Cada vez son más los trabajadores del mercado informal quienes no terminan de ver ventajas en integrarse a una estructura sindical. La brecha puede llevar a un enfrentamiento en el que pierdan todos.

La épica más o menos solidaria generada por la oleada de 2001 pasó. Los jóvenes de ayer crecieron. Los de hoy ingresan al mercado laboral en un contexto signado por el emprendedurismo y las ideas llamadas “libertarias” con un sesgo extremadamente individualista, y una visión muy escéptica respecto de la idea de comunidad y del Estado al que aborrecen y desprecian como administrador del “interés general” y al que solo ven como un medio de expoliación y control. La idea de construir estrategias en común con ellos, requiere ciertas consideraciones.

Para empezar, repasemos brevemente de qué va la Leyenda del Kakuy.

El tema es así. Dos hermanos, un varón y una mujer vivían solitarios en el monte. Habían quedado huérfanos hacía un tiempo y ahora se las arreglaban entre ellos. Respondiendo a una distribución del trabajo que hoy diríamos “tradicional”, la hermana se quedaba en la casa mientras que el varón salía por ahí a conseguir víveres, como comida. miel, agua, cueros, y esas cosas que el monte proveía. Él le llevaba las cosas y ella, aunque las aprovechaba, no le retribuía con buenos gestos. Una vez, por ejemplo, él le pidió agua para tomar y ella se la tiró en la cara. Otra vez le tiró la comida. Como lo resume la chacarera “cuando él volvía de su jornada, agua y comida jamás encontraba”.

Bueno, el tema es que un día se cansó de ese maltrato y “la llevó al monte para castigarla”. Detectó un hermoso panal de miel, en lo alto de un árbol, la hizo subir y cuando ella estaba arriba, a punto de disfrutar la sabrosura del laburo de las abejas, el muchacho se fue descolgando del árbol podando todas las ramas que iba usando para bajar. Ella, obviamente no pudo bajar y allí se quedó a los gritos. Hasta convertirse en Kakuy.

Hay una interpretación canónica en el folklore argentino (entendido como ciencia de la cultura popular) es que el hermano pretendía poseer a la hermana y que ésta, para no transgredir la prohibición del incesto, se negaba reiteradamente; esta negativa le valió el castigo por parte de su hermano.

Al tema del kakuy (si lo despejáramos por un momento de su conflicto de género) le encuentro una similitud con algo que ocurre en el seno de las clases trabajadoras argentinas, donde hay unos hermanos que no se llevan muy bien. Me refiero a ese tándem que son por un lado los trabajadores en blanco, sindicalizados, con recibo de sueldo, vacaciones (el welfare state pack)  y por el otro los precarizados gustosos, los que se proyectan triunfando de la mano del emprendedurismo a pedal y de la sociedad abierta a los méritos para conchabarse en empresas como Rappi, Glovo o Pedidos ya!, pornombrar las más conocidas, aunque hay un gran cantidad de trabajadores que comparten horizontes y valores con aquellos, aunque son menos visibles (por razones obvias) dedicados a servicios relacionados a las tecnología de la información y la comunicación.

En general, los trabajadores en blanco quieren incorporar a los precarizados a su colectivo, para compartir juntos los beneficios (pocos, mermados, agredidos, pero beneficios al fin) con que el estado de bienestar benefició en su momento a los trabajadores mediante una legislación que de alguna manera protegía de las arbitrariedades de las patronales.

Pero por el otro lado, algunos de estos muchachos y muchachas se muestran renuentes a aceptar esa incorporación y “le tiran por la cabeza” las cláusulas contractuales que afectarían su independencia y su libertad para contratar libremente con las plataformas como señalan Gatto y Hudson en la revista Crisis, que ha dado buena cabida a esos temas con la referencia ineludible de Alejandro Galliano. No quieren ser parte de ningún sindicato. Porque no se identifican, por la demonización de la que han sido blanco los sindicalistas desde los medios de comunicación, o por lo que fuera. No quieren saber nada con los sindicatos, porque “donde van no necesitan derechos”. Aunque parezca mentira, podramos decir que el concepto de “derechos” (así en plural) también ha sido erosionado por las usinas de difusión del neoliberalismo y sólo ha quedado uno en pie: el derecho “de hacer lo que uno quiera con su vida”.

Si esos emprendedores deciden seguir su propio camino y ese ejemplo prolifera, es de temer que esos criterios flexibilizados lograrán aún más presencia en el “mundo del trabajo” argentino. El contexto pandémico no ha hecho más que agravar la situación general y el hermano sindicalizado no tiene demasiada espalda para salir a ofrecer, ya que él mismo ve peligrar sus propias conquistas consolidadas. Por el contrario, la precarización busca su destino bien arriba y tiene fe en sus fuerzas y capacidades. Aun a costa de su salud y de su seguridad (vial, sobre todo), ellos no son usuarios de derechos, como un pelado que no usa peine. o un esquimal que no usa ojotas.

Aunque la crisis descoyuntó los tiempos, los debates y cruces de opinión están vivos y los escenarios futuros están abiertos. Por un lado, la precarización parece inevitable y se concibe asociada a la desregulación total de las actividades (en algunos rubros más que en otros). A favor suyo juegan: la crisis, el alto desempleo, una revalorización de la administración del propio tiempo, rompiendo la mentalidad “fabriquera” de la que los boomers somos los últimos representantes vivos (opción que también tomaron muchos de los que se inscriben en el marco de las economías populares o cooperativas o freelancers del palo); finalmente incluso entre quienes cumplen horarios (¡entre los cuales hay no pocos boomers fabriqueros!) hay muchos que lo hacen en condición de monotributo y muchos que tienen una parte de su economía precarizada laboralmente o directamente “informal”.

Lo único que puede revertir esa tendencia a la precarización (si es que alguna vez una relación social se repitió “para mejor”) sería: primeramente un ciclo económico en alza que genere demanda de empleo; acompañado esto de un nivel de organización de los trabajadores que permita sentarse con más fuerza a la mesa de la negociaciones, quedando “subidos al árbol” quienes no quisieran sumarse a ese colectivo; finalmente, sería necesario una gestión estatal que genere marcos legales de protección a estos empleos y condiciones económicas y contractuales para que las patronales opten por esas formas de contratación; no es lo mismo una pyme que una transnacional.

Pero ¿Y si no? ¿y si en un ciclo económico en alza, los emprendedores quieren probar ellos mismos las mieles más altas del capitalismo? ¿los vamos a castigar? ¿Vamos a romper la hermandad? En muchos casos estas propuestas pueden sonar como una vuelta atrás artificiosa y melancólica respecto de tiempos gloriosos, además de que generen reales dudas acerca de su factibilidad. Permitámonos pensar que el cambio “hacia adelante” generará formatos aún desconocidos, que aunque podamos prefigurarlos y promoverlos, pueden no ser tal cual los pensamos hoy en este contexto.

Como sugiere Vercellone (Gracias, Miguel Mazzeo!)

Estaremos, por estas razones entonces, frente al pasaje del binomio garantía del empleo/trabajo prescripto y poco calificado, que caracterizaba al modelo fordista, a uno nuevo caracterizado por el modo en que el aumento de las calificaciones y de la capacitación requeridas a los trabajadores asalariados, va hoy de la mano con la precarización del empleo y el fenómeno del desclasamiento. Con este concepto se entiende un proceso de desvalorización creciente de las condiciones de empleo y de remuneraciones respecto a la calificación certificada por diploma y a los conocimientos efectivamente movilizados por los trabajadores en el proceso de trabajo

Es probable que los cambios de los últimos años hicieron que la tarea haya quedado demasiado grande para la capacidad de los sindicatos, incluso para el Estado mismo si es que este tuviera preferencia por los trabajadores sindicalizados y diseñara políticas ad-hoc. Pero no es un drama irreversible. El error sería creer que la vía regia para entrarle a esos sectores es solamente por la vía de la sindicalización y la vieja y querida “lucha económica”. La sociedad civil tiene una densa trama de instituciones y organizaciones desde donde se pueden construir consensos para generar más democracia, más justicia  y más participación e inclusión y en ella tienen que tener lugar todos los trabajadores, incluso los que eligen formatos laborales no compatibles con la legislación que los ampare. ¿Es la economía? sí; ¿y la ideología? más vale.

En comprender eso o no, se nos juega una carta fuerte para pensar las posibilidades de construir un país mejor. También nos queda, como en la leyenda, pudrirla toda. Y bancarse las consecuencias.