Mañana se cumplen cinco años de la tragedia –cóctel de tormenta y negligencia estatal- que dejó bajo el agua a la capital de la Provincia de Buenos Aires y causó un número nunca precisado de víctimas. Socompa recupera aquí una crónica escrita en caliente el día después.
How does it feel / To be on your own / With no direction home /
Like a complete unknown / Like a rolling stone
(Bob Dylan)
La primera imagen directa que el cronista tiene del desastre de La Plata es la del oportunismo político. A un lado de la autopista, en dirección sur, a la altura del kilómetro 36, dos muchachos pintan sobre la baranda de un puente. Uno de ellos acaba de escribir “Fuerza La Plata”; después, tras un espacio en blanco donde en minutos se escribirá el nombre de un dirigente político, el otro muchacho está pintando “Conducción”. Al volante del auto, a 130 y apurado, el cronista se pregunta cuántos militantes más habrá repitiendo la misma pintada en lugar de colaborar con las víctimas. Es jueves cerca del mediodía y hace unos minutos, por la radio, Daniel Scioli acaba de elevar a 49 el número de los muertos (luego serán 51 y después más, más y más).
Al bajar de la autopista, sobre la parte de diagonal 74 que une la ciudad con Punta Lara, no hay señales de catástrofe. El panorama cambia entrando a Tolosa por la avenida 120: casas con las puertas y las ventanas abiertas, gente que tira sobre la vereda todo tipo de muebles, montones de basura. Una escena que se repite una y otra vez, a mayor escala, a medida que se avanza hacia las zonas más afectadas.
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En 118 y 527, la casa de Raúl Viera, Chiqui, parece haber soportado bien la inundación. Ahí la cosa no se puso del todo fea, explica, aunque el martes el agua entró dos veces, primero a las cuatro de la tarde y después a las nueve de la noche. En el comedor, las sillas siguen sobre la mesa y hay que bajar dos para poder tomar unos mates, cebados con agua de bidón. El cronista conoce a Chiqui desde la infancia y sabe que es un tipo duro, curtido. Por eso le sorprende leerle cierto susto en la cara cuando cuenta: “Acá estuvimos bien, pero mi vieja se salvó de pedo. Decí que justo había pasado mi hermana por la casa y la sacó, sino hoy la estábamos velando”. La Vieja, como la llama Chiqui, se llama Irene, acaba de cumplir los 90 y, aunque está muy bien, tiene dificultades para caminar. El martes a la tarde estaba en su casa, en 4 bis entre 529 y 530 – una de las cuadras donde el agua llegó más alto –, cuando se vino la inundación. “Mi hermana había ido a la pedicura, que queda a la vuelta, y pasó a visitarla. En menos de diez minutos tenían más de medio metro de agua adentro. Pensaron que iba a bajar, pero no bajó sino todo lo contrario. A las 10 de la noche había un metro y medio de agua, no tenían luz ni teléfono y los celulares no andaban. Entonces mi hermana se decidió a sacarla, caminando por la vereda, la vieja con el agua hasta el pecho. Sola no hubiera podido salir, se ahogaba en la casa. Llegaron a 4 y 530, donde todavía podían andar los autos, y de ahí la trajo para acá. Enseguida la metimos en la bañera con agua caliente para que se recuperara”, cuenta.
La casa de Chiqui sigue sin luz ni teléfono. Los celulares están mudos desde hace rato, con las baterías muertas. Lo que pasa en el resto de la ciudad entra por una vieja radio a transistores que se escucha muy mal, con lluvia, como se decía. Así y todo, Chiqui sorbe la bombilla y desgrana algunos datos, por ejemplo el del color oscuro del agua, que mancha. “Es por la ceniza de coque que largó la explosión en la destilería de YPF”, dice con autoridad porque supo trabajar ahí. También cuenta que el zanjón que corre al lado de la vía lindera a su casa se desbordó dos veces y que la correntada tenía una violencia que nunca había visto antes.
Irene perdió todo lo que tenía, no hubo posibilidad de sacar nada. En la casa de Chiqui, en cambio, no hubo lo que se dice daños materiales y está contento de haber salvado los libros. “Eso sí me hubiera jodido”, dice.
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Más hacia el centro de Tolosa el olor se vuelve insoportable. Es olor a cosas mojadas, que empiezan a pudrirse. “Yo estuve en Santa Fe cuando fue la inundación, y es el mismo olor. Es un olor inconfundible, como a sábalo podrido”, le dirá más tarde al cronista el director de Diagonales, Luis Rivera, que debió pasar la noche en su auto, luego de llevarlo, en un reflejo salvador, a la parte más alta de una plaza.
Sobre las veredas abundan los colchones, algunos todavía chorreantes; cajones de placares, pilas de papeles pegoteados, televisores, equipos de sonido, dos o tres cpu y otras tantas pantallas de computadora, sillas de mimbre. Todas cosas irrecuperables. Todas.
Sobre la calle 6, a la altura de 524, una mujer gorda con calzas color rosa y zapatos de taco está apilando colchones sobre la vereda. El cronista cuenta seis – uno de dos plazas, los otros simples – y ocho almohadas. “Voy a tener que comprar todo de nuevo, porque aunque se sequen este olor no se los saca nadie”, dice la mujer, que prefiere no dar su nombre. El agua dentro de la casa llegó casi al metro ochenta. Para saberlo no hace falta que lo diga, el testimonio está impreso en la pared.
Casi todos los vecinos están en la calle, afanados en las mismas tareas. Empezaron a sacar cosas el miércoles a la tarde, esperando que se las llevaran. La mayoría sacó los muebles por un lado y cosas más chicas, papeles y ropa en bolsas. Casi todos se quejan porque nadie pasó a recoger la basura, que empieza a apestar. Y no falta quien putee a los cartoneros por haber abierto las bolsas. Cosa de negros, define como buscando pelea uno de los quejosos. Nadie le responde.
El paisaje de los vehículos arrastrados a la deriva y depositados en cualquier lugar y posición, que continúa, se combina ahora con otro: el de cientos, quizás miles de autos, estacionados sobre las veredas, con las puertas, el capot y el baúl abiertos para que se sequen. Al cronista se le ocurren insectos de una nueva especie, nacidos en el caldo de cultivo de la inundación. El parque frente a la avenida 532 está repleto de estos bichos, que apestan a quiénes se les acercan. El olor de los tapizados mojados se parece mucho al de los colchones, insoportables los dos. Algunos de estos bichos con aberturas son 0 kilómetro, sacados de las concesionarias que se inundaron. A estos no se los van a vender a nadie, arriesga el cronista encarando a un empleado que los cuida. El hombre responde que sí, que más baratos, que seguro va a haber clientes que quieran llevárselos para ahorrar unos pesos.
Más de la mitad de los semáforos no funciona. En el centro – increíble en un día hábil – sobra lugar para estacionar. Y los inspectores que imponen multas a quienes no pagan el estacionamiento han tenido la prudencia de ausentarse. Debe ser por lo único que, a esta altura, los vecinos de La Plata no insultan al intendente Pablo Bruera.
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Claudia y Sergio viven con sus dos hijos en una casa de una planta sobre la calle 8, a pocas cuadras de 532, en Tolosa. Una casa de una planta con un altillo. Ahí, arriba, apretados pero temblando de frío y miedo, pasaron la noche del martes. Y eso que alcanzaron a subir unas cobijas. No tuvieron tiempo para nada, dice Claudia. En realidad, como muchos, pensamos que el agua en algún momento iba a bajar, retruca Sergio. Cuando llegó al metro y medio pensaron en irse, pero la fuerza del agua que corría por la calle los hizo desistir, de sólo verla. Adentro siguió subiendo casi hasta el metro ochenta. No pudieron salvar nada; el auto, que estaba estacionado en la puerta, se fue flotando. Ahora revisan los muebles, los electrodomésticos, la ropa y evalúan – y a veces (casi siempre) discuten – si se pueden recuperar o no. Poco a poco, casi todo ha ido a parar a la vereda, para que se lo lleven. Los ayudan cuatro amigos que viven en otras zonas de la ciudad y que no sufrieron el desastre.
Sergio dice que el auto quedó a cuatro cuadras, pero que no consigue un auxilio para llevarlo al mecánico. Y vos pensando en el auto, recrimina Claudia, utilizando al cronista como testigo de su queja. En lo único que parecen ponerse de acuerdo Claudia y Sergio es en no tirar los libros sin hacer el intento de secarlos, por lo menos para salvar algunos.
La Plata es, indudablemente, una ciudad de libros, aunque en el terreno político, de sus entrañas de capital provincial se alimente todo tipo de bestias.
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Después del shock, los estudiantes universitarios y varias ONG reaccionaron con más rapidez que el Estado. En muchas facultades (en el glorioso Colegio Nacional también, para orgullo del cronista), el miércoles a la mañana ya estaban organizando la ayuda, recibiendo donaciones, clasificando lo recibido, averiguando dónde llevarlo. La Facultad de Periodismo, ubicada en una zona que no se inundó, fue habilitada como centro de refugiados. El mayor problema del jueves a la tarde, cuando el cronista recorre la ciudad, es la distribución de las donaciones. A los centros mejor organizados, como el que la Cruz Roja montó en un club de 7 y 523, siguen llegando camiones con alimentos, colchones y agua embotellada. Los estudiantes de las facultades y de algunos colegios arriman ropa y enlatados, igual que muchos vecinos que se suman individualmente a la movida solidaria. La gente que se acerca a buscar lo que necesita – agua, yerba, fideos, colchones, cobijas son los elementos más solicitados – forma una cola cada vez más larga. Pero la dificultad radica en llegar a quiénes no pueden acercarse a los centros de distribución.
Los estudiantes se identifican por facultad, ninguna organización política de las que actúan en la Universidad se adjudica acción solidaria alguna. No hay banderas, sólo carteles anunciando que se reciben donaciones.
Para el cronista es un contraste notable con el efecto que le produjeron las más de cincuenta gacetillas de organizaciones políticas que recibió en las últimas horas y que consulta a cada rato en el teléfono. Todas anuncian su trabajo solidario. Sin embargo, al leerlas con cierta atención, lo que más parece preocupar a los autores de por lo menos veinte de ellas era que figuren en un lugar destacado los nombres de los dirigentes o de sus secuaces operativos (en algunos casos, incluso, resaltados con negrita, para que se noten más que la información realmente útil para lo que hay que hacer, en el caso de que realmente, improbablemente, lo vayan a hacer). Se trata de figurar y, tal vez, de algo más (y peor).
Negocitos políticos – y quizás, en algunos casos, de los otros – de mierditas enquistadas en la política; en cierta manera propiciada de hacer la política que da cabida a todo tipo de lúmpenes. De la misma calaña (o peor) que ese dirigente que manda a pintar su nombre en la autopista en lugar de organizar a sus militantes para ayudar a los damnificados, piensa el cronista. Y, claro, lo escribe.
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Las veredas – donde la basura sigue intacta y el mal olor aumenta con el correr de las horas – son también ámbitos propicios para que corran rumores y se desaten discusiones. Uno de ellos, de los rumores, dice que los muertos son más de noventa, pero que no llevan los cadáveres a la morgue del cementerio para tratar de achicar la suma. Otro asegura que la inundación no se produjo por el caudal de agua caída sino porque alguien se olvidó – o nadie ordenó – abrir las compuertas del arroyo El Gato para que desagotara hacia el Río de la Plata. Pero el papel protagónico lo tienen las versiones sobre saqueos, aquí y allá, en casas y supermercados y guarda que se vienen los vándalos. El cronista no pudo confirmar ninguno de los dos primeros; en cuanto a los saqueos, durante el jueves hubo apenas dos o tres casos aislados, controlados por la policía.
Las discusiones se dividen en dos categorías: las técnicas y las políticas. En cuanto a las primeras, al cronista desistió de registrarlas después de escuchar que en los próximos cincuenta años la provincia de Buenos Aires se transformaría en Bangla Desh. Entre las otras hay de todo.
La visita de Cristina Fernández de Kirchner a Tolosa, el miércoles, divide las aguas. Los argumentos de uno y otro lado se parecen a – e incluso replican – las tapas de los diarios y los zócalos de los canales de noticias, opositores y oficialistas. Su profundidad es mucho menor que la de la inundación. En muchos casos no pasan de si Cristina recibió más aplausos que silbidos, o viceversa.
En cambio, el intendente Pablo Bruera protagoniza a estas horas un milagro de la política. Cuando se trata de él, todo el mundo – desde el oficialista más entusiasta hasta el opositor más recalcitrante – está de acuerdo: se tiene que ir. El tuit donde anunció que estaba trabajando en la zona de desastre desde el martes a la noche, cuando en realidad en ese momento estaba en un avión que lo traía de sus vacaciones en Brasil, se ganó un repudio imposible de empardar. Y que después le echara la culpa a un error de su equipo de comunicación terminó embarrándolo todavía más. “No sólo es un mentiroso sino que no tiene lo que hay que tener para afrontar las consecuencias”, resume Ricardo, con malla y en ojotas, apoyado sobre el mango de un secador, en la puerta de su casa devastada. Andá a decirle que no. Los demás dicen cosas parecidas. En las calles de La Plata, Bruera no tiene a nadie que lo defienda. Es la encarnación de lo antipopular. Y para colmo el tipo es hincha de Gimnasia, piensa el cronista, pero eso no tiene nada que ver.
Quizás el debate más interesante sea el que gira alrededor de la capacidad y velocidad de respuesta del Estado. En eso las posiciones están, de nuevo, divididas. Aunque son más los que piensan que se demoró mucho, que faltó capacidad de reacción, sobre todo en las primeras horas. En la tarde soleada del jueves, la policía, el ejército y la gendarmería son visibles, pero tampoco es que haya mucho para ver. Scioli hace anuncios, por supuesto, pero a estas horas nadie cree en anunciaciones. En Francisco (habemus papam criollo), en cambio, parece que sí, porque en dos balcones hay banderas vaticanas, de blanco puro y amarillo peste. Todavía hay quienes suponen que dios es argentino, o platense (después de todo, La Plata es también, en su imaginario, una ciudad elitista de mediocre medio pelo). Aún en el desastre, porquenó.
Y Lennon sigue cantado: “God is a concept by which we mensure our pain”.
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Puede ser que quien esté leyendo, a esta altura, crea que el cronista abusa de la ironía de manera gratuita, quizás ofensiva, en medio de una realidad capturada por el dolor. La resignificación de un texto no es sólo un (precario) derecho de lectura del otro sino que forma parte de lo inevitable del Otro. A las cuatro de la tarde del jueves, después de dar muchas vueltas, el cronista se detuvo en 532 entre 7 y 8, frente a una casa. Podía entrar, pero no entró. Lo único (casi lo único, en realidad; después se verá) que le importaba era que el Viejo (su padre) estuviera a salvo. Y ya estaba. El martes a la noche y el miércoles a la mañana gastó el teléfono tratando de comunicarse y no pudo. Sabía que si intentaba ir no iba a llegar, que no servía para nada. Y el cronista aprendió, hace muchos años y de mala manera, la estúpida fatalidad de las acciones inútiles.
Parado frente a la casa, sin siquiera bajar del auto, anota el relato del Viejo. “Estaba en el living y empezó a gotear. Estaba buscando la gotera, preocupado porque me podía mojar un cuadro, cuando el agua empezó a entrar por las puertas. Por la del living y por la de la cocina. En menos de cinco minutos teníamos un metro de agua”. La mujer del Viejo – Silvia es persona de reacciones rápidas – empezó a subir muebles y electrodomésticos de manera frenética, automática, sin pensar. Porque al principio fueron las cosas (que mucho no les importan), pero después se trató de las vidas. El Viejo tiene 85 años y – el cronista pudo comprobarlo una vez más – sigue funcionando en lo que importa, como siempre, aunque el físico a veces no le dé.
A eso de las diez de la noche del martes, cuenta el Viejo, se les planteó un dilema. La casa (sólo de planta baja) ya tenía un metro y medio de agua; habían subido todo lo podían subir y estaban cagados de agua y de frío. A cincuenta metros, apenas, por 532 hacia 7, está el consultorio, que en realidad es otra casa (una de las viejas casas donde vivió el cronista y que todavía le es útil para dormir o para lo que venga), en la que hay una habitación en el primer piso. El Viejo, con sus 85, dijo que había que ir allá. Silvia miró por la ventana, apreció la violencia de la correntada y le dijo que ni en pedo, que nos morimos los dos. Se quedaron la noche del martes durmiendo sobre el agua. El Viejo en un catre montado sobre una cama, despertándose a cada rato para bajar la mano y ver si el agua subía. Silvia en la cocina, sentada sobre la mesada. El perro, Stephen (por Dedalus, el alter ego de Joyce), ovejero alemán malo, nadando dentro de la casa, agotado.
El jueves, a mediodía, el cronista y el Viejo pudieron finalmente hablar por teléfono. “De la casa salvamos algunas cosas, al consultorio no pudimos llegar”, contó el Viejo. “Pero todo lo que se perdió es reemplazable”, dijo. Y agregó: “Yo también”. El cronista, con menos dureza que en otros tiempos, le contestó: “Por supuesto, Viejo, vos también”. Un minuto después de cortar, a quien escribe le entró una duda cruel (porque hay cosas que no se pueden reemplazar, como los más de tres mil libros leídos que se guardan en las dos casas) y volvió a llamar.
Increíblemente, el Viejo atendió.
-Viejo, ¿Y los libros?
-No te preocupes, Daniel, los que importan siempre estuvieron en los estantes de arriba. – contestó.
– Qué bien… – empezó el cronista, pero el Viejo lo interrumpió.
– Los que escribiste vos se mojaron todos. Estaban en los estantes de abajo.
– Papá, qué suerte que estás vivo.
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De regreso, a la noche, tarde y después de todo, la autopista subiendo por Villa Elisa está casi vacía, limpia.
Y Dylan aúlla como sólo él puede cantar.
(Esta crónica fue publicada originalmente en Miradas al Sur el domingo posterior a la inundación. Hoy no se puede acceder a ella, ni a ninguna nota del archivo de ese semanario por decisión de sus últimos dueños, el Movimiento Evita).