En febrero de 2021 las grandes empresas tecnológicas concentraban 13 de cada 100 dólares valorados en Wall Street, superando la comercialización de armamentos. El accionar de herramientas tecnológicas para intervenir en la geopolítica y las situaciones locales empuja en la dirección que desean los poderosos.
La geopolítica contemporánea está pasando a ser determinada por agentes que interactúan fuera del espacio físico y operan de manera intangible.
La clásica contradicción capitalista entre el carácter del trabajo (cada vez más social, o sea, cada vez más necesitado de realizarse con mayor cantidad de personas y/o grupos organizados) y el del capital (cada vez más concentrado) se manifiesta en tiempos de internet como un puñado de empresas estadounidenses conocidas como GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft) o GAFAT (Google, Amazon, Facebook, Apple y Twitter), que concentran de modo creciente los metadatos resultantes de la cada vez más intensa y abarcadora actividad que los seres humanos realizan a través de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TIC).
La comercialización de esos metadatos permite un nivel de eficacia en la publicidad —ya sea de viajes, bienes de consumo o proyectos políticos—, que no ha hecho si no multiplicar la efectividad con que quienes ya anteriormente concentraban la mayor parte de los recursos de todo tipo. Se benefician de la cada vez más injusta distribución de la riqueza y de su control sobre los procesos de comunicación.
Las redes sociales no son la novedad: desde el punto de vista sociológico ellas han existido siempre entre los humanos. Cada persona pertenecía ya a redes superpuestas de familiares, amigos, comunitarias, laborales, estudiantiles o gremiales, mucho antes de que TikTok, Linkedin o Instagram irrumpieran en nuestras vidas. Pero el uso creciente de esas plataformas ha tangibilizado y hecho capitalizables esos sistemas de relaciones antes invisibles. Cada búsqueda, cada intercambio, cada publicación de texto, video o fotos, y los que interactúan con ellas, así como los metadatos que las acompañan (fecha, hora, sexo, tema y ubicación geográfica de los participantes, entre otros) son empleados para encontrar, conectar y utilizar intencionadamente afinidades y fobias a una velocidad antes impensable. Ese proceso es posible gracias a desarrollos tecnológicos como Big Data e Inteligencia Artificial.
En febrero de 2021 las grandes empresas tecnológicas concentraban 13 de cada 100 dólares valorados en la Bolsa de Wall Street, superando la comercialización de armamentos. Hablando de armamentos, cabría preguntarse si la inversión para la guerra psicológica, entendida —según el Manual del Ejército de los Estados Unidos— como la acción de “influir en las poblaciones extranjeras, expresando información subjetivamente para influir en las actitudes y el comportamiento, y para obtener el cumplimiento, la no interferencia u otros cambios de comportamiento deseados” no forma parte de esos valores económicos, en un escenario de nuevas guerras híbridas lideradas por el aparato político-militar y la comunidad de inteligencia estadounidenses.
La guerra desde todos lados
Guerra híbrida es un término cuyo uso ha venido incrementándose entre varios teóricos para referirse a la combinación de la agresión económica, guerra irregular, financiamiento de una oposición interna, guerra psicológica, terrorismo, guerra regular, bloqueo y sabotaje económicos, y ciberguerra. En América Latina los dos países en que más ha sido empleada por Estados Unidos esa mezcla de métodos para cambiar el régimen son Cuba y Venezuela. Su punto culminante llegó durante la administración Trump, y supuso, en el caso cubano, la aprobación de 243 medidas de restricción económica (MINREX, 2021), con el financiamiento millonario a medios de comunicación en internet y grupos de oposición, que en noviembre de 2020 articularon un conato de golpe blando con apoyo de la embajada estadounidense en La Habana; ello tuvo su versión agravada el 11 de julio pasado. En esta ocasión se trató de una operación concertada en el espacio público digital.
En un escenario de aumento en los principales indicadores de evolución de la pandemia por Covid-19, producto del ingreso y circulación de variantes más agresivas en algunas zonas del país, se desarrolló una campaña coordinada desde el exterior replicando mecanismos y protagonistas ya utilizados en ocasión del golpe de Estado en Bolivia y en intervenciones contra Venezuela, entre otras.
Según el analista español Julián Macías Tovar, la operación se estructuró en tres fases: la primera hizo uso de la etiqueta SOS Cuba, “solicitando ayuda por medio de cuentas falsas y automatizadas que mencionaban de manera masiva a artistas de todo el mundo”. La segunda fase instaló en medios de comunicación el pedido de un “corredor humanitario” e invocó el apoyo de artistas. La tercera fase consistió en manifestaciones a las que se acompañó con máxima difusión en redes y el uso de etiquetas que se transformaron en tendencia mundial. “El método se repite, la estrategia sinérgica en redes, medios y movilizaciones”; el uso intensivo de robots, algoritmos y cuentas creadas para la ocasión o con patrones automatizados, noticias falsas e imágenes manipuladas, además de la invisibilización de distintas manifestaciones de apoyo al gobierno y a la Revolución Cubana.
El análisis de algunos de los perfiles clave en esta operación en redes muestra relación con la organización Atlas Network, vinculada, por una parte, a think tanks conservadores y partidarios del libre mercado en Latinoamérica y, por la otra, al propio gobierno norteamericano a través del Fondo Nacional para la Democracia.
La involución de internet: de la colaboración al odio
Si en el pasado la computadora era para muchos únicamente sinónimo de IBM, y automóvil de General Motors, hoy, para la mayoría de los terrícolas, internet es sinónimo de Facebook y Google, y sistema operativo quiere decir Android o Windows.
La involución de la internet —de elemento ideal para la libre expresión, el conocimiento, la comunicación y la equidad, a espacio de polarización política y odio— ha generado múltiples alarmas. El propio Barack Obama ha expresado su preocupación al respecto. El expresidente de Estados Unidos ha sido uno de los principales promotores de internet, a la que consideró durante la intervención más importante en su visita a La Habana, en 2016 y sin matiz alguno, “uno de los motores de crecimiento más fuertes en la historia de la humanidad”. Sin embargo, durante una entrevista más reciente con el príncipe británico Harry, llamaba la atención sobre cómo las redes sociales pueden dividir las sociedades.
Las alertas no faltaron: el 18 de mayo de 2012 una declaración conjunta de un grupo de organizaciones de la sociedad civil de cara a la reunión de Naciones Unidas en Ginebra para la “Cooperación mejorada sobre cuestiones de políticas públicas relativas a internet” apuntaba que “lo que fue una red pública de millones de espacios digitales, ahora es en gran medida un conglomerado de espacios de unos pocos propietarios”.
No se conocían entonces las revelaciones del ex analista de la National Security Agency, Edward Snowden, sobre cómo gobiernos adversarios, y también aliados, infraestructuras críticas y ciudadanos de cualquier país pueden ser espiados hasta en sus más íntimas relaciones por el aparato de inteligencia norteamericano, con total impunidad.
La pandemia de Covid-19 incrementó la permanencia de las personas en las redes, y por tanto, la rentabilidad con la que las empresas estadounidenses de internet operan. Como promedio, los usuarios pasaron en 2021 unas 6 horas y 42 minutos en la internet cada día, casi la misma cantidad de tiempo dedicada al sueño; y de los siete sitios más visitados solo uno no está alojado en servidores estadounidenses.
Cualquier empresa o partido político puede hoy microlocalizar a los destinatarios de un mensaje, en una red como Facebook, o en los resultados de un buscador como Google, a partir de la edad, el sexo, la ubicación geográfica y el perfil profesional. Así se posiciona un producto o una noticia. Cambridge Analytica fue un paso más allá al sistematizar en tipos políticos los perfiles de usuarios en Facebook para adaptar a cada uno el mensaje por el que le pagaban los anunciantes: “Hillary es corrupta”, y tal vez lo es, pero no menos que este procedimiento empleado para ganarle las elecciones. La elección de Donald Trump debe algo a ello, como también el Brexit y otros procesos donde el dinero ha logrado transformarse en la acción de herramientas tecnológicas para intervenir la realidad y empujarla en la dirección en que los poderosos consideren.
La lógica de un sistema que convierte en mercancía todo lo que toca ha encontrado en el comercio con los datos derivados del uso de internet un modo de expansión hacia lo que se ha llamado “capitalismo de plataformas”.
Culpar a internet, y no a la asimetría económica y política del mundo físico preexistente, con la hegemonía económica, política y militar que ha logrado el control sobre ella, sería un error. Igual lo es ignorar que es parte y consecuencia de la dinámica de funcionamiento de un sistema que tiende a la concentración de recursos financieros y materiales en cada vez menos manos.
En nombre de la libertad de expresión en internet, Estados Unidos descalifica a Moscú y Beijing, pero como señala Evgueny Morozov, no hay que estar de acuerdo con el modo en que Rusia y China regulan la libertad de expresión para percatarse de una diferencia, al menos en los discursos, de las tres potencias: rusos y chinos defienden el acceso a los datos generados por sus ciudadanos en su propio suelo, mientras que los Estados Unidos pretenden acceder, y de hecho acceden, a los datos generados por cualquier persona en cualquier lugar. Y cuando países que Washington considera democracias (como Brasil durante el gobierno de Dilma Rousseff) intentaron establecer soberanía sobre los datos de sus ciudadanos y obligar a almacenarlos en servidores ubicados en su territorio, fueron disuadidos de inmediato.
(Continuará con una segunda entrega dedicada a América Latina)
Fuente: Revista Electrónica Internacional de Economía Política de la Información, la Comunicación y la Cultura, a través de Rebelión.