A fines de este mes el periodista y escritor Daniel Cecchini presentará su nuevo libro, Contratextos, con prólogo de Raúl Argemí. Aquí Socompa anticipa uno de los textos que lo componen y que forma parte de ese juego entre la crónica y la ficción que recorre todo el trabajo. (Foto de portada: Claudia Conteris)

El Ford Falcon, gris, con portaequipaje, corre por la autopista. Corre en serio, porque me cuesta pasarlo, después de hacerle luces, que corre de verdad: el tipo que lo maneja lo quiere, lo cuida, lo preparó, lo hace correr y anda por la autopista La Plata – Buenos Aires como si no hubiera otra historia que la del motor, ése que se traga toda la nafta pero que nunca deja de responder.

Pero hay otra(s) historia(s). Sobre (encima) de una nota del incierto Enrique Vázquez en la revista Humor había (debe haber todavía, es cuestión de archivo) una caricatura cuyo autor no recuerdo que muestra a cuatro paradigmáticos integrantes de un grupo de tareas (anclados por las armas, pero más que nada por los anteojos negros) que bailan, como si se tratara de All that jazz, pero que sobre todo cantan en el globito: “Ford, Ford falcon / Falcon, falcon, Ford”.

La del Ford Falcon es (parece ser y serme) una imagen fácil, políticamente correcta: la del vehículo  – en cuanto transporte, también símbolo pero sobre todo señal que sobresaltaba y alertaba  y cómo -del terror. Que lo fue. Por ejemplo: los Falcon cuyas patentes empezaban con C1 031 eran de la Federal. Por ejemplo, también: el Ford Falcon (raro, con palanca al piso) que solían manejar El Indio Castillo o Jacek Piechoki, de la CNU, cuando circulaban en 1974 por las facultades de la Universidad Nacional de La Plata para intimidar (y por entonces sólo eso) a  “los zurdos”. Por ejemplo: los Falcon de todos los colores que salían del COT (Comando de Operaciones Tácticas) de la Bonaerense, en 55 entre 13 y 14 de La Plata, con tipos con gorritas y medias en la cara, a cumplir con su trabajo: desaparecer al otro.

Antes, mucho antes que eso (tenía apenas 13 años), aprendí a manejar en un Ford Falcon. Era un Futura amarillo, con techo vinílico. Joder, era uno de los autos de moda y lo había comprado mi papá. Un domingo a la mañana, El Viejo me dijo que me iba a enseñar a manejar. Y yo contento. No me llevó al campo (como quizás hubiera correspondido, pero eso lo pensé después) sino que me puso al volante en 120 y 522 encarando hacia La Plata y me dijo: manejá. Diez cuadras (una eternidad) adelante estaba -y está- la rotonda y yo, que venía a los saltos entre primera y segunda, frené. Me miró mal y me dijo: “Este es un auto grande. Meté la trompa que los otros frenan y vos pasás”. No sé cómo, pero eso, tal cual lo dijo, pasó. Y a mí se me pasó el temblor.

No voy a armar una imagen ideal. No creo que haya sido ese día de 1969, pero sí fue por ese entonces. Supongamos que, después de manejar el Falcon por primera vez, al llegar a casa, el Viejo me dio La Náusea, para leer. Y que me desafió igual que con la trompa del Falcon. Me dijo – y esto es textual (hay frases que son imposibles de borrar) -: Leé, a ver si entendés. (Y unos días después, con una mezcla de miedo y soberbia, yo le dije algo sobre la metáfora de las raíces). Y entonces el Viejo me habló del existencialismo y me dijo que ahora tenía que leer a Kierkegaard, que no había que cagarse – así lo dijo – en los creyentes.

También por entonces, quizás un mes más tarde, manejé el Falcon  – con el Viejo al lado, pero sin decirme nada, apenas mirándome de manera indescifrable – desde mi casa de Tolosa hasta la entrada del Colegio Nacional. Cuando me bajé no me dijo nada de cómo había manejado; apenas me dijo: “Cuando salgas te vengo a buscar”. Y yo sentí como si hubiera aprobado algo de lo infinito que tenía que aprobar para ser lo que debía ser. Por suerte, eso (más o menos) pasó.

Debo confesar  (a pesar de que ahora sea incorrecto) que  entre los 13 y los 17 años robé los sucesivos Ford Falcon de mi viejo. Al principio a la hora de la siesta, con la promesa de lavarlo (que cumplía a rajatabla) para rajarme un rato a Punta Lara; y después de noche, empujándolo al sacarlo del garaje, para ir a bailar (no a Universitario, donde todos me conocían e iba en el 518, sino al Deportivo La Plata, con un par de amigos, a ver qué podíamos subir).

Por entonces los Ford Falcon eran eso: apenas Ford Falcon. Eran los patrulleros de la Federal (y yo a Buenos Aires venía muy de vez en cuando a visitar a una de mis abuelas y nada más), pero en La Plata los patrulleros de la Bonaerense eran Torino y entonces los Falcon no eran tan espantosos, todavía, hasta que empezaron a serlo.  Y viceversa.

Los Falcon C1 031 de Coordinación Federal empezaron a circular por La Plata a partir de octubre de 1974, cuando la intervención de la Universidad era casi un hecho y la avanzada del peronismo tal cual era en el poder (de su propio suicidio propiciador de la dictadura) también lo era. Por entonces también circulaban otros Ford Falcon con patentes de otros números, brindados por el gobernador Victorio Calabró a sus patotas sindicales y a sus grupos de tareas de la CNU. Al volante de algunos de ellos – esto es memoria personal – iban Carlos Ernesto Castillo (a) El Indio y Jacek Piechocki (a) El Alemán o El Polaco. Circulaban – sigue la memoria personal – por toda el área universitaria y – yendo más aún a la memoria personal – por el Museo.

Los Falcon se volvieron de terror. Poco antes del golpe los tipos se empezaron a “pasear” en ellos con medias en la cara e itakas asomadas por las ventanillas, para intimidar. De día. De noche no intimidaban, hacían. Después del golpe salían casi todos del COT de la calle 55. Sus tripulantes ya no usaban medias en la cara pero sí gorritas, para identificarse. Había tantos grupos de tareas circulando que no fuera que se cagaran a tiros entre ellos. Que alguna vez pasó.

En esos años las palancas de cambio de los autos no eran todas iguales. La del Citroen (2CV o 3CV) y la del Renault 4 eran como una máquina de hacer churros que uno no sabía bien dónde ubicar; había palancas al piso (las de los primeros 504 y las de la mayoría de los Torino); y estaban las tradicionales, al volante, como las de casi todos los Falcon, los únicos que yo (me di cuenta llegado el momento) me animaba a manejar.

Gabriel Galíndez (Carlos) no sabía manejar. Yo (Pablo, en ese mismo código) sí, pero sólo estaba seguro de poder manejar – y hasta ahí – un Ford Falcon. Corría marzo de 1977 y, aunque no lo supiéramos, ya todo estaba perdido. Pero los nuevos colimbas iban llegando desde la Estación de trenes de La Plata, a bordo de micros de la línea 275, hasta el Distrito Militar para hacerse conscriptos. Y lo nuestro era decirles soldado no tires contra tu pueblo. La cosa era interceptar (a la vuelta, por diagonal 78 y no me acuerdo porqué) el micro que los llevaba hasta  la Estación y arengar mientras repartíamos volantes. Tampoco recuerdo porqué fue una operación de apenas dos.

Mi única condición fue que levantáramos un Falcon, que otra cosa no estaba seguro de poder manejar. Y a Carlos no le quedó otra que aceptar (pensamos en algún momento en apretar a un tachero de Di Tella o lo que fuera, pero entonces uno se tenía que quedar en el auto para que el tachero no se fuera y pudiéramos rajar, y quedaba uno solo para subir al micro y entonces no).

El primer Falcon lo intentamos levantar en 65 entre 15 y 16. Lo vimos estacionar, con una sola persona al volante, y ahí fuimos, corriendo. Cuando llegamos – Carlos del lado del conductor, yo del otro -, descubrimos que era una mujer… quizás muy gorda. Manoteamos las puertas y no se abrían y la mujer gritó y se resistió. Mientras manoteaba la puerta de la derecha (no sé por qué, si yo tenía que manejar) me di cuenta de que la mujer no era gorda. Está embarazada, le dije a Gabriel por encima del techo del Falcon. Es gorda, me gritó Carlos, también por encima del techo del Falcon, pero en su mirada había una duda que se transformó en raje. Nos fuimos.

Media hora después tomamos un taxi, Ford Falcon. Bajamos al chofer e interceptamos, en diagonal 78 y 5 (apenas a una cuadra de una comisaría), al primer micro 275 que encontramos. Carlos volanteó mientras yo me bajaba del auto, abría el capot e inventaba que el Falcon no funcionaba. Rajamos bien, esa vez.

Nunca nos pusimos de acuerdo sobre si la mujer del primer Ford Falcon era gorda o estaba embarazada. A Gabriel Galíndez lo secuestraron en mayo de 1977 en una de las últimas casas operativas que tenía el PRT en La Plata, en 16 entre 66 y 67. Yo estaba a menos de tres cuadras cuando pasó, yendo para ahí.