Volvió del anunciado retiro para seguir con el discurso de siempre, el de la superioridad moral y el del rechazo a la política como forma de negociación y administración de los conflictos. Para Carrió y para Juntos para el Cambio hoy no existe más que la acusación sin propuestas ni diálogo.

Uno de los importantes logros, sino el principal, de Elisa Carrió es haber introducido en el debate político la idea de la superioridad moral. Ya no se trata de enfrentamientos entre populistas y neoliberales, de proteccionistas contra aperturistas, de estatistas vs privatistas, de asistencialistas contra meritócratas. Nada eso. Hoy quienes se enfrentan son los transparentes contra los corruptos, los autoritarios contra los republicanos, los conspiradores contra todos los que hacen todo a puertas abiertas, en definitiva (aunque pueda sonar primitiva su formulación), los buenos contra los malos. Con esas banderas irrumpió en la escena durante el menemato para ocupar, o pretender ocupar, la primera fila en la lucha contra la corrupción, con la armadura de diez cajas que contendrían pruebas irrefutables y que nunca dio a conocer, ni siquiera armando un simulacro.

La cuestión de la superioridad moral elimina toda forma de acuerdo con el adversario, pues con los malos no se transa, cualquier concesión es una claudicación de los propios ideales o una forma de ensuciar la causa a la que se representa. Esa idea inspira el editorial de Macri publicado el domingo por La Nación. Todo lo que el gobierno hace está destinado a avasallar la constitución, terminar con las instituciones para quedarse finalmente con todo el poder llevándose puesta la libertad de los argentinos. Ni críticas puntuales, ni propuestas alternativas, es una serie de valores lo que está dramáticamente en juego. “Las autoridades al frente del Poder Ejecutivo vienen desplegando una serie de medidas que consisten en el ataque sistemático y permanente a nuestra Constitución. Para poder gobernar sin límites, violentan la ley fundamental de la Nación”, dice.

A su vez, a diferencia de los enfrentamientos en términos políticos, empodera a aquellos que se sienten superiores. Por eso un grupo de vecinos del country Altos del Pilar impidió, incluso con muestras de violencia, el ingreso de Lázaro Báez a su barrio. Otro tanto sucedió en la marcha del Congreso por el tema sesiones presenciales y virtuales. Incluso se intentó a ingresar al recinto, con la idea de impartir justicia, de separar a santos de réprobos e infligirles su merecido castigo. Todo fogoneado por Alfredo Casero, que vendría a ser la versión desaforada de Carrió, de la misma manera que Lanata es su versión cínica.

Yo soy mejor que vos

La creencia en la superioridad moral de unos respecto de otros está muy arraigada en la cultura argentina. Basta con pensar que el tango más popular es Cambalache, que viene a ser un canto desalentado y nostálgico a la meritocracia: aquello de “lo mismo un burro que un gran profesor” o de “los inmorales nos han igualado”. Aparece también en el tema de Enrique Santos Discépolo, el no reconocimiento al valor del trabajo “no es lo mismo el que labura que el que vive de las minas”. En la versión siglo XXI, la oposición moral es entre los que laburan y los que viven de los planes. Y acá la mina de la que se vive es reemplazada por el Estado, el gran corruptor. No es casual que Carrió actúe contra representantes de la oposición o incluso de su propio espacio político como cuando pidió la renuncia de Garavano. Pero sus denuncias nunca van contra el mundo de lo privado, como cuando salió a defender las empresas offshore de Macri. En ese universo no hay que entrometerse, porque todo lo malo pasa por el Estado.

Todo esto es planteado por la ex diputada en medio de un discurso por momentos delirante, casi siempre egocéntrico y a todas luces inconexo. En la última entrevista que le concedió a Morales Solá, habló de plantas que se marchitan y rebrotan, de que manejaba todo desde la cama mientras veía documentales de Netflix, de las razones por las cuales no hubiera sido vice de Macri.  Pero es muy factible que este caos discursivo, que suele caer en lo necrofílico como cuando celebró la muerte de De la Sota o comparó a Maldonado con Disney, sea una de las claves de su éxito. Primero porque traza una línea de continuidad permanente entre lo público y lo privado porque es ella misma, su cuerpo la que la representa. Le pone el pecho a las balas. Algo así como que, aunque derrape, dice verdades y se la juega. De allí tantas denuncias de que se la quiere matar: en aquella entrevista, dijo que se cuidaba con el agua después de lo que le pasó al opositor de Putin, supuestamente envenado con café. No importa lo que diga, Lilita es una actitud.

Y por otra parte Carrió aporta y se echa al hombro la otra cara de la superioridad moral: la judicialización de la política, como cuando asume por las suyas presentar un recurso ante la Corte Suprema para que declare inconstitucional a la última sesión de Diputados, cuando amenaza a Massa de denunciarlo nada menos que por traición a la patria. Los disensos no se resuelven en términos de correlación de fuerzas sino que se entregan a manos de tribunales que, se supone, no están atravesados por la política. Y en el caso de que los fallos sean adversos, siempre queda el recurso al otro poder, el de los medios, que ayudan a que todo se lea en términos de moral.

A Juntos por el Cambio, el discurso de la superioridad moral le fue muy útil para ganar las presidenciales del 2015 y para que Macri pudiera remontar algo de la tremenda diferencia que le había sacado la fórmula Fernández-Fernández en las PASO. El gobierno de Cambiemos fue una negación de la política, no trabajó nada de eso que reclama hoy siendo oposición: diálogo, consenso, que los planteos de la oposición fueran escuchados en la mesa chica del gobierno.

El regreso de Carrió a su espacio político parece estar machacando sobre el gesto de una exhibición constante de superioridad moral de los seguidores de JxC. Nada de macrismo residual, las voces de las supuestas “palomas” no se escuchan –tal vez con la excepción de Lousteau que juega su propio partido, y de Pichetto que, a pesar de sus dichos xenófobos y sus reivindicaciones a rajatabla de un individualismo antisocial, es un hombre la política – hoy ha quedado relegado del espacio.

En este dilema se mueve hoy el partido que preside Patricia Bullrich en la superficie y Macri desde las sombras. Cuánto tiempo puede funcionar un espacio que prescinda de la política y se presente como la opción honesta y democrática frente a la corrupción y el autoritarismo. Con eso no funciona la política a la que tanto combate Carrió.