Tres amigos y una charla morosa frente a los restos de un asado que se van enfriando y una botella casi vacía mientras en el cielo se arma el preludio de una tormenta.

El rengo dijo que no, que él no lo había visto, que se lo habían contado. Pero no le creyeron. Era raro. Casi siempre, si alguien dice que no vio, que lo sabe porque otro, otro que se supone que vio lo que él dice que no vio, se lo dijo, las cosas que cuenta de eso no visto no se creen. Se ponen en duda. Siempre. Pero al rengo le pasaban a menudo esas cosas. Le creían. O, mejor dicho, no le creían cuando ponía algún tipo de reparo, algún tipo de ilegitimidad para que los demás supieran que él no había estado allí, en el momento justo de los hechos. Entonces, no le creían. Por más que el rengo jurara una y mil veces que no había estado, que se lo habían contado pero que no había estado, nada, no le creían. Le hacían gestos como de “a mí me la vas a contar”. Daban por sentado que el rengo había estado allí, que había visto todo, pero que se hacía el pelotudo, diciendo que se lo habían contado. Suponían, los otros, los otros a quienes se dirigía el rengo, que el rengo era una especie de mentiroso al revés. Una especie de tipo que abre el paraguas, una especie de constante “por si las moscas”. Un tipo que decía no lo vi para que hubiera, de inmediato, una duda en lo que contaba que le habían contado. Es decir: los otros, esos otros a los que el rengo les contaba, lo suponían un bicho ladino. Un jodido. Eso, al rengo, le pasaba muy a menudo.

El rengo está sentado en la silla de espaldas a la ventana. No puede ver lo que ocurre afuera, pero nada de lo que pasa adentro le es indiferente. Mira todo. Observa todo. Sabe todo. Los movimientos de los demás, el orden inalterable de las cosas, las caras de los otros, las guiñadas, los codazos, la disposición de los objetos arriba de la mesa, la posición exacta de la silla vacía y el leve balanceo en las patas traseras de las ocupadas por los otros dos. Los otros dos son el flaco y el otro.

Los mira, poniendo toda su sinceridad en los ojos para decir que no lo vio. Y los otros dos vuelven a codearse, cómplices, con una media sonrisa colgada, casi en espejo. Una en la boca del flaco, la otra en la boca del otro. No hay caso. No le creen.

El rengo vive en la casa pegada a la de la esquina, puerta estrecha y alta. Demasiado alta para las casas de la cuadra, por lo general tirando a achaparradas, quizás como cuidándose del viento que, cuando sopla, sopla en serio. Alta y estrecha la puerta de la casa del rengo, similar a las del museo, unas tres cuadras más allá de la casa del flaco y media a la derecha, justo enfrente de la plaza.

“No jodás”, dice el flaco, sacando un cigarrillo del paquete y golpéandolo contra la mesa para que el tabaco se apelotone hacia el lado del filtro. Lento, el flaco golpea contra la mesa por el lado del filtro. Es una maniobra que practica como rutina cada vez que saca un cigarrillo del paquete. Parsimonioso el flaco, como llevando a cabo una ceremonia que él y todos los que él conoce conocen, golpea el cigarrillo por el filtro contra la mesa y repite “no jodás”.

–Vos lo viste y te hacés el boludo –dice y moja el filtro entre los labios. Después prende el fósforo y pasa la llama, a uno o dos centímetros, por el filtro que queda, apenas, amarronado. Mejor, amarillento. Pura rutina que, sin embargo, los otros dos miran como si se tratara de algo nuevo, especial.

El rengo desvía la mirada del cigarrillo, de la boca del flaco, de los movimientos conocidos desde siempre, del agitar de la mano para que el fósforo se apague y vaya, guiado por esa mano, hasta el cenicero que almacena ya, a esta altura de la sobremesa, seis puchos aplastados. El rengo desvía la mirada hasta la fuente de asado en la cual ya se forma una capa blanca y fría de grasa sobre los pocos pedazos de tira que sobraron –bobo el flaco para calcular, piensan los otros dos–, hasta la botella de vino que sigue así, por poco menos de la mitad, desde que terminaron de comer. Entonces el rengo toma la botella y sirve para los tres. “Poco, poco”, dice el otro haciendo un gesto mínimo de dos dedos, similar al que usa para pedir café en el boliche de la otra cuadra, pero el rengo no le hace caso y sirve casi la misma cantidad en cada vaso. Medio vaso, para tres, y la botella se acaba. Casi en el mismo momento –a lo mejor vio la botella vacía antes que estuviera vacía–, el flaco se levanta y va hasta la cocina a buscar otra. El flaco sabe que esto va a durar, entonces –aunque no lo sepa, es un acto reflejo de anfitrión, de anfitrión que, en este caso, no necesita ser bueno ni nada, ya que conoce a los otros dos desde siempre– va hasta la cocina para buscar otra botella de vino. Piensa, el flaco, mientras agarra la botella, si el destapador está sobre la mesa. Pucha, piensa, cómo es que no me acuerde si estaba o no estaba. El flaco hace un gesto con la boca, como queriendo mostrar su bronca por el olvido ante nadie. Cuando se da cuenta que no hay nadie –y quizás ni siquiera se da cuenta que no hay nadie que lo esté mirando– hace un “pse” con los labios cerrados y sale de la cocina apostando a que el destapador está arriba de la mesa. “Debe ser así”, piensa, pero no está tan seguro y eso lo pone de un malhumor que se le marca en el entrecejo fruncido.

No hay necesidad de que el rengo vuelva a repetir su cantinela. Sabe, conoce demasiado bien a los dos, que la discusión, aunque sabe que no hay discusión sino pura sobremesa alargada, está perdida. Eso, esa sensación, mejor dicho, le deja un resabio amargo, pero, al mismo tiempo, lo tranquiliza. Más aún, le da ánimos como para dar vuelta la charla.

–¿Ustedes estuvieron? –pregunta sin mirarlos.

El flaco y el otro saben que el rengo les acaba de tender una trampa. Si digo que no, piensa el flaco, me quedo sin argumentos para rebatirle que él sí estuvo; si digo que sí, no cabrían dudas de que sabría si el rengo estuvo o no estuvo, vio o no vio y le contaron. El otro piensa más o menos lo mismo, pero un poco más lento. El otro es más lento. En todo. Quizás por eso es el primero en responder que no, que no estuvo, pero que sabe lo que pasó.

El rengo sonríe. “Bueno –dice–, habrá que creernos.”

–Creer o no creer, no importa. La cuestión es lo que pasó. Esa es la cosa, ¿no? Porque podemos haberlo visto o no haberlo visto. Vos decís que te lo contaron, que no lo viste. Yo, pongamos, no te creo, ¿y? ¿Qué gano con eso? La cosa, insisto, es que pasó.

El flaco se acomoda en la silla, pega una larga pitada a su cigarrillo y larga el humo hacia el techo, perdiendo la mirada en ese humo que se enrolla en la araña de cuatro luces. El otro hace que sí con la cabeza. Siempre le parecieron sólidos los razonamientos del flaco, aunque no coincida con él. Esta vez, sin embargo, está de acuerdo con lo que el flaco acaba de decir. Totalmente de acuerdo. Sólo le queda una duda. Entonces arruga los ojos un poco y pregunta si puede volver a pasar. Casi enseguida se arrepiente de lo que dijo, pero ya está dicho, ya no puede volverse atrás. El rengo y el flaco lo saben. Saben, también, que la pregunta les jode. Estén ellos ahí o no, lo vean o no, les jode la pregunta de si puede volver a pasar. Les jode tanto que tratan de no pensar en la posibilidad de que vuelva a pasar. Les jode tanto que darían cualquier cosa para cambiar de tema.

Afuera, el cielo se va poniendo de un rojo que no presagia nada bueno. Rojo y nubes gris oscuro que se vienen amontonando. Gordas las nubes, como tetas enormes, grises, oscuras. Nada bueno. Hay viento. Las hojas de los árboles barren la calle hacia la esquina, se arremolinan, parecen volver sobre sus pasos. De golpe, estallan en tirabuzón, enloquecidas, hacia arriba, y luego caen como muertas contra el piso para recomenzar un trayecto incierto. El rengo gira un poco la cabeza, mira por la ventana y dice, lento, seguro, como para olvidarse: “Santa Rosa”.

Después les dieron de comer a los perros.

¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?

¨