El golpe en Bolivia movilizó a muchos a salir de sus casas en domingo y los reunió frente al Obelisco para encontrar una respuesta, quizá, en la mirada de los otros. Aquí, algunas escenas de una noche oscura en esos corazones.
Podés intentar pero te aseguro que no le sostenés la mirada. Le llueven los ojos con una tormenta interminable que casi no deja espacio para encontrarlos pardos, parpadeantes y vivos. Parece que te mira pero no mira nada. Sólo sostiene la manito de una nena de unos cinco años como si fuera un salvavidas para no caer al vacío. El pelo parece un nubarrón oscuro, algo despeinado. Está envuelta en una chalina de colores verdes, celestes, naranjas como la tierra, esas que se consiguen en el norte o en su tierra, Bolivia.
En el medio de esa plaza, frente al obelisco, hay un cúmulo de gente que grita que “Evo no estás solo” y “Camacho, basura, vos sos la dictadura”. Son las 9 de la noche de un domingo y la luna se refleja en los escudos antimotines de una hilera negra de policías que miran desde enfrente. Muy por detrás, del otro lado, podés ver que un grupo pequeño festeja con algunos banderines rojos, amarillos, verdes y ningún policía. Al costado, por Cerrito, unas mujeres dibujan consignas improvisadas en afiches blancos. Al cabo de un momento se lee “no al golpe en Bolivia” y “abajo el golpe” bajo los flashes de los pocos fotógrafos que se hicieron presentes. La camioneta de un canal de televisión se vislumbra del otro lado de la fila policial: los micrófonos son para el festejo. Hay una pequeña asamblea improvisada detrás de los mástiles, del lado de Irigoyen, sobre el pasto crecido. Y alrededor de la gente, mucho silencio.
Pero volvés la mirada porque ahí, apartada del tumulto, esa familia parece muy lejos. Con la misma intensidad del llanto de la más joven encontrás a la par, erguida, a una señora mayor con dos hermosas trenzas canas. No llora. El viento le mueve la pollera larga pero no se inmuta. Las arrugas se hacen más sinuosas cerca de los ojos altivos, orgullosos, dignos. El varón, de unos veinte años, va y viene entre la gente, todos parecen esperar que algo suceda. Pero los minutos pasan y es solo el tumulto de gente, que crece a cuenta gotas, el que ensaya canciones y levanta banderas. Las que flamean sostenidas por manos anónimas son las de los pueblos originarios –whipalas- que, de repente, empiezan a multiplicarse y te llegan imágenes infames por las redes sociales: allá en La Paz las quemaron. Como también quemaron casas, secuestraron dirigentes y renunciaron a un presidente que teme por su vida.
“Yo las abrazo”. Marcela rompe la barrera invisible de silencios y sin mediar palabra alguna envuelve en un abrazo a la más joven, a la señora mayor y al varón que regresa al círculo. Alejandra la sigue, se queda un momento a decir unas palabras de aliento y se va respetuosamente. Los ojos de la señora mayor no pierden dignidad cuando algunas lágrimas surcan sus arrugas y dice “gracias señorita”. Sus manos tiemblan y empuñan con fuerza la pollera. La nena de cinco años mira a la más joven que no deja de llorar y aunque parece no entender se aprieta a su pierna sin soltarse de la mano.
Marcela y Alejandra se miran, se quitan las lágrimas que asoman en sus ojos. Quizá pasa por sus cabezas la historia de sus vidas, atravesadas por la última dictadura cívico- militar argentina. “Deben tener allá a sus familias, a sus seres queridos”, dice Alejandra.
Y vos, que alguna vez te reíste de esa gente que promociona abrazos gratuitos en las grandes urbes te ves, sin necesidad de preguntar, con el genuino y humano impulso de abrazar. Ese mismo impulso que te lleva a querer seguir con vida y a vivirla en un país libre.
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