógeno. Doce horas después de la represión, en la madrugada del martes, quienes recorrían la zona del Congreso y la Avenida de Mayo contaban que aún se sentía el ardor en los ojos y la molestia en la garganta.
Nada de eso ocurrió. La Policía de la Ciudad – y luego la Federal – actuó con groseros niveles de violencia. La enorme mayoría de los uniformados estaban sacados, desquiciados, desbordados. La movilización fue inmensa hasta que un grupo reducido de personas comenzó a tirar piedras al vallado. Apenas unos pocos protagonizaron hechos violentos, si se lo compara con el gran número de manifestantes que se acercaron a exigirle al Congreso que no votara el cambio de la fórmula en la que se calcula cómo se pagan las jubilaciones.
La lupa otra vez queda puesta en puntos oscuros para un país que ya tiene un extenso historial de mala experiencia con las fuerzas de seguridad en el pasado. La presencia de infiltrados, de agentes de inteligencia, son algunas de esas dudas que rara vez quedan esclarecidas y se disipan un poco más rápido que el gas pimienta. Será evidente para algunos e imposible de ver para otros que lo ocurrido el jueves y el lunes fue una más de las fuerzas de seguridad.
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El 20 de diciembre del 2001 mi hermana usaba un teléfono celular de los viejos y pesados que le sonaba varias veces por hora. Podía ser mi viejo, llamando desde la radio para advertirle dónde se concentraba la mayor represión; o podía ser mi vieja, alertada, queriendo saber dónde, con quién y cómo se encontraba. Ella fue a la Plaza de Mayo abrazada al “que se vayan todos” y vivió la represión en carne propia, mientras el helicóptero Sikorsky que alejó a De la Rúa del pueblo huía desde los techos de la Casa Rosada, con su renuncia firmada hacía unos pocos minutos.
Es evidente que la situación es completamente distinta que en aquel entonces: con más presión que consenso, el gobierno de Mauricio Macri obtiene el apoyo de diputados y gobernadores apretados por las cuentas; los índices de pobreza no son los mismos que en la década del ’90; y los escándalos de corrupción apenas si los rozan, a pesar de las denuncias presentadas de manera constante, a diferencia de la crisis que vivió la Alianza con el pago de coimas en el Senado para tratar – casualmente – una reforma laboral.
Mientras me alejaba del Congreso, vendado y con sangre en la remera, no pude dejar de pensar en aquellos días en que llamábamos a mi hermana para saber si estaba bien. En que ahora era yo el que llamaba para llevar calma y al que llamaban para saber cómo estaba y qué necesitaba. Por la noche, cuando volvía a mi casa en Boedo, pasé por varios cacerolazos, otra imagen que a uno lo obliga a trasladarse a ese fin de año de 2001.
Una pregunta me persiguió unas cuantas horas durante toda la madrugada:
¿Cuántas veces podemos tropezar con las mismas piedras?
Todavía no le encontré ninguna respuesta. La única certeza, como escribí muchas veces este año, es que jamás podré estar del lado del que reprime.