Un fantasma recorre nuestros días, el fantasma del tedio. Todos los días se parecen y la realidad se achata, pese a la fábrica Netflix. Algo sobre lo que dijo de esta situación existencial, desde Pascal a Lacan.

Contrariamente con lo que sucede con la pandemia, la realidad entró en una meseta, donde parece haber encontrado su incómoda zona de confort. Eso sucede a nivel general, donde no hay grandes cuestiones en juego. Habría que decirlo mejor: el gobierno entró en una especie de superactividad –en los últimos días, reestructuración de la deuda, reforma judicial, nueva forma de contabilizar los casos de recuperados del Covid-19, subsidios a los familiares de las personas fallecidas por la pandemia. Se lo puede acusar de muchas cosas, pero no de pasividad. Casi todos los días aparece algo nuevo. Pero nada mueve demasiado el amperímetro salvo el caso de Vicentin, que hoy asoma como suspendido sino frustrado definitivamente. Pero en ese caso entró en juego un sector muy impreciso socialmente y que es más que nada un sistema de creencias: el campo. La gente del campo sostiene y muchas veces cree efectivamente que ellos son los únicos que producen verdadera riqueza en el país, aporte que es dilapidado por el mundo urbano, en especial la Capital y dentro de ella por la clase política, que se la lleva todo de la mano del gasto público y de la corrupción. Una especie de manual emocional y agrario de liberalismo.

Lo demás es demasiado abstracto o sectorizado. Lo cual no invalida su necesidad pero sí lo coloca en mundos inaccesibles. Cuando entra el aparato judicial en juego (como amenaza la tapa de La Nación del domingo para detener la reforma), el tiempo se detiene, las cuestiones se erosionan. La cuota de cambio de clima la traen los más mediocres: una conductora de un programa chato y nocturno que finge beber en cámara el tóxico dióxido de cloro y un hijo de otro hijo que celebra con el puño cerrado la posibilidad de que suba el número de infectados. Poca cosa con poca vida.

Mucho no se puede esperar de la oposición, cada vez más reducida a una articulación enfática de reiteraciones: Cristina, república, insitucionalidad, Cristina y coso. De allí que hayan entronizado a alguien como Milei, una mezcla de Carozo y Narizota con el comisario Etchecolatz.

La cuarentena, más que obvio es decirlo, nos quita variantes, no se puede salir a pasear, ni reunirse con amigos, ni hay estrenos ni recitales. El resultado de esta doble combinación de lo macro anodino y lo micro limitado desemboca en una sensación que es la bestia negra de la sociedad del espectáculo: el aburrimiento, el tedio. Siempre hay que divertirse, salirse de uno, entrar en otros destinos, en otras vidas mejores o peores que las nuestras es el mandato. Todo eso ha quedado bastante acotado, persisten los libros, las plataformas estilo Netflix nos abarrotan de series, está, todavía en ciernes, la posibilidad del streaming. Pero mientras tanto el tiempo transcurre y se va haciendo cada vez más igual a sí mismo. Tal vez de la misma manera que se nos augura que por un rato largo vamos a tener que convivir con el virus, lo mismo sucedería con el aburrimiento.  Como para cumplir con la palabra con la que lo designan los alemanes, Langeweile, larga vigilia.

Tema que tiene su historia que vale la pena recorrer. Aburrimiento, tedio, hastío, aunque no sean lo mismo, se suelen usar como sinónimos. Para Blaise Pascal, quien probablemente haya sido el primero en ocuparse del asunto, es la búsqueda de placeres y diversiones la que aleja a las personas de las cuestiones realmente importantes. O sea que para acercarse a las verdades hay que aburrirse, En esa misma línea Michel de Montaigne reivindica la imagen del hombre solitario, entregado a la tarea de pensar, que es su manera de construir sabiduría. Claro, que en ese encierro inventó un género que sigue gozando de buena salud, el ensayo. O sea que la salida de la diversión puede ser productivo, pero en el caso del francés era una elección, aunque haya estado marcada por la edad y el paso del tiempo.

Hay otras posiciones del aburrimiento como productivo. Kierkegaard tenía la teoría de que el aburrimiento fue lo que pobló al mundo: Dios se aburría y, por eso, creó a Adán; como Dios y Adán se aburrían, vino Eva y de allí en más. Por su parte, mucho tiempo después, Lacan plantea que la queja del aburrido es la manifestación del deseo de Otra cosa. Necesitar esa Otra cosa es un signo de aburrimiento y, tal como el aire que respiramos, llegará a decir Lacan, vivimos esa dimensión, en la que no se piensa lo suficiente, desde el nacimiento. O sea, casi un estado natural nacido de un deseo imposible, el de otra cosa. De algún modo, una reescritura del spleen del que hablaba Baudelaire, como una suerte de desasosiego permanente.

En el medio, existió un movimiento literario, iniciado por Sainte-Beuve, al que se denominó mal du siècle y que sostenía que el fracaso del iluminismo y la nueva sociedad industrial habían dado como consecuencia un vacío existencial que llevaban inevitablemente al hastío, que, de algina manera, es la percepción de una falta general de sentido. El destino lógico de esa percepción debería ser el aislamiento y la renuncia a toda sociedad humana. Karl Huysmanns quien terminó sus días como un ferviente católico (allí seguramente encontró el sentido perdido) escribió una novela luminosa sobre ese estado de ánimo, Contra natura, en la cual el protagonista abandona el mundo para encerrarse en su casa y encontrar remedio a su hastío en diversos placeres, la lectura, la comida, los aromas. Lo que plantea Huyssmann, a diferencia de otras concepciones del aburrimiento, es que puede ser una bendición, porque nos aleja de los grandes males, la sociedad de los demás seres humanos y la naturaleza.

Walter Benjamin decía: “El aburrimiento es esa ave que incuba el huevo de nuestra experiencia”. Sin tedio, no hay vida, podría explicarse, es su condición necesaria.

La lista de quienes hablaron del asunto es prácticamente interminable e incluye a Schopenhauer, Nietzsche y Heidegger, entre mucho otros.

Es decir que el aburrimiento posee en sí su propio antídoto en la medida en que no se lo niegue. Incluso puede admitir una saludable patoteada: “Sí, estoy aburrido ¿y qué?”.