Hay esperanzas en las ganas de quemar todo gracias al fantoche de las miserias que arde todos los años en Parque Avellaneda. “Luz de fuego” se llama la tradicional fogata que se realiza gracias al compromiso de la Mesa de consenso del parque, artistas y vecinos, aún en contra de la censura del Gobierno de la Ciudad. (foto de portada: Claudia Conteris)
Y si prendemos fuego todo? ¿Cuántas veces me lo pregunté en este último tiempo?
En el barrio de mi infancia, el 24 de Septiembre, en San Miguel de Tucumán, la gente tenía por costumbre quemar cosas el 24 de junio de cada año. Doña Kity, esa señora delicada, extremadamente pálida y de cejas tatuadas gustaba de organizar la fogata frente a los edificios de la manzana 3. La última vez que participé de la fogata de San Juan, el muñeco iba vestido de bermudas azules, camisa roja y blanca a cuadros, una gorra con visera negra y una cara dibujada a esfuerzos de coser paja con frutas para simular los ojos, la nariz y la boca. Se clavaba en la tierra con un palo de escoba y los vecinos quemaban no sólo el muñeco sino también lo que llevaban escrito en papelitos, lo que querían que se fuera con las cenizas al cielo y a la tierra. Nadie sabía lo que el otro quemaba. Sólo los reunía un fuego pagano y la curiosidad de saber quiénes, ese año, serían capaces de caminar sobre las brasas sin sentir nada ya que era “una cuestión de fe”.
No pensaba en esas fogatas desde hace años hasta que me enteré que en Parque Avellaneda (Ciudad de Buenos Aires) hay una luz de fuego que se enciende en estas fechas desde hace casi 20 años. Esta fogata conjura a los santos Pedro y Pablo pero también se conoce como de San Juan.
La tradición fue abrazada hace mucho tiempo por la Mesa de Trabajo y Consenso del Parque Avellaneda que fue creada por la ley 1153 de esta ciudad y acompañada por actores culturales, organizaciones barriales, el complejo cultural Chacra de Los Remedios y el grupo de Teatro Callejero La Runfla. Sin embargo, hacerla posible no fue fácil. Tuvieron que sortear la censura previa de la Dirección de Espacios Verdes que desconocía la legitimidad de la Mesa de consenso. La voluntad popular se impuso a la negativa estatal y la fogata se hizo, aunque con custodia policial.
Para quemar las miserias en Parque Avellaneda primero hay que participar de una caravana con una puesta en escena teatral que inhibe a los periodistas de hacer preguntas ya que son los mismos actores quienes toman esta iniciativa. Hay una carroza con forma de mundo, con pequeñas ciudades de cartón a sus pies. Le salen brazos de colores a los costados, es como un pulpo cíclope que juzga a los caminantes y a sus miserias. Va precedida por diez artistas en zancos, que giran sus banderas al compás de la música de circo. A los costados y por detrás van las brujas con sus capas negras, escobas de paja, sus narices finitas y voces extremadamente chirriantes. Otros actores y actrices se reparten entre la gente con sus máscaras de calaveras o narices de payasos.
Al principio parece que la caravana sólo busca divertir. Pero a media cuadra del punto de partida -el sitio de memoria El Olimpo- se escucha una voz en off, Héctor Alvarellos vocifera: “¿qué miserias van a quemar? Díganselo a los preguntones, también su nombre, háganse cargo de la palabra.”
Hay que quemar el amor romántico. La bronca por lo que está pasando. La desigualdad social, el egoísmo, el miedo. El mate lavado. El patriarcado y el aborto clandestino. El neoliberalismo, la intolerancia, la violencia familiar. Los prejuicios, la exclusión y la depresión social. La injusticia, el odio, la represión policial. El mate con azúcar y el mate frío. El desamparo, la corrupción pública, el hambre. La mentira, la manipulación, los malos gobiernos y los malos amores. La arrogancia, la indiferencia, los despidos. El vaciamiento cultural y el capitalismo. La resaca, la lentitud de las instituciones, el gatillo fácil. La megaminería y la grieta. La culpa y el apego.
Son más o menos quince cuadras hasta el Parque Avellaneda, la música y el micrófono interpelan a los vecinos que salen a contar qué hay que quemar en la fogata. La primera parada en la Plaza Che Guevara tiene tambores y danzas afro. De repente se ensaya una chacarera colectiva. Ya somos más de cien almas peregrinando las miserias propias y ajenas. Los papeles que anotan los preguntones se pegan a la carroza, el gran fantoche de la miseria.
Unas cuadras antes del parque, por Alberdi y Lacarra, un grupo de murga se une a los caminantes. La calle se transforma en un desfile al compás del bum de los tambores. En la entrada del parque por Directorio y Lacarra, un grupo de percusión da la bienvenida. Ya en el centro del parque explota el espectáculo “Luz de fuego” con danzas en zancos, baile de brujas y acrobacias de fuego.
En el escenario los vecinos suben a presentar sus propios fantoches, hechos a medida de las miserias que quieren extinguir de la tierra. Ya son tres veces más la cantidad de personas que se adivinan en la penumbra del parque a pesar de los 9 grados y el viento que comienza a traspasar los abrigos.
Los sikuris y las banderas de pueblos originarios custodian al gran fantoche de la carroza hasta el centro del playón del tambo. Y ahí, junto a miles de cajas de madera y de cartón, el fantoche grande y los cientos de fantoches vecinales, se erigen como una montaña inmensa, tres veces más alta que el arco de la cancha. Hay que distanciarse al menos ocho metros de la montaña, a lo lejos se ve la cantidad de combustible que es rociado sobre los costados. Un camión de bomberos aguarda a una distancia prudencial, con desvergonzado recelo.
Cuando se queman las miserias estalla la alegría. El fuego se levanta como una lengua naranja y ansiosa de un beso a la oscuridad de la noche. Las cenizas del fantoche se van directo al público y obligan a retroceder sin miedo. Entonces una impensada ronda danzante de cientos de vecinos de Floresta y alrededores festejan la voracidad de la fogata. Los sikuris estallan en música ancestral. Hay risas, aplausos y esperanza en las miradas al fuego que se lleva todo lo malo.
Con una sensación de plenitud, de haber ardido las penas y los dolores, cierra la jornada que es parte de la identidad del barrio y, ahora también, de todos los que pasan por su mística pagana y febril. Algunos siguen gritando ¿qué hacemos con el miedo? La respuesta es un grito unánime: que arda.
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