Este texto fue escrito hace más de diez años y publicado en Miradas al Sur. Retrata el inicio del proceso de retrocesos de España: recortes del gasto estatal, pobreza de puertas adentro. Sin embargo España fue cayendo desde muy arriba. Por entonces nosotros salíamos del purgatorio mentado por Néstor Kirchner, al que volvimos.

Desde Barcelona

A menos de dos mil metros de altura sobre los Pirineos, el tren cremallera baja desde el santuario de Nuria hacia Ribes de Freser, una población que se apiña y alarga en los escuetos márgenes de un río angosto, en lo profundo de un desfiladero. El cremallera se compone de dos largos vagones modernitos, súper limpios, algo sosos. En el pequeño museo que flanquea la estación de Ribes se exhiben sus trenes ancestros, entre ellos un hermoso vagón azul con comomnrtinas en las ventanas y butaquitas individuales de viejo burdel en lugar de asientos transversales. Es el tipo de tren que podían perseguir pistoleros o sioux en el Lejano Oeste. Con un par de alambres en Argentina tirarían un rato largo. Vendrían bien conectando lo que sea en nuestra red ferroviaria.

A menos de mil quinientos metros de altura sobre el Pirineo, la voz catalana del sistema de audio avisa tranquila que el tren se detendrá unos minutos para recoger un herido. A la izquierda el riacho se despeña entre rocas en pendiente de 45 grados. Los pasajeros suponen que el herido debe ser algún excursionista o escalador que sufrió un accidente. Los catalanes –pese a ciertos modos de la fama- practican cantidad de ritos de sociabilidad; cuando se trata del amor por la montaña eso incluye la pasión por la búsqueda de setas, el arte de reciclar masías (viejas casas rurales de piedra que pueden tener siglos) o pueblos enteros, también el excursionismo en banda acompañado de cantos ruidosos o la ceñuda escalada de riesgo.

El tren está detenido. Abajo y lejos el riacho torrentoso. En los vagones todo en calma. Aparecen los empleados del tren, luego uno de los excursionistas jóvenes, todos súper equipados con su súper ropa europea de montaña, una cosa negra futurista, envueltos en equipos de cuerdas, cascos y etcéteras. No hay gritos, tumulto, cabezas partidas, una pierna quebrada, un charco doliente de sangre. Cuando emerge el herido lo hace sanote, sólo que con un brazo en alto y en lo alto del brazo una mano y en lo último de la mano un dedo índice enhiesto envuelto en una venda.

Un mundo para un herido

Rescatados los excursionistas, el tren reanuda la marcha. Se detiene tres minutos después en la estación Queralbs. Bajan los súper excursionistas con su herido. Bajan los empleados del tren cremallera. Breve simposio con unos policías. Más importante: pronta articulación con unos hombres uniformados de amarillo o naranja, pertenecientes a vaya a saber a qué organismo del sistema sanitario catalán. Una ambulancia reluciente aguarda al herido. Lo aguarda en la estación Queralbs, vía de acceso al antiguo caserío apretado en la montaña, 150 habitantes permanentes más quienes sean los visitantes urbanos que tuvieron la plata suficiente como para reciclar hermosamente cada casa. Cada pueblito del Pirineo se parece a este, con su iglesia románica de mil años de historia. La de Queralbs es sencilla, ínfima, bellísima.

El pueblo de Queralbs, en la comarca del Ripollés. El primer documento histórico que lo nombra data del año 839.

Decíamos que se detuvo el tren cremallera. Que los excursionistas y su herido. Cuatro policías, los empleados del tren, los del sistema sanitario, la ambulancia reluciente. También vi en Queralbs un microcamioncito destinado a limpiar –para qué– quince callejas de piedra de menos de dos metros de ancho. Vi en un bar, entre objetos añejos, una pianola a rodillo, también de western, de esas capaces de interpretar una veintena de partituras sin mediación de los dedos de nadie. Como antigüedad, el artefacto debe valer un BMW. Yace pancho en el bar del caserío en el que viven menos de 150, donde cada piedra tiene sus mil años de roce de callos campesinos, amén de su datación geológica.

El tren, los empleados, la ambulancia que reluce, los trabajadores sanitarios cuyos uniformes fosforecen, las casas recicladas a eurazo limpio, la pianola que se tocaba sin dedos y el excursionista cuyo dedo es un enigma en solidaridad con el cual se movilizó medio sistema de salud, a menos de 150 kilómetros al norte de Barcelona, pero en lo profundo de la montaña.

En ese caserío que huele a frescor profundo, a humedad de bosque, a pinos mediterráneos, a setas, falta incorporar otro elemento civilizatorio. Está cincuenta metros más allá, sobre la explanada de la estación. Es un helicóptero amarillo fusiforme, de ultimísima generación. Con las aspas en reposo el fusiforme exhibe sin aspavientos la cualidad noble e inquietante de los inmensos pajarracos de Avatar, a la espera del excursionista del dedo en alto.

Puede que el índice del excursionista esté apenas mocho. Puede que esté semiseccionado y que, para ser salvado, el dedo necesite ser alzado en helicóptero de luxe hasta ser depositado en las manos de sabios médicos del hospital pirenaico más cercano. Me cuentan que en Cataluña, en pleno huracán de retallades (recortes del gasto estatal), se discuten y dirimen asuntos tales como qué hacer con los excursionistas tarados que se lastiman, tropiezan o caen de lo alto. Entiendo que el Estado ya no les asiste en las curaciones que se les deba practicar en caso de accidente. O se cubren con algún seguro antes de salir o bien ponen la guita junto con el Estado. Lo que ampliando la idea y dicho en catalán y aplicable a todo lo que se vino y viene, que es mucho más que temible, adquiere la expresión copagament y en argentino traduciríamos jodete, el Estado, como aquel mal desodorante, te abandonó.

Caer desde arriba

Ahora bien, en esta escena en particular que transcurre en las alturas de los Pirineos, hay todavía una ambulancia amarilla reluciente y su tío Rico Mc Pato, el súper helicóptero de rescate fusiforme de ultimísima generación. Esa es la instantánea y lamento no saber qué fue de la vida del excursionista ni de su dedo porque una vez en Queralbs fuimos a pasear por el caserío, tan hermoso, un pelín artificial por lo flamante del reciclado sistemático consumado a eurazo masivo en todos estos años de prosperidad un tanto obscena. Y ahora mismo, en la primera escritura de estas líneas, andan diciendo en un noticiero de la tele de la Generalitat que los catalanes pobres (los que ganan menos de 14 mil euros anuales) ya superan el millón. Y todos los nuevos, oscuros días, las noticias hablan de más pobreza, más ajustes, más recortes y de miles (muchos miles) de antiguos prósperos que hoy comen de la comida que les mandan otros que aún no se ahogaron. Es decir que en lugar de alguna jactancia nacional porque “Europa ajusta y nosotros crecemos”, habría que ver con alguna empatía este proceso que es desolador, particularmente por la ausencia de reacción de una sociedad con algo de babosa. Y de paso considerar que ellos, aún con esos rasgos de nuevo riquismo que anduvieron contoneando por ahí, construyeron un Estado de Bienestar que trepó a dos mil metros de altura para salvar un dedo, un único dedo, bien arriba en los Pirineos. Es cierto que ahora ven perplejos cómo su sistema de salud se desploma desde esas alturas sobre las azoradas cabezas. Ellos caen, espectacularmente y en pánico, desde ese techo ubicado a dos mil metros de altura. Nosotros despacito, a uno o dos toques, aún asmáticos, todavía –según decía un presidente– saliendo del purgatorio.