Los medios hablaron de milagro, pero la mujer que dio a luz mientras perdía la vida vivía en situación de calle, una forma cruel del estigma social. Los médicos que la venían atendiendo cuentan quién era en realidad Yamila.

Yamila murió como vivió: invisible.

No la vio ninguno de los que recorría la ruta 8 en San Miguel y pasó delante de la chica, de 28 años, muy flaca y con la panza hacia afuera, embarazada de siete meses.

No la vieron los conductores de los autos que se detuvieron en el cruce con la ruta 202, esos que arrancaron y la dejaron esperando con la mano tendida y vacía luego de que ella les limpiara el parabrisas.

No la vio el camionero, que la atropelló y mató en el acto.

Nadie la vio volver al “rancho” donde ella paraba, sobre una de las paredes del cementerio de la Chacarita.

No la vio la marea periodística, que saturó sus reportes de las palabras “accidente” y “milagro” pero ni un renglón dedicaron a preguntar quién era la víctima, por qué estaba pidiendo limosna a punto de ser madre, por qué la sociedad puede convivir con desigualdad tan manifiesta, por qué el Estado olvida como si le diera placer la ausencia.

“Eso fue el viernes, nosotros estuvimos con ella el jueves”, dicen los que sí veían a Yamila.  Son los enfermeros Dante Verón y Natalia Zelaya, la médica clínica Julieta Galetto y Martín Behrens, director del Centro de Salud y Acción Comunitaria (CESAC) 33 de Palermo.

Cuenta Dante que “ella pasaba por acá desde hace unos siete años; venía con un carrito de esos de hacer las compras, tenía ahí sus poquitas cosas y los elementos para limpiar los vidrios. Nos pedía la llave de las duchas. Se venía a bañar. A veces se quedaba como cuatro horas ahí, salía con todas las yemas de los dedos arrugadas, como cuando uno está mucho en la pileta. Es que aprovechaba y lavaba su ropa. Nosotros fuimos entrando en confianza y una vez le ofrecimos que, ya que estaba, se hiciera unos análisis”.

Martín agrega que “Yamila era muy reservada, muy callada. Yo no sé si se hubiera acercado al CESAC si no fuera por las duchas. Pero para nosotros era una oportunidad. Y no la desaprovechamos. Le detectamos una grave enfermedad y empezamos el tratamiento. Fue un desafío abordar a una paciente en situación de calle. Porque es muy difícil la constancia y, sobre todo, la regularidad en la medicación. Nosotros le dábamos las pastillas acá, ella no se las quería llevar al ‘rancho’. Sus compañeros le robaban los remedios para consumir. Pero aun así ella hizo muy bien las cosas”.

El equipo de Salud vio a Yamila. Y esa mirada alivió una vida y, se verá, salvó otra.

Según explica Julieta, “ella vivía en su mundo pero a veces nos contaba sus problemas. Supimos que de chica había sufrido un abuso intrafamiliar. Eso la marcó muchísimo. Tenía tres hijos, su primer parto lo tuvo a los 14 años. Entre las pocas conversaciones que manteníamos, hace unos cinco meses me dijo que le parecía que estaba embarazada. ‘¿Cómo que te parece?’, le respondí yo. Le fuimos a comprar un test de embarazo a la farmacia. Se metió en la ducha, tardó como unos 40 minutos, salió toda mojada ella y mojada también la muestra del test, pero se veía claramente las dos rayitas”.

Natalia cuenta que le explicaron a Yamila que si quería podía interrumpir el embarazo, “pero no nos contestó, nos dijo que iba a ver qué hacer. Y se fue. Volvió días después, con la panza más grande. Ya no se podía hacer nada pero igual ella nos dijo que quería tener su bebé. Que el padre se había ofrecido a acompañarla en el embarazo y a intentar estar juntos, pero que no podían salir de la calle porque era mejor eso que los paradores de la Ciudad”. ¿Los paradores de la Ciudad son peores que la calle misma? Dante agrega que “la gente en situación de calle nos dice eso, todo el tiempo. Que ese lugar les recuerda a la cárcel, que te hacen hacer fila a las 5 de la tarde para entrar a las 7 y si no hay lugar te dejan en medio de Retiro hasta el otro día. Que separan a las familias. Que no te da bola nadie. Que tienen que dormir con las zapatillas de almohada porque si no cuando te despertás no encontrás nada”.

Nada y nadie. Hay destinos que solo tienen cuatro y cinco letras. Pero están los que a fuerza de trabajo y amor intentan revertir esa condena. Julieta empieza a llorar sin estridencias. Respira hondo y confiesa que no puede parar de sentirse triste, porque “pensamos muchas cosas sobre Yamila pero jamás este final, intentamos protegerla de muchas cosas y mirá lo que pasó… Cada vez que la veíamos era como una semillita de algo, como cuidar algo. Hicimos lo que pudimos”.

Hicieron mucho. Días antes del accidente, los médicos y enfermeros supieron que la grave enfermedad de la paciente había retrocedido, no le representaría a ella una amenaza presente ni futura. Y, mejor aún, no iba a trasmitírsela a su bebe. Pero no fue el bebé sino la bebé. Inmediatamente después del choque, un par de policías bonaerenses vieron un pequeño movimiento bajo los pantalones de Yamila, que ya no respiraba. Eran una mano y la cabecita de su hija, naciendo sobre el asfalto. La pequeña no esperó a nadie y se asomó sola.  Como si ese fuera un consejo que le hubiera trasmitido su mamá por el cordón umbilical durante siete lunas.

Conocí la historia de Yamila a partir de otro de los médicos que trabaja en el CESAC, Omar Sued. Me explicó cómo el grupo de profesionales se ocupaba de conseguirle comida, la acompañaban en los controles, le sacaban los turnos, “sufrían la frustración cuando no iba a atenderse y discutían entre ellos el enfoque a usar para convencerla que se cuidara más; en la medida de lo posible ella lo hacía”.

Hizo lo que pudo Yamila. Por lo menos que alguien se entere.