Tradicionalmente se nos ha presentado a la ciencia como un saber aséptico que está más allá de ideologías y de políticas. Pero en realidad, el científico está inserto en una comunidad atravesada por debates no siempre explícitos. Ese es el punto de partida elegido por Guillermo Folguera en su libro “La ciencia sin freno. De cómo el poder subordina el conocimiento y transforma nuestras vidas”.

Guillermo Folguera es investigador del Conicet, licenciado en Biología y en Filosofía y doctor en Ciencias Biológicas de la UBA. Docente en historia de la ciencia, coordina además el Grupo de Investigación de Filosofía de la Biología (también en la UBA).

Enumerar estos títulos tiene sentido por una razón sencilla: no es alguien que está “afuera” del sistema de producción de conocimiento. Pero Folguera es, además, desde hace casi veinte años, un activo militante ambiental. Y su libro La ciencia sin freno es en gran medida producto del cruce de ambas experiencias. Lleva como subtítulo: “De cómo el poder subordina el conocimiento y transforma nuestras vidas”.

Folguera cree que son demasiado importantes las ciencias y las tecnologías como para dejarlas en manos de empresas y funcionarios. Lo que atraviesa su trabajo es un desafío tremendo: ¿cómo poner esa herramienta al servicio de las comunidades, de la vida, del ambiente? ¿Es posible hacerlo? Pero hay varias preguntas que deben hacerse antes de abordar aquellas. ¿Qué es la ciencia? ¿Qué son las tecnologías? ¿Cuándo y cómo el Poder hizo de la ciencia políticas de Estado? ¿De qué modo las empresas la ajustaron a su imagen y semejanza?

Todas estas interrogantes tienen respuesta en una frase inquietante que Folguera desmenuza a lo largo de casi 200 páginas: “Desde hace algunas décadas, las ciencias, junto con las tecnologías, han sido adoptadas y modificadas desde el poder institucional para incidir de una manera burocrática y publicitaria, centrada en la innovación y en la intensificación del control social, bajo la lógica dominante de la eficiencia”.

Cada capítulo despliega –de un modo ameno, documentado, eficaz– los elementos de ese enunciado. “La ciencia es un terreno en disputa”, dice Folguera. Pero todo indica que, si no hacemos algo, las personas, el ambiente, la vida, estamos en severa desventaja en esa disputa.

El libro acaba de ser publicado por CFP24 Ediciones y su autor trabajó en él durante cinco años. Puede comprarse en la edición papel y descargarse gratis en PDF. Está prologado por el uruguayo Raúl Zibechi. Y es un material verdaderamente imprescindible para las discusiones contemporáneas: ofrece destacados aportes para disputar la apropiación de esa herramienta, “la más valiosa que tenemos”, y aspirar a que sirva a otros fines.

-En tu libro planteás un cuestionamiento profundo a la forma en que se gestiona o se usa el conocimiento científico, pero también a la forma en que se produce. ¿Querés, sin spoilear demasiado, referirte a esas dos cuestiones?

-Hay una primera distinción que me parece importante y que a veces siento que se soslaya: una cosa es la forma en la que el conocimiento científico produce saber y otra es el modo en el que ese saber científico interviene en términos de políticas públicas. Lo primero, cómo se produce saber, está fuertemente disciplinado, regulado, hay compartimientos estancos, cada disciplina tiene su propia forma de validación mediante publicación en revistas, evaluación de pares y otras cuestiones menos públicas –como jerarquías, modos de incidencia, centralidad, en dónde se produce el conocimiento, en el Primer Mundo o en estructuras de periferia, etc. En esa forma de producir el conocimiento, disciplinar y autorreproductiva, el para qué encuentra su justificación. Que es válida, pero es un modo particular de conocimiento.

-En “La ciencia sin freno” te centrás más en el otro aspecto, en cómo el saber científico se convierte en políticas de Estados y en función de intereses empresariales.

-Sí. Y ahí mucho de lo que dije obliga a ser repensado, porque ese para qué ya no permite justificar por qué  un determinado discurso es científico, o por qué se implementa una determinada tecnología. Así que no alcanza con ser evaluada internamente en función de supuestos beneficios y potenciales perjuicios, daños, riesgos. Requiere ser evaluada en función de otras alternativas. Porque ya no tiene su validez intradisciplinar sino que lo que entra en juego es una pregunta de otro tipo: cómo un determinado colectivo, una comunidad o sociedad, quiere vivir. Entonces este para qué, que admitía su autojustificación en el primer caso, requiere ser discutido. ¿Para qué se hace lo que hace? Y ese para qué, ¿qué involucra? Porque hay potenciales daños y potenciales beneficios. Este desplazamiento toma en el siglo XX un cariz muy importante porque principalmente después de la Segunda Guerra Mundial, en la década siguiente, aparece un actor muy importante que son las multinacionales. Y con ello aparece esta díada Estado-empresa que moldea la lógica actual bajo un supuesto discurso de beneficio y ganancia colectiva pero con el aval del carácter disciplinar. Pero no la discusión de políticas públicas que señalé. Así que en esta tensión hay un primer punto para poner en consideración y es lo que da origen y justificación al libro: cómo dar una herramienta a la comunidad no científica para repensar estos temas que directamente le competen y le inciden.

-Planteás que la ciencia y la tecnología son asuntos demasiado relevantes para dejarlos en manos de las élites dominantes. ¿Qué deberían hacer investigadores e investigadoras que quieren poner el conocimiento al servicio de las personas y de la vida para resistir ese proceso que parece irreversible?

-Hay muchos aspectos sobre los cuales trabajar. Al escribir el libro uno de los asuntos que me interesaba que se lea y se discuta es justamente cómo se presenta la comunidad científica en estos temas y qué revisión puede hacerse. La comunidad científica en general tiene poco entrenamiento para repensar sus supuestos. Esto es impresionante en términos de lo que ha sido la historia del saber. Porque le subyace una epistemología muy ingenua, de pensar que el científico es un mero espejo, y no que como cualquier saber habla desde un determinado lugar. En ese sentido tiene un montón de presupuestos –epistémicos, metodológicos, ontológicos, institucionales, entre otros– que raramente se explicitan. Y eso hace que, como cualquier saber, sea parcial. Cuando digo parcial no estoy diciendo antojadizo, pero sí parcial. Evidentemente se precisa una buena epistemología respecto a cómo el fenómeno, el problema, se percibe desde un determinado lugar.

-De alguna manera ahí se engancha con lo publicitario ¿no? Lo que se presenta como un saber indiscutible nunca incluye riesgos o aspectos negativos…

-Ahí entra el modo en el cual se montó en el siglo XX el ingreso de la parte empresaria, con un discurso publicitario predominante, inclusive al seno de la comunidad científica. Un discurso científico que hace promesas, como cualquier publicidad, y que elimina o evita potenciales riesgos y daños. Como lo hace cualquier publicidad. Te venden una bayaspirina, y te dicen “tomala todos los días que te va a bajar los riesgos cardíacos” pero no te dicen qué implica tomarla todos los días. O te ofrecen una pasta dentífrica que te blanquea los dientes pero no te dicen qué significa meter flúor en tu boca todas las mañanas. Así actúa el discurso científico muchas veces cuando se definen políticas públicas y se toman decisiones. Y cuando ocurre el daño, después dicen “no es un problema nuestro, es un problema de la ejecución”. Lo vemos en todos lados: en los transgénicos, en fracking, en megaminería, en formas de pesca, en uso de las plantaciones de pino y eucalipto para forestales, etc. Toda una lógica, un discurso general cuyos daños se ocultan bajo la alfombra.

-O los vemos tarde: el tabaco y el cáncer, los hidrocarburos y el cambio climático, los aerosoles y la capa de ozono… Y para colmo, cuando investigaciones científicas muestran esas consecuencias, sus autores o autoras son objeto de persecución o de escarnio.

-Es que un tercer punto clave es un análisis del poder. La comunidad científica aparece como si no hubiera fuentes de financiamiento, como si no tuviera nada que ver con los grandes actores del poder a nivel global. Y está fuertemente influenciada por eso. Cuando ves dónde pone Hugo Sigman el dinero con sus múltiples grupos para investigar tal o cual cosa, aquellos investigadores que están trabajando con ese subsidio tendrían que pensar qué se va a hacer con ese saber. Y eso raramente aparece en escena cuando uno se mueve en el discurso científico. El cuarto punto tiene que ver con los límites disciplinares, saber que se está abordando desde una disciplina particular algo que tiene muchas disciplinas involucradas. Por ejemplo, la contaminación de un río ¿a qué disciplina le tocaría? Muchas: limnología, ecología de ecosistemas, ecología de comunidades, hidrogeología, biología molecular, una cantidad de disciplinas que podrían (o deberían) hablar. Bueno, ¿cuál habla? Uno diría en principio que todas. ¡Pero no hablan todas! Cuando estudié el tema de las abejas, básicamente es la toxicología y una de las ramas de la toxicología la que está hablando, y no otras, y no la biología del comportamiento…

-En ese punto también marcás que no se escucha, por ejemplo, a los apicultores.

-Claro. Porque otro aspecto importante es comprender que, además del discurso científico, hay otros discursos no científicos. Eso raramente está puesto en juego, y en el caso de políticas públicas es clave porque efectivamente muchas de las respuestas pueden darse desde el discurso científico. Pero hay muchas otras que no. Y el otro punto que se relaciona tiene que ver con que tenemos que democratizar, transparentar, abrir el juego y no funcionar como élite, y además élite represiva, élite que silencia. Gran parte del discurso científico y tecnológico hoy está actuando para silenciar a las comunidades y no con las comunidades.

-Señalás la eficiencia como la lógica dominante en la ciencia. ¿Qué concepto debería reemplazarlo?

-La eficiencia es como un gran principio rector de nuestra dinámica actual en el contexto del capitalismo y también principio rector en una ciencia de este tipo. Para responder por qué tendría que ser reemplazado hay dos movimientos. Por un lado, que la eficiencia es un principio de corte economicista, en tanto busca maximizar la ganancia con la menor cantidad de recursos, una eficiencia del capital. Pero no se explicita, aparece bajo la alfombra. Esa parte del movimiento en juego, siguiendo a autores como Herbert Marcuse de Europa u otros que los presentan en América Latina, como Ivan Illich o Rodolfo Kusch en nuestras tierras, es transparentar, visibilizar, dar la discusión del para qué. En todo caso, si la eficiencia aparece que sea un criterio explicitado, discutido y aceptado, y no el único criterio válido. Parte de lo que pone en juego la eficiencia es la sobreproducción como una lógica general. Lo importante es producir: no importa a qué costo o a qué daño. En el libro trato de presentar una ética del cuidado, una política del cuidado, que no aparece como compatible con la eficiencia.

-Ése, el del cuidado, sería el concepto central para sustituir al que se nos impone…

Podría serlo, pero aun cuando el principio rector sea (o no) la eficiencia, hay un paso previo: que discutamos qué ciencia y qué tecnología necesitamos, con qué principios rectores. Es más, discutamos para qué problemas la eficiencia puede ser una buena idea y para qué problemas no. Para un problema que tiene daños y riesgos altísimos, quizá la eficiencia no sea el mejor principio rector. Los transgénicos, que tienen riesgos altísimos de contaminación de cultivos, de efectos sobre nuestros cuerpos y potenciales enfermedades, ¿está bien que sean implementados en nuestros territorios bajo la lógica de la eficiencia y el aumento de la productividad? ¿O tenemos que usar otros criterios, por ejemplo, priorizar el cuidado y usar la eficiencia en otro sentido, que implique menor daño potencial? Lo que trato no es tanto de reemplazar este eje por otro, si bien evidentemente tengo algunas intuiciones, sino es que abramos el juego, que explicitemos que la eficiencia –criterio economicista, capitalista / neoliberal– es la gobernante, y discutamos si para las políticas públicas es el criterio que nos conviene, o si tenemos que poner en juego otros criterios. Me impresionó mucho en la discusión de las megafactorías de cerdos, cómo del otro lado, frente a nuestras objeciones y críticas sanitarias, epidemiológicas, ambientales, políticas, la única respuesta fue: “Bueno, pero nos permite obtener dólares”. Esa cuestión de la eficiencia sin importar costos ni riesgos, es justamente lo que intento que sea visibilizado.

-Si, como señalás, las ciencias y las tecnologías han sido adoptadas y transformadas por los poderes dominantes para reproducirse, controlarnos y permanecer en el poder ¿cuál es el principal campo de batalla para dar esa pelea? ¿En dónde te parece que el poder deja más rendijas para aspirar a otro tipo de desarrollos científico-tecnológicos al servicio de la comunidad, de la vida y del ambiente?

-Como en casi todo en la vida, la respuesta es bífida, por lo menos, es híbrida, y hay que darla en todos los lugares que se pueda. Por un lado, habrá que dar la discusión hacia dentro de la comunidad científica. Estos criterios, esta cooptación ¿es lo que queremos? Yo entré a estudiar Biología en 1997. Me impresiona lo que sucedió en estos veintipico de años. Realmente lograron transformar la ciencia y la tecnología. No es que antes no hubiera sido revolucionaria y no hubiese sido capitalista, pero aun así es una cooptación: procesos como el de Lino Barañao fueron muy eficientes en ese proceso de cooptación. Pensar que una institución tiene como norte principal la generación de patentes, por ejemplo… Imposible tener una idea más privada del saber. O que no se vea la diferencia entre que te subvencione una institución estatal o que te subvencione Shell, como si fuera lo mismo, es una derrota. Por eso una parte de la discusión es hacia dentro: qué instituciones tenemos, qué tipo de ciencias y tecnologías tenemos y cuáles necesitamos, tanto en términos de digitar políticas públicas como en términos de qué se investiga disciplinarmente. Las ciencias y las tecnologías están perdiendo gran parte de la capacidad imaginativa y creativa en pos de la eficiencia de los papers, de la cantidad de papers por unidad de tiempo que tiene que producir alguien. Si la lógica es esa, ser creativo no rinde, lo más importante ahí es reproducir. Y así como creo que hay que dar la batalla hacia dentro, hay que darla hacia afuera: el científico y la científica con otros actores sociales y con las comunidades, discutiendo cómo las comunidades quieren vivir y, en ese contexto, qué rol pueden tener las ciencias y las tecnologías. 

-Eso implicaría asumir un rol muy diferente…

 –Seguro que las ciencias y tecnologías van a cumplir roles en las discusiones de las comunidades, probablemente no en el grado, en la intensidad y en la dirección que gran parte de la comunidad científica quiere y desea. Ahí el problema es que se ha transformado el pluralismo –porque hay saberes plurales, de hecho– en un monismo forzado, en un único discurso hegemónico que es un tipo de saber científico y tecnológico como esto que yo contaba de la toxicología. Habla el toxicólogo respecto del daño de insecticidas tipo neonicotinoides, pero la experiencia que tienen apicultores y apicultoras de nuestro país ni siquiera aparece. Habla determinado profesional de lo que generan los herbicidas sobre los cuerpos, pero las percepciones de las comunidades o de los sistemas hospitalarios respecto de lo que está pasando en Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba, el norte de Buenos Aires no aparecen. Entonces, creo que en ese afuera también tendrá que darse el campo de batalla, comprendiendo que el adentro y el afuera se vinculan, que lo que está pasando dentro de la comunidad científica y lo que pasa afuera estará vinculado.

-Pese a la complejidad y profundidad del problema, sos optimista. Si no, no habría libro ni lucha…

-Soy optimista, y lo que veo es un quiebre generacional muy marcado, que la gente mayor que yo –que tengo 43 años– no ve o no está dispuesta a ver. Los pibes y las pibas tienen otra fortaleza… Y otro escepticismo también. Todo esto que nos han vendido lo miran mucho más como figuritas a repensar y criticar. Eso no va a ocurrir de manera espontánea, tampoco les estoy cargando la responsabilidad del cambio, pero creo que el cambio va a darse en la medida en que esas miradas logren hacerse hechos.