El terrorismo de Estado nunca se ha callado y siguió por muchos años reivindicando con disímiles argumentos, más o menos explícitos, la represión ilegal. En su momento se prendieron a esa defensa  Etchecolatz y Scilingo. Pero pronto aparecería una pata civil en los libros de Vicente Massot y sobre todo de Nicolás Márquez, visitante ocasional de algún set de televisión, que ahora apunta sus cañones textuales contra el “progresismo”.

Durante mucho tiempo, los defensores de la represión bajo la dictadura optaron por el silencio escritural, o por los textos de circulación restringida entre acólitos y seguidores, que sirvieran más que nada para mantener las viejas místicas. Hay una amplia lista de esos libros, que no suelen aparecer bajo un sello editorial reconocido –con unas pocas excepciones -, que repiten entre sí argumentos, fórmulas y retóricas, cuando no párrafos enteros, para justificar o negar lo ocurrido. Después de más de treinta años de democracia, hoy parece haber llegado, de la mano de la modernización, de los sitios de Internet y de una formulación más prolija y ordenada del material, un nuevo deseo de superar los límites de la interna y alcanzar públicos más masivos. Un deseo que parecería confirmar (o querer confirmar) el número de lectores de La otra parte de la verdad de Nicolás Márquez (en su sitio se habla de 25.000 ejemplares).

Hasta entonces, lo que se escribía estaba destinado a la interna, aunque hubo algunas circunstancias puntuales que marcaron la aparición de algunos libros. Fue el caso del hoy condenado ex comisario bonaerense Miguel Ángel Etchecolatz, quien al quedar exonerado por las leyes de punto final y Obediencia Debida de la condena de 23 años de prisión que le había impuesto la justicia, puso en los quioscos La otra campana del Nunca Más. Acompañó esa edición con un operativo de prensa que incluyó un penoso episodio junto a Alfredo Bravo en el programa de Mariano Grondona, quien no tuvo mejor idea que reunir en una mesa, como si hubiera diálogo posible, al torturado con su torturador.  Por otro lado, luego de la repercusión de El Vuelo, en el que Horacio Verbitsky volcaba el relato de los vuelos de la muerte que le había hecho Adolfo Scilingo, el mismo militar consideró que tal vez no le vendrían mal unos pesos e hizo circular sin éxito por varias editoriales el manuscrito de Para siempre nunca más, donde copiaba párrafos enteros de sus propias y anteriores declaraciones. Finalmente, el libro apareció en edición de autor y durante el juicio que se le celebró en España, Scilingo, cuando se le leyeron párrafos que lo inculpaban, dijo desconocer el contenido que se le atribuía y que había puesto su firma en la obra a cambio de 300 dólares.

Como puede verse, se trataba de responder con un texto a una circunstancia acotada, a un hecho puntual, al que se aludía sin mayores eufemismos. A esto, se sumaba un desorden de ideas y escritura junto a un absoluto desprecio por la sintaxis, lo que llevaba a pensar que sus autores los habían escrito sin ánimo alguno de perdurabilidad.

La casa en orden

Lo de Etchecolatz y Scilingo, eran respuestas de coyuntura frente a situaciones judiciales y en cierto sentido, en vez de defenderse, atacan. Hay textos, como los de Vicente Massot y Nicolás Márquez o In Memoriam, tres tomos editados por el Círculo Militar en los que, como una especie de negativo del Nunca Más, se da la lista de las víctimas del accionar guerrillero, con datos personales y circunstancias en que se produjeron esas muertes. Por un lado, puede pensarse que efectivamente el lento proceso que llevó del anuncio de la derogación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida a su concreción planteó para los seguidores del Proceso la necesidad de un debate público que saliera en defensa de los militares e integrantes de las fuerzas de seguridad que debieran concurrir a los estrados. En ese momento, los links de los sitios pro represores remitían de manera constante, además de a sitios vinculados a organizaciones anticastristas con base de operaciones en Miami, al de Juan Carlos Blumberg, que por entonces clamaba por un endurecimiento de las penas. Esto implica el trazado de un mapa ideológico que asocia el discurso de la mano dura con el de la represión de la dictadura, pues hay elementos en común entre ambos. De hecho, Eduardo Feinmann,  uno de los apóstoles caracterizados del gatillo fácil, convoca cada tanto a Márquez a su programa de cable y  de vez en cuando se lo invita  a Intratables cuando se tratan allí temas vinculados al Terrorismo de Estado, como si se lo reconociera la representación civil de la barbarie militar. Para cumplir con ese mandato de la tele de que se escuchen “las dos campanas “, Márquez se presenta como un defensor del terrorismo de Estado de aspecto moderno y peinado sin gomina. Un desacartonado, en resumen, una voz pro militar sin entonaciones castrenses.

El libro de Etchecolatz es un permanente caos, sin una línea que articule retratos biográficos, justificaciones ideológicas, presentaciones judiciales y argumentos en los que se mezclan supuestos documentos de la guerrilla con noticias de los diarios de la época. Escrito con un llamativo descuido, es justamente ese desorden el que lleva a que se repita palabra por palabra un párrafo, sobre el que vale la pena detenerse: “No luchamos para quitar vidas, sino para desterrar un mal que quería someterla (supuestamente se refiere a la patria) a la opresión, para desechar una implementación ideológica jamás aceptada por los argentinos o una sutil intención de desvirtuar nuestra identidad Cristiana. Porque no nos gusta la intromisión de insectos foráneos”. El “argumento” remite a una prosapia de larga data inaugurada en la segunda mitad del siglo XIX por el positivismo con su sistema de metáforas médicas para describir el funcionamiento social: organismos, anticuerpos, curas radicales y cirugías sin anestesia . Según esta perspectiva, que fue hegemónica durante el Proceso y que aparecía de manera persistente en la publicidad oficial, la subversión era una invasión de ideas e idiosincrasias foráneas y ajenas al sentir de los argentinos, en resumen, alimañas ideológicas. Etchecolatz se inscribe claramente dentro de esa línea y sus acciones se describen como una guerra santa, en la que se defendía al mismo tiempo la cruz y la bandera.

El primer libro de Nicolás Márquez –que irónicamente es homónimo del tío abuelo de García Márquez en cuya historia se inspiró El coronel no tiene quien le escriba– persiste algo de ese caos, surgido también de la necesidad de la suma de argumentos, la mayoría de los cuales ya son muy conocidos: que se trató de una guerra no convencional y que por lo tanto lo ocurrido no puede juzgarse con los parámetros de la Convención de Ginebra, que el golpe del 76 contó con el beneplácito de una parte mayoritaria de la población, que la práctica de la desaparición de personas había comenzado durante el gobierno de Isabel Perón. Pero aparecen en su libro dos conceptos que pese a que no son nuevos resultan especialmente problemáticos y difíciles de comprender: la reconciliación y la verdad.

Disparos a ciegas

Hay algo que se mantiene entre La otra parte de la verdad y La mentira oficial(el segundo de la serie):  no hay personaje que aparezca que no esté acompañado de su correspondiente epíteto: “la terrorista Alicia Eguren  de Cooke”, “el dirigente gramsciano Juan Carlos Portantiero”, “el lamentable figurón Aníbal Ibarra” “el eterno cachafaz Antonio Cafiero” son sólo unos pocos ejemplos de la larga lista, donde sólo se salvan los “pensadores” Mariano Grondona y Bernardo Neustadt y aquellos que, aun perteneciendo a los bandos enemigos, sostienen conceptos o informan hechos que se adecuan a las ideas generales del libro, como es el caso de Juan Gasparini, de reconocida militancia montonera y que logra librarse de toda calificación. El tono beligerante general se extiende a situaciones (se compara al gabinete de Cámpora con un “bolsillo de payaso”, se caracteriza a diputados y senadores kirchneristas como “fundas de látex a sueldo”) y vacila alrededor de algunas personas, como el caso de Juan José Sebrelli, a quien se execra o reivindica según convenga a los argumentos planteados. Es tan fuerte ese tono de confrontación, que en un momento el texto habla de sí mismo como “el libro de marras”, como si ignorara que referirse a algo de esa manera implica una forma muy intensa de menoscabo. Este cedazo descalificador no se queda en una lista de personajes,  sino que se extiende a formas de pensamiento y de accionar político. Se critica ferozmente al “progresismo”, a los medios de comunicación, a lo que se considera un inmovilismo congénito de la derecha nacional y a ciertos “mitos democráticos” como aquel que supone que se trata del gobierno del pueblo. Esta línea tendrá su continuidad en otros libros de Márquez.

Todo este minucioso escrutinio hace difícil imaginar cuáles serían los sectores que habrían de reconciliarse. Salvo que, aunque los libros no lo digan y, por puro descarte, lo que esté en juego sea una reconciliación entre corporaciones, que son las únicas que no son puestas en tela de juicio en estos libros, ni siquiera aquellas que se supondría criticables desde esta perspectiva, como podría ser el caso de los sindicatos.

Otra pista sobre los significados posibles de la reconciliación, la brinda Vicente Massot en su libro Matar o morir: “Toda guerra irregular que apela al terrorismo implica un proceso de regresión hacia lo tribal, cuya naturaleza radica en la no distinción entre violencia y crimen. Con estas coincidencias particulares e insalvables: que el ejercicio del terror como arma política supone transformar a las personas contra las que se apunta, de sujetos cuya existencia se valora, en meros objetos destinados a ser destruidos. Cuando una organización política se militariza y se vertebra bajo las características de guerrilla, en realidad está rompiendo los fundamentos de la guerra convencional. (…) los aparatos armados clandestinos recusan las insignias fijas y visibles en las ropas de sus combatientes, no portan armas abiertamente y jamás respetan las costumbres del Derecho de Guerra, características que los igualarían a los ejércitos regulares. Al violarlas, el guerrillero pasa a convertirse en criminal. Y la guerra, a partir de ese momento, adopta las formas de la enemistad absoluta, que nunca se da entre ejércitos clásicos.” Cabe recordar que su sobrino, Nicolás Massot, jefe de la bancada de diputados de Cambiemos ha abogado recientemente por la reconciliación en términos menos beligerantes que su tío, pero tan imprecisos como los de Márquez.

Además, de estar muy lejos de la ausencia total de sofisticación de Etchecolatz, este planteo establece que la lucha antisubversiva ha dejado una marca indeleble y que en verdad no hay reconciliación posible más que en la eliminación del enemigo (etapa en parte cumplida) y, sobre todo, de sus expresiones ideológicas. La reconciliación implicaría la destrucción (el famoso término aniquilación, tan discutido) del otro en tanto tal. Se puede encontrar una cierta renuncia a este afán de desaparición del otro en Un canto a la patria, escrito por Arturo C. Larrabure en homenaje a su padre, quien se suicidó en una cárcel del pueblo del ERP en 1974. El problema es que Larrabure pareciera no poder salir de la trama de Memoria Completa, y a pesar de sostener en muchos capítulos de su extenso libro que la enseñanza que le entregó su padre fue la necesidad de perdonar, aceptó que su libro fuera beligerantemente presentado por Bernardo Neustadt en su momento.

En el contexto planteado y dada la imposibilidad de resolver el tema de la reconciliación cuyo espíritu está en contradicción con la retórica, el contenido y el sistema de alianzas en que entran estos textos, lo que parecería importar es el tema de la verdad. De modo similar a lo que ocurre con el revisionismo del Holocausto, de lo que se trata es de relativizar las cifras, discutir en términos semánticos (en el caso argentino, la noción de genocidio) y desviar los ejes de debate: por ejemplo, lo que suele afirmarse en estos libros es que, como resume Márquez, “no fueron 30.000 ni inocentes”. Pero, ante esta repetición de procedimientos, si de verdad se trata, sorprende que se citen frases improbables de Gramsci sin referencia bibliográfica alguna, como hace Márquez en su primer libro, un error que repara en parte en el segundo, pero cuando se busca en las innumerables referencias a qué texto de Lenín pertenece la frase “Nunca hemos rechazado el terror ni podemos rechazarlo (…) esencial en un momento dado del combate” se comprueba que ha sido extraída de La rebelión de la nada o los ideólogos de la subversión cultural, de Enrique Díaz Araujo y cuyo título es explícito respecto de sus inclinaciones ideológicas. Es el mismo tipo de arrebato que recorre las páginas de cada uno de estos textos y que no parece la mejor premisa metodológica si la tarea propuesta es la de establecer verdades.

Frente a esta actitud cabe pensar en dos hipótesis, o la verdad, pese a las declaraciones, es un valor absoluto o no puede decírsela. Hay momentos en La mentira oficial, donde se la roza en un par de párrafos cuya ambigüedad no deja de producir cierto escozor. Luego de aludir a los inconvenientes con la prensa y los poderes mundiales que hubiera acarreado dar a publicidad las ejecuciones a guerrilleros, Márquez sostiene que “el cuestionamiento que debe hacerse al respecto recae sobre la forma del procedimiento pero no sobre la legitimidad y necesidad del combate en sí. Vale decir: las críticas pueden caer sobre aspectos de tinte doméstico, o sea en cuanto a lo accesorio, pero no sobre lo principal.” Es casi admitir que hubo ejecuciones en masa, algo que también declararía uno de los principales impulsores de esta defensa, Ramón Genaro Díaz Bessone, director del Colegio Militar, en la película Escuadrones de la muerte. La Escuela Francesa, dirigida por la periodista francesa Marie-Monique Robin. Una sinceridad que recuerda al célebre discurso de Himmler ante las SS en Posen y que contiene una especie de resumen de la llamada “solución final” y que culminó en el Holocausto. Allí dijo algo que podrían suscribir nuestros genocidas locales: “Había que adoptar la difícil decisión de conseguir que esa gente desapareciera de la faz de la Tierra. Ya que para la organización que debía ejecutar la orden fue la más difícil que jamás tuvimos […] Creo que puedo afirmar que esta orden se ejecutó sin dañar la mente o el espíritu de nuestros hombres y nuestros líderes. El peligro era grave y siempre estaba presente, pues la diferencia entre convertirse en seres crueles y sin corazón, y ya nunca respetar la vida humana, o ablandarse y sucumbir a la debilidad y los colapsos nerviosos […] es la brecha que media entre ScillaCaribdis, es abrumadoramente estrecha.”

La historia por otras vías

Para muchos sectores, la reincorporación de la presencia militar en los festejos del Bicentenario significó un apoyo velado al Terrorismo de Estado. Así lo celebró Nicolás Márquez. En el sitio web Prensa Republicana (bajo el explícito slogan :”las ideas derechas”), Márquez expresó su deseo de que: “al restaurarse y rescatarse el Estado de derecho a partir de diciembre del corriente, se lleven adelante todas las acusaciones e imputaciones habidas contra jueces, fiscales y funcionarios de todas las jerarquías que hayan participado directa o colateralmente en esta agresión física y moral contra quienes fueron primero mal encarcelados y posteriormente abandonados o apaleados por el arbitrario andamiaje estatal”. En el sitio escriben, previsiblemente, Vicente Massot y Cosme Beccar Varela quien calificó a Rodríguez Larreta como el “político más feo del planeta”, por mentir –de acuerdo a su criterio- sobre la cantidad de asistentes a la marcha a favor de la despenalización del aborto. Los dos juegan a la oposición escriba pasional y escriba reflexivo. Y Márquez los reúne en su sitio.

Y, además, escribe allí Agustín Laje, el nuevo socio de Márquez con quien publicaron El libro Negro de la Nueva Izquierda, en el cual plantean un viraje: ya no se trata de hablar del pasado, supuestamente los otros libros ya lo habían saldado y es de esperar que el paso del tiempo ponga las cosas en su lugar. Por otro lado, los referentes más emblemáticos del terrorismo de Estado se les han ido muriendo. Y dada la  falta de defensa de lo actuado por parte de los propios militares, empeñados en pactos de silencio. ¿A quién citar entonces?

La batalla por la Memoria Completa sigue en pie, pero hay guerras de más largo alcance y más urgentes. Continuando con una argumentación propia de la dictadura, la tesis subyacente es que la izquierda –que para ellos abarca toda forma de progresismo- es proteica y siempre encuentra resquicios para seguir con  su tarea de socavar instituciones y valores. No hay en el libro mucho más que esta lista que despliega el prólogo: “Los viejos principios socialistas de lucha de clases, materialismo dialéctico, revolución proletaria o violencia guerrillera, ahora fueron  reemplazados por una rara ingesta intelectual promotora del ‘indigenismo ecológico’, el ‘derecho-humanismo’ selectivo, el ‘garantismo jurídico’ y por sobre todas las cosas, por aquello que se denomina como ‘ideología  de género’, suerte de pornomarxismo de tinte pansexual, impulsor del  feminismo radical, del homosexualismo ideológico, la pedofilia como ‘alternativa’, el aborto como ‘libre disposición del cuerpo’ y todo tipo
de hábitos autodestructivos como forma de rebelión ante ‘la tradición
hetero-capitalista’ de Occidente.” (Una digresión: este discurso “antiprogresista” puede encontrarse, con sintaxis pulida y más decoro de redacción,  en las columnas dominicales de Jorge Fernández Díaz en La Nación y en una versión más brutal casi cercana a Márquez en las intervenciones de Eduardo Feinmann. La retórica es también un modo de significar y de relacionarse con los demás. Ni Márquez, ni Fernández Díaz ni Feinmann se abren al diálogo, hacen caer sobre sus lectores un diluvio de adjetivos y neologismos descalicadores).

Desplazamiento del eje, se puede pensar que esta es la ideología de la dictadura por otros medios. Hoy el lobo subversivo se ha disfrazado de ese cordero de la posmodernidad al hay que combatir de la manera en que se pueda, por ahora con una batería de silogismos falsos. Estos libros, estos sitios –como el desaparecido En esta semana, donde escribían militares presos, y sus familiares- por ahora disputan la versión del pasado desde las palabras. Para eso cuentan con un clima de época favorable, desde el regateo por el número de desaparecidos hasta la reivindicación sin reparos de lo actuado por las fuerzas de seguridad, en el contexto que sea. Además de recuperar la costumbre de los desfiles militares en el que se ha podido escuchar la marcha Avenida de las Camelias, que acompañaba los comunicados de la Junta Militar. Símbolos y hechos concretos van dibujando un panorama donde ciertos discursos encuentran un espacio que se suponía clausurado para siempre.

La pregunta, por ahora difícil de responder, es que país tendríamos de imponerse la versión de los Massot y los Márquez. La idea de que el enemigo es el mismo con otras ropas y que se lo debe seguir combatiendo elude por ahora el tema de la metodología que debe usarse para combatirlo, pero si aquello estuvo bien, o fue la única alternativa (en las versiones supuestamente más reflexivas), puede pensarse que la utopía que subyace a estos libros y discursos es la aniquilación de aquel que no sólo se vive como enemigo irreconciliable sino también incorregible.

Reconciliaciones imposibles y verdades a medias,  pero siempre brutales. Una forma de ver el mundo que no se resigna al exilio y que parece creer encontrar hoy una brecha para volver a decirse. No siempre el huevo de la serpiente logra tener cría, pero no deja de aspirar a sobrevivir como especie cuando encuentra un nido donde establecerse.