Estuvieron directamente involucrados en la red de trata sexual en la que quedó atrapada Marita Verón. Pero no fue su única relación con el delito: la historia de la Chancha y el Mono Ale incluye extorsiones, estafas, administración fraudulenta, tenencia de armas de guerra y asesinatos. Sin embargo, la justicia tucumana les impuso condenas menores a sus tropelías y  hoy gozan de prisión domiciliaria, donde seguramente seguirán alcanzados por la protección política que conocieron desde los años 80.

A La Chancha y al Mono Ale les pasó casi lo mismo que a otro mafioso, Al Capone: no fueron condenados por los asesinatos que cometieron, ni por los que encargaron, ni por las tentativas de homicidio, ni por las palizas, ni por las jóvenes que prostituyeron y esclavizaron, ni por la venta de droga, sino por lavado de dinero. Pero la justicia de Tucumán los amparó una vez más y les impuso penas moderadas, aunque menos livianas que a once de sus cómplices en la asociación ilícita. De todos modos,  hace nueve meses que gozan de  prisión domiciliaria, y con ese beneficio seguirán por un buen tiempo.

Tucumán tiene desde hace casi un siglo una matriz de miedo. Una policía brava al servicio de los capataces y de los dueños de los ingenios. Incursiones del Ejército para neutralizar dos pequeños focos guerrilleros, en 1959 y  en  1967. Su instalación permanente desde el Operativo Independencia (1975), junto con otras fuerzas de seguridad, causó alrededor de 1.500 desaparecidos, de los que apenas un centenar militaba en organizaciones armadas. Secuestros a la luz del día y torturas en 33 centros clandestinos en centros urbanos explican que aun hoy haya dos generaciones que no se animan a hablar y otras dos que en gran medida ignoran los estragos del terrorismo de Estado.

Cuando se retiraron los militares, los hermanos Ale se adueñaron del miedo. El clan que comandan Rubén Eduardo (a) La Chancha y Adolfo Ángel Ale (a) El Mono creció hombreando cajones en el Mercado de Abasto, donde el padre, Said Ale, tenía un puesto de verduras; pronto aprovecharon y comenzaron a cobrar por protección para sus “operaciones” a personajes oscuros de la zona. En forma paralela, se hicieron fuertes en La Banda del Camión, la barra brava de San Martín de Tucumán; allí se agenciaron de los cómplices necesarios para cometer los primeros delitos. Favorecidos por su inmenso físico, fueron tanto guardaespaldas de un intendente radical, como rompehuelgas. Sólo durante los ’80 fueron denunciados por portación de armas en banda, grescas en bailes, atentado y resistencia a la autoridad, lesiones, tentativa de asalto, robo agravado, abuso de armas –varias veces–, homicidios y tentativas de homicidios.

Sin embargo estuvieron muy pocas veces en la cárcel y por poco tiempo, ya que los jueces casi siempre terminaban sobreseyéndolos. Ni siquiera los confinaron tras la matanza de los Gardelitos, que los hizo famosos a nivel nacional, a partir del 31 de diciembre de 1986: si bien El Mono no pudo zafar, consiguió que la justicia operara finas microcirugías para ir rebajándole los cargos, y lo condenaran por doble homicidio y por tentativa de homicidio, en ambos casos simples, pero sólo con exceso en la legítima defensa. Pasó apenas un año y medio preso.

Para entonces, ambos hermanos ya estaban afianzados en la usura y en el proxenetismo. Luego incorporaron el rubro comercialización de cocaína, y a fines de los ’80 incursionaron en el juego, cuando El Mono comenzó a abrir locales de máquinas tragamonedas; allí administraba las de la firma española Codere, que a menudo le pagaba con aparatos, los que no eran declarados y se manejaban dentro del circuito clandestino, gracias a permanentes coimas a la Policía. Con los años, El Mono pasó en limpio parte de la actividad y constituyó Point Limits SRL, dedicada al videopóker.

María Jesús Rivero, ex pareja de “La Chancha”, increpa a periodistas durante el juicio. Atrás, de camisa a cuadros, su hermano Víctor, sindicado como el secuestrador de Marita Verón.

La Chancha, por su parte, se afianzó en la explotación de la prostitución y conformó una red de trata sexual, que fue interconectándose y vendiendo o alquilando mujeres –a menudo, menores de edad– en prostíbulos de varias ciudades de La Rioja, Catamarca y Río Gallegos, entre otros lugares. Si bien traficaba víctimas desde Foz do Iguaçú, la mayoría procedía de Tucumán. Muchas de ellas fueron captadas en los locales de juego del Mono y en bailantas del Gran Tucumán que eran propiedad de la banda, por parte de la entonces pareja de La Chancha, María Jesús Rivero, y por otra de sus víctimas, devenida en reclutadora, Daniela Milhein. Ámbitos ideales, además, para la venta de droga.

En paralelo continuaron recaudando préstamos con el 30% al 40% de interés, con frecuencia a los mismos clientes de los videojuegos. Con los años fueron cambiando sus lugartenientes y sus operadores, pero no el modus operandi para cobrar: amenazas, aprietes, extorsiones, palizas y hasta algún asesinato. Para eso dispusieron del arsenal que El Mono siempre tuvo en su casa, y que le encontraron cada vez que se la allanaron: armas de fuego registradas legalmente –a pesar de sus antecedentes homicidas–, armas no registradas, armas con numeración limada, armas cortas y largas, armas cuya tenencia sólo se autoriza para fuerzas de seguridad, armas de guerra. Varias veces, ante la insolvencia de sus víctimas, se quedaron con una vivienda o, sobre todo, con vehículos –siempre por un valor superior a la suma adeudada–, que vendían en la concesionaria San Martín o que transferían a sus testaferros.

Delitos sobre ruedas

Quizás hayan sido esos autos los que en 1994 dieron a María Jesús Rivero la idea de armar una agencia de remises y radiotaxis para blanquear el dinero de su sociedad con La Chancha. No les fue fácil conseguir el reconocimiento e inscripción de Cinco Estrellas, debido a los antecedentes de Ale. Uno de los medios de presión fue la conformación de la Asociación de Remiseros Unidos de Tucumán (ARUT), conducida por Rivero; nucleaba entre 18 y 23 agencias –de las 33 que había en la capital–, que para fines de los ’90 ya agrupaban a unos 5.000 vehículos, casi el doble de los taxis con licencia.

En paralelo, Rivero organizó bochincheras y violentas manifestaciones de la flota trucha, que motivaron el calificativo de “mafia” y “engendro de mafiosos” por parte del entonces gobernador, el genocida Antonio Domingo Bussi. Amagó con mandar a los Ale a la cárcel, pero no pasó nada; pocos años después, el abogado histórico de los Ale, Cergio Morfil, terminó defendiendo al represor en una causa por corrupción. Cuando lo sucedió el sindicalista Julio Miranda –gremialista petrolero en una provincia sin petróleo–, los contactos de los líderes de la banda fueron tan eficaces, que ARUT –vg. Cinco Estrellas– terminó firmando un convenio con el gobierno provincial, por el que cada móvil fue provisto de un número de radiofrecuencia conectado con el Comando Radioeléctrico. La fuerza tenía entonces menos patrulleros que las agencias y remiserías, por lo que los conductores de radiotaxis se convirtieron en informantes de la Policía. También les ahorraron trabajo a los efectivos: cuando un chofer sufre un asalto, de inmediato da las señas al resto, y decenas de compañeros salen a cazar al delincuente para darle una golpiza; esto continúa ocurriendo en la actualidad.

La estructura de Cinco Estrellas fue clave en la ingeniería delictiva de los Ale. Sumaron eficacia al sistema de cobros extorsivos. Mejoraron la distribución de droga. Hicieron más privados los traslados de las víctimas de trata y de explotación sexual, incluida la cuñada de Rivero por parte de su hermano Víctor. Afinaron y extendieron sus lazos con la Gendarmería y, sobre todo, con la Policía (los mantuvieron con responsables de la Brigada de Investigaciones y de la División Trata, con comisarios y con agentes en forma individual, con jefes y dotaciones de las comisarías 3ª y 7ª). Y afianzaron sus amistades con funcionarios judiciales, incluidos dos fiscales del fuero penal.

Uno de esos vínculos –la relación de compadrazgo entre el abogado Morfil y el entonces secretario de la Fiscalía VIII, Ernesto Baaclini– salvó a buena parte del clan en 2002, cuando desapareció Marita Verón y después de dos meses, todos los indicios apuntaron contra esa red de trata sexual. Los primeros tiempos fueron las conexiones policiales las que entorpecieron la búsqueda. Luego intervinieron el entonces subsecretario de Seguridad, comisario (R) Julio Díaz, en complicidad con la pareja Rubén Ale-María Jesús Rivero y el staff de Cinco Estrellas, para inventar una pista falsa justo cuando se había descubierto que la joven había sido vendida a otra red de trata en La Rioja; también en esa provincia la banda tenía aliados entre los jueces. Y si Marita no fue encontrada, se debió a que Baaclini daba aviso de los allanamientos. A partir de junio de 2003, cuando murió la fiscal Joaquina Vermal, el secretario pasó a administrar la causa y, sobre todo, a frenarla, ya que consiguió que ninguno de los fiscales subrogantes investigara e indagara a La Chancha.

La causa avanzó –a los tumbos y con fallas ya irreversibles– en 2004, cuando el matrimonio Verón logró su pase a otra fiscalía. De todos modos, el corporativismo judicial y las argucias del defensor Morfil permitieron que llegara a juicio recién en febrero de 2012, poco antes de que se cumpliera una década del secuestro de Marita. En todos esos años aparecieron o se supo de algunos testigos directos; pero al saber que estaba implicado parte del clan Ale, ninguno se atrevió a declarar.

Daniela Milhein fue víctima de “La Chancha” y luego secuestradora, junto con su ex pareja Alejandro González. Cumplen prisión por el secuestro y desaparición de Marita Verón, y por raptar y prostituir a otra joven.

La exposición mediática por el caso Verón, gracias a la tenacidad de Susana Trimarco, llevó a los hermanos a apurar el lavado, tanto de dinero como de imagen. Pusieron vehículos y propiedades a nombre de testaferros, escogidos principalmente entre sus mujeres, sus laderos y las parejas de estos. Crearon la Transportadora Leonel SRL, con camiones de carga. Comenzaron a incursionar en la producción agrícola –sobre todo El Mono–, incluyendo usurpaciones de campos y el robo de una cosecha de soja por parte de La Chancha. Todos y todas fueron inscriptos como monotributistas.

Ya separados, Rubén Ale y María Jesús Rivero continuaron con nuevos emprendimientos. Su desembarco en el club San Martín de Tucumán –uno de los dos más grandes de la provincia– fue una jugada maestra. En 2002, la entidad centenaria estaba al borde de la quiebra y hasta le habían cortado el agua por falta de pago. La salvación vino de la mano de La Chancha, quien creó la Gerenciadora del NOA –con un capital de sólo 15.000 pesos– y puso al frente a quien era en ese momento la nueva pareja de Rivero, el ex futbolista Roberto Dilascio.

La Gerenciadora comenzó financiando solamente el fútbol. En las sombras, Ale manejó todo, incluida la barra brava y el reparto de droga en las tribunas; los días de partido, la banda sabía que alguno tenía que llevar un bolso con armas a la remisería, por si era preciso usarlas. Los buenos resultados en la cancha, gracias a la inyección de dinero, otorgaron poder a Ale, quien en 2006 se postuló a la presidencia del club. Intentaron impugnarlo por no cumplir con la antigüedad suficiente como socio –un líder barrabrava no necesita estar afiliado para entrar al estadio–, pero se salió con la suya. Fue la única lista, ya que la banda empleó sus métodos habituales para hacer saber que no era conveniente presentar oposición.

El club y la Gerenciadora del NOA funcionaron como “una unidad de negocios”, con una dirección única: la de Rubén Ale; así lo determinó la Unidad de Información Financiera (UIF), organismo del Estado nacional que llevó adelante gran parte de la investigación que terminó en las recientes condenas. La Chancha ubicó a Rivero en la vicepresidencia y a su mano derecha, Fabián González, como tesorero; y mantuvo a Dilascio como testaferro de la Gerenciadora. En nombre de la sociedad fantasma puso en la boutique a su propia mujer, Valeria Bestán, y a uno de sus lugartenientes, Víctor Alberto Suárez, (a) Pelao, en la administración de la cantina y como vocal de la comisión directiva. En ambos casos, sin ninguna contraprestación a favor del club: todas fueron ganancias netas para la banda.

La pelota se mancha

El contrato entre el club y la Gerenciadora, renovado en 2008, se mantuvo en secreto durante muchos años. Transcribo de mi libro La red. La trama oculta del caso Marita Verón (Planeta, 2013): “Las condiciones rozaron la ilegalidad: la empresa pagaba los gastos generados por el equipo, asumía ciertos costos de organización de los partidos, y se hacía cargo de la mitad del pago del operativo de seguridad. A cambio, se llevaba la recaudación completa de las entradas generales; el 90 por ciento de los derechos de televisación; ‘una cantidad a determinar’ (sic) de los ingresos en concepto de cuotas societarias; todas las ganancias producidas por el esponsoreo y la publicidad; hasta el 70% del dinero generado por las transferencias de jugadores; y todos los fondos provenientes de subsidios del gobierno, donativos y premios. Al club sólo le quedaron los ingresos por venta de plateas y por el uso del Complejo Deportivo Natalio Mirkin, el que fue devastado durante la gestión Ale”.

Entre los subsidios se cuenta uno de dos millones de pesos otorgado en 2008 por el gobernador José Alperovich para la remodelación del estadio. Al mismo tiempo se planificó una gran colecta a través de decenas de miles de bonos contribución –el más barato, de 100 pesos–, que socios y simpatizantes fueron a pagar a la sede central de Cinco Estrellas; en la remisería también se vendían las entradas para los partidos de fútbol.

Pero las refacciones se limitaron a arreglos en algunas plateas y en los baños. Y una política desacertada en la contratación de jugadores hizo que el equipo de fútbol descendiera dos categorías. Aun así, Rubén Ale fue reelecto de nuevo a principios de 2011, como siempre, sin que nadie se atreviera a presentar una lista alternativa; ya no estaba la pareja Rivero-Dilascio, que se había abierto el año anterior. La defraudación –así la calificó la UIF– cesó recién en octubre de 2011, cuando los hinchas convirtieron el descontento en una denuncia y, después de dos meses detenido en la clínica donde se había refugiado, La Chancha renunció alegando problemas de salud.

Pocos meses después, el 8 de febrero de 2012, comenzó el juicio por el caso Marita Verón. Los enjuagues policiales y judiciales no alcanzaron para despegarlos, y María Jesús Rivero y su hermano Víctor se sentaron junto a otros once imputados y acusadas; para los abogados de Susana Trimarco eran la puerta de entrada para investigar a La Chancha quien, como jefe de la red tucumana, había dado la orden de secuestrar a la joven. La actuación del tribunal fue bochornosa a lo largo de esos casi once meses. Desde el primer momento quedó en claro que ayudarían lo máximo posible a los defensores para salvar a los Rivero y, sobre todo, para impedir que se hiciera imprescindible investigar a Ale.

Los jueces Alberto Piedrabuena, Eduardo Romero Lascano y Emilio Herrera Molina ignoraban por completo el expediente, tanto como desconocían la problemática de la trata sexual. Obligaron a las testigos que habían sido víctimas a declarar delante de quienes las habían esclavizado y golpeado. Consintieron que los abogados de los imputados las acosaran, humillaran y martirizaran durante muchas horas y hasta días enteros. No accedieron a los pedidos de las mujeres para ampliar sus declaraciones. Frenaron los intentos de la querella por profundizar en los hechos. Prohibieron la trasmisión en vivo, la filmación y la grabación de las audiencias. Y no aceptaron la constancia en actas de testimonios relevantes.

Aun así, en ellos quedó expuesta buena parte de la verdad. Si bien no contó todo lo que sabía, aun Daniela Milhein dio detalles sobre ambas redes de trata. Quedó en claro que tanto María Jesús Rivero como Rubén Ale tenían una participación activa en los delitos. Pero como la protección de La Chancha era el principal objetivo del tribunal, y las testigos habían registrado su presencia en todos los escenarios donde fue vista Marita, los jueces decidieron absolver a todos. El fallo fue tan escandaloso, que ese día, 11 de diciembre de 2012, decenas de miles de personas se lanzaron a las calles en ciudades de todas las provincias.

A la izquierda, Rubén Eduardo Ale (a) “La Chancha”. A su lado, su hermano Adolfo Ángel (a) “El Mono”.

El proceso de juicio político no prosperó, gracias a la protección política del oficialismo, y dos de los tres magistrados se jubilaron con su sueldo intacto. La Corte Suprema de Justicia de Tucumán se tomó un año para analizar el recurso de casación y revertir el veredicto, aunque dejando a salvo a los Rivero. Luego permitió una insólita “apelación” por parte de las defensas y volvió a tomarse tres años más para reconfirmar las condenas. Pero las dejó firmes recién en marzo de 2017, y los diez condenados y condenadas –una ya había muerto– retornaron a la cárcel apenas en mayo pasado. Después de casi dieciséis años ninguno ha revelado el destino de Marita.

Entretanto, y quizá previendo que ocurriría esto, en febrero de 2013 Susana Trimarco se presentó ante la UIF para pedir que se investigara al clan Ale por presunto lavado de activos y asociación ilícita; para eso su abogado, Carlos Garmendia, aportó abundante información, incluida la que había surgido durante el juicio. La denuncia quedó radicada en el Juzgado Federal Nº 2 –un fuero donde la banda no había tenido antecedentes–, y el juez Fernando Poviña avanzó sin pausas en el proceso, con la colaboración de la UIF y la Procuraduría de Criminalidad Económica y Lavado de Activos (Procelac) del Ministerio Público Fiscal.

Se realizaron decenas de allanamientos, en su mayoría a cargo de la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) para evitar filtraciones y contaminaciones. Se reunió más de un centenar de CDs de escuchas telefónicas. Se recogió una camionada de pruebas; literalmente, ya que en el juicio fue necesario un camión para transportar las cajas con la documentación secuestrada, las 72 armas incautadas –la mayoría en poder del Mono Ale–, las computadoras, y la balanza y elementos de corte hallados junto con cocaína y marihuana en dos de las viviendas.

Las audiencias se extendieron durante casi todo el año pasado. En el banquillo se sentaron 16 personas, incluido un policía; pero los testimonios, las escuchas y las pruebas materiales recogidas indicaron que la banda contaba por lo menos con otros 17 cómplices. Algunos testimonios también involucraron a funcionarios públicos: el gremialista azucarero Roberto Palina, secretario de Trabajo de la provincia, y Armando Cortalezzi, entonces interventor de la Caja Popular de Ahorros, precisamente el organismo encargado de administrar el juego; el fiscal de instrucción Alejandro Noguera y el ex fiscal Carlos Albaca, en ambos casos vinculados con el encubrimiento de delitos.

Si bien la prensa de alcance nacional dio escasa cobertura al juicio, y la de Tucumán tampoco le otorgó la importancia que merecía, los escándalos no fueron pocos. El que mejor refleja la promiscuidad ideológica de Tucumán saltó con una revelación inesperada de Susana Trimarco: antes de la desaparición de su hija trabajaba vendiendo cosméticos; un día en que fue a llevar productos a la esposa del juez Carlos Jiménez Montilla –uno de los integrantes del Tribunal Oral Federal– se sorprendió al ver en la casa, compartiendo un asado, a La Chancha y al entonces gobernador Julio Miranda.

De inmediato fue recusado por la querella de la UIF, lo que motivó una reacción corporativa por parte de la presidenta del tribunal, Alicia Noli. Finalmente Jiménez Montilla se apartó de la causa, el 12 de abril, pero un rato antes puso su firma, junto a las de Noli y Gabriel Casas, para beneficiar a todos los inculpados con prisión domiciliaria. El juicio prosiguió con el juez suplente, Domingo Batule.

Protección a  tiempo completo

En setiembre hubo otro remezón, cuando se advirtió el “extravío o desaparición” de 60 a 70 CDs con unas 600 horas de escuchas. Lo sospechoso fue que la denuncia corrió por cuenta de los defensores, y que esas escuchas comprometían sobre todo al Mono. Se trató de un intento de “hacer caer” el juicio, que no surtió efecto porque fueron presentadas las copias de respaldo en poder de la PSA.

El colmo de las irregularidades ocurrió en octubre, cuando el tribunal decidió por su cuenta otorgar la libertad a trece imputados (otros tres ya estaban libres bajo fianza), a pocas semanas de la sentencia y con peligro para los testigos de identidad protegida; argumentó que no existía riesgo de fuga, cuando algunos habían permanecido prófugos hasta casi tres años, como Dilascio. En simultáneo, los jueces retiraron la custodia a una testigo protegida que había sido víctima de trata del Mono, y cuya declaración implicó seriamente a varios de los acusados y a funcionarios en actividad.

La medida fue apelada por el fiscal federal Pablo Camuña, y apenas tres días antes de la sentencia, la Cámara Federal de Casación Penal revocó las excarcelaciones, y el tribunal volvió a ordenar la prisión domiciliaria. Una situación ventajosa, teniendo en cuenta que, de haber condenas, hasta que la sentencia quedara firme se quedarían en sus casas.

Fue lo que ocurrió. Las anomalías y arbitrariedades cometidas por el tribunal hicieron temer a los fiscales y a las querellas (la UIF y la AFIP, que había denunciado evasión impositiva) que se repitiera el veredicto del juicio por Marita Verón y hubiera absoluciones masivas. Pero las evidencias eran tantas y tan contundentes –por otra parte, ahora sí difundidas en los medios en las últimas semanas–, que a los jueces les resultó imposible desconocer la culpabilidad.

El 18 de diciembre pasado hubo trece condenados –por lavado de activos y/o por asociación ilícita, y dos por tenencia de droga con fines de comercialización–, y tres absueltos “por el beneficio de la duda”, entre ellos Dilascio y el policía Hernán Lazarte. El tribunal admitió los delitos preexistentes que habían posibilitado las ganancias ilícitas, como usura, extorsión, explotación económica de la prostitución ajena y narcotráfico, entre otros. Sin embargo no reconoció la defraudación contra el club San Martín de Tucumán ni la evasión fiscal.

Hasta aquí lo que en líneas generales parece positivo. La contracara fue el monto de las penas, muy alejadas de lo solicitado por la UIF, la parte acusatoria que reclamó sanciones más elevadas. La Chancha y El Mono recibieron 10 años de prisión, por considerarlos autores de lavado de activos; por ser la mitad de lo pedido por la UIF, no podrá ser recurrido en casación. Sí cabe respecto de los restantes condenados, porque las penas son menores de la mitad de lo solicitado –para el tribunal fueron sólo partícipes–, y de las absoluciones.

En cuanto a las penas pecuniarias (multas y decomiso de bienes) impuestas por el tribunal, fueron ostensiblemente inferiores de las alegadas por la UIF y la AFIP; lo mismo ocurrió con los cálculos de las sumas lavadas, sobre los cuales se establecen las anteriores. El detalle es complejo, pero estas cifras darán una idea: las penas pecuniarias pedidas por la AFIP eran de 100 millones de pesos para cada Ale, y con los demás imputados se llegaba a unos 300 millones; pero los jueces sancionaron económicamente sólo a los hermanos, y por un total de 24 millones.

Fue Susana Trimarco quien, tras las absoluciones masivas en el juicio por el secuestro de su hija, presentó testimonios y la primera documentación que permitió condenar por fin al clan Ale por lavado de dinero y asociación ilícita.

La UIF esperará a  conocer los fundamentos del fallo, en marzo, pero ya anticipó que lo recurrirá en casación. Habrá que ver cuánto tiempo se toma la Cámara Federal de Casación Penal para resolverlo. Si confirma la sentencia, de acuerdo con los tiempos que llevan en prisión preventiva –recordemos, domiciliaria desde abril–, La Chancha permanecerá encerrado en su casa apenas dos años y medio más; su hermano, otros tres años y medio; El Pelao Suárez, dos años; Carlos Ocampos, un año y medio; César Manca, un año; y Fabián González, seis meses. María Jesús Rivero ya podría pedir la libertad condicional; las otras tres mujeres ya habrían cumplido su exigua condena de 3 años.

El tribunal decidió que no se sancione a las empresas utilizadas para el lavado de dinero. Las querellas también habían requerido ampliar la investigación a otros probables integrantes de la asociación ilícita, indagar sobre la complicidad de los funcionarios, y profundizar en la defraudación contra el club San Martín. Sobre esto, los jueces no dijeron palabra.

Historia de una investigación

Comencé a seguir al clan Ale en 1994, cuando emprendí mi investigación para mi libro El sheriff. Vida y leyenda del Malevo Ferreyra (Planeta, 2009). Era imprescindible conocer el mapa del delito durante el tiempo en que el famoso comisario torturador y homicida había permanecido activo, y los Ale eran una visita frecuente en las páginas de Policiales, no sólo de medios tucumanos. Consulté varias fuentes: archivos periodísticos, expedientes, funcionarios judiciales, abogados penalistas, políticos. Durante los dos años en que recopilé el grueso de la información me preguntaba si era pertinente mi interés por la banda de La Chancha y El Mono, dado que Ferreyra sólo se había enfrentado con ellos una sola vez, y sin llegar a los tiros; confieso que me atraía y sorprendía la relación directa entre violencia extrema e impunidad.

Abandoné el proyecto de ese libro en 1996 y por muchos años, en los que viajé varias veces a Tucumán, tanto por mi trabajo periodístico como para recorrer otras zonas de la provincia; lo retomé a fines de 2008, cuando el Malevo Ferreyra se suicidó. Para entonces ya sabía, entre otras cosas, que Susana Trimarco acusaba a Rubén Ale de manejar la red de trata que había secuestrado a Marita Verón. Viajé de nuevo para actualizar la investigación –aunque era muy poco lo que había cambiado en esos doce años y medio– e invertí la pregunta: ¿por qué el Malevo Ferreyra nunca se había enfrentado a los Ale? Me dio la respuesta quien había sido el primer abogado de la familia Verón, el doctor Saúl Ibáñez: se respetaban mutuamente los “negocios”, y el ex comisario sólo intervenía si los Ale invadían su “territorio”.

Estaba por jubilarme cuando se fijó la fecha de inicio del juicio por Marita Verón (8 de febrero de 2012) y pedí cubrirlo para Clarín, donde trabajé durante más de 30 años, en la sección Información General/Sociedad. Conocía bien Tucumán, conocía la problemática de la explotación sexual y la trata, conocía el caso, y además podía acceder al expediente. Presencié buena parte de las audiencias, sobre todo la mayoría de las más importantes; los testimonios que ponían al frente de una red de trata a La Chancha Ale y a su ex pareja, María Jesús Rivero, los escuché yo misma. También lo hizo Daniela Milhein, una de las imputadas; primero víctima y luego reclutadora, en su primera declaración habló de la banda de los Ale, de sus homicidios cometidos en los ’80 y principios de los ’90, de cómo la había torturado el Malevo Ferreyra cuando era prostituida por Rubén Ale, y de otros episodios que en los que yo había profundizado para El sheriff. Ese primer relato me motivó a continuar investigando y escribir La red. La trama oculta del caso Marita Verón (Planeta, 2013).

Ambos libros fueron tomados como base por la querella de la Unidad de Información Financiera (UIF) y por la Fiscalía Federal de Tucumán, para el juicio por lavado de activos y asociación ilícita contra el clan Ale que terminó en diciembre. Fui citada a declarar como testigo; lo hice por teleconferencia, durante tres horas y media; más de la mitad del tiempo fue utilizado para chicanas por parte de algunos defensores, entre ellos Ernesto Baaclini, acusado de encubrimiento por investigadores del caso Verón.

Otras fuentes para la elaboración de la nota han sido documentación secuestrada en los allanamientos, el auto de elevación a juicio y las propias audiencias, trasmitidas en directo por el canal web del Centro de Información Judicial.