Por un lado, el gobierno de Temer avanza a pasos  acelerados cercenando a mansalva conquistas,  derechos y planes sociales. Por el otro, aunque las encuestas favorecen claramente a Lula, no parece haber demasiada reacción frente a esas “reformas” y frente a medidas como el vaciamiento de la Universidad de Rio de Janeiro, que son una prueba para seguir haciendo lo mismo en todo el país. Todo parecido con la Argentina, puede que no sea coincidencia. (Ilustración: Osmani Simanca) *

 [E]n un evento académico dos días antes de la votación del impeachment de Dilma Rousseff, el 17 de abril de 2016, un colega extranjero me preguntó qué opinaba de lo que estaba pasando en Brasil. A diferencia del discurso entusiasta de otra socióloga brasileña allí presente, que veía en el impeachment un avance contra la corrupción petista y los desaciertos sucesivos de Dilma, mi versión era bastante más pesimista. En mi opinión, el impeachment iba a ser aprobado y eso era un síntoma no sólo de una crisis más amplia, sino de un problema estructural de la sociedad brasileña. Algo que, mencioné, recordaba la tesis del estado burocrático autoritario de Guillermo O’Donnell: el retorno al orden anterior al PT, y la “normalización” de la economía a partir de la resubordinación de los sectores populares. En una profecía autocumplida, el eslogan del nuevo gobierno fue “Orden y Progreso” y en su discurso de asunción, Michel Temer (PSDB) exhortó a la población a que “no hable de la crisis, trabaje”. De hecho, se habla cada vez menos de la crisis, aunque la tasa de desempleo sea de casi 13% (la mayor desde 2004), haciendo que las posibilidades de trabajar se vean seriamente limitadas. Recortes draconianos en los presupuestos de salud, educación y programas sociales, y retrocesos alarmantes en materia de derechos completan un cuadro de reorganización del Estado en Brasil.

En abril de 2016, la lectura entusiasta de mi colega brasileña no representaba una opinión aislada dentro de la academia y de algunos círculos intelectuales más progresistas en Brasil. Sin embargo, frente los motivos nada republicanos con que los 367 diputados justificaron el voto al impedimento de Dilma (una mezcla de los saludos de los participantes de Feliz Domingo y los comentarios más reaccionarios de los foristas de cualquier diario), y la publicación un mes después de las escuchas telefónicas del ex ministro y mano derecha de Temer, Romero Jucá, en las cuales argumentaba que para frenar la operación anticorrupción “Lava Jato” sería necesario cambiar el gobierno, los análisis optimistas e institucionalistas del impeachment tuvieron que ser relativizados.

En la noche del 14 de noviembre pasado, Dilma Rousseff participó en un evento académico sobre la politización del poder judicial en la Universidad Libre de Berlín junto con la ex-ministra de Justicia alemana Herta Häubler-Gmelin y la mediación del profesor Sergio Costa. El auditorio, con capacidad para 400 personas, estaba abarrotado y muchos tuvieron que acomodarse en los pasillos para escuchar a la presidenta. Dilma entró sonriente y por un instante desapareció en los abrazos de algunos profesores y militantes de movimientos sociales que ocupaban las primeras filas. Parecía cansada, un poco tímida y pequeña cuando entró, debajo de tanto abrigo y bufanda para protegerse de los primeros fríos del otoño.  Pero fue directa, vehemente y prácticamente manejó los tiempos del evento cuando le tocó hablar: al final, estábamos allí para escucharla. Dilma ofreció un discurso de campaña, similar al que viene haciendo en diferentes foros durante su actual gira europea, dirigido especialmente a un público compuesto por un gran número de brasileños, que la recibió con vivas y abucheó cada mención al golpe de Estado que la removió del gobierno. Dilma habló de las conquistas sociales del PT, que gobernó Brasil entre 2003 y 2016, y de cómo la administración de Temer, con el apoyo debidamente premiado del parlamento, estaba destruyendo los avances logrados en la década y media anterior.

 

Considerando la politización del poder judicial como un tema actual, que requiere debate, esperaba escuchar un análisis de primera mano de alguien que fue víctima de dicho fenómeno. Pero Dilma sólo se refirió explícitamente al tema del evento cuando advirtió el riesgo de  que el ex presidente Lula da Silva fuera procesado por corrupción en los meses previos a la elección–con lo cual la justicia podría revocar su candidatura, o impedir su asunción si en el juego legal de recursos consiguiera participar de la elección y vencer. No importará, explicaba Dilma, si después de imposibilitar su candidatura o la asunción fuera considerado inocente: como ella misma después del impeachment, el mal ya estaría hecho. Ese cuadro de judicialización de las próximas elecciones parece hoy más plausible que el asesinato de Lula, explícitamente incitado por la revista Istoé hace diez días (sí, por una revista semanal, de las que se encuentra en los consultorios médicos, la misma que le dio el premio “Hombre del año” a Temer pocos meses después del golpe) vistos los resultados de intención de voto que lo ponen en primer lugar, independientemente de quién sea su eventual contrincante. Las alternativas, de hecho, son escalofriantes: frente a la ausencia de Lula, nos quedan Marina Silva (Rede Sustentabilidade) quien defendió vehementemente el impeachment y después de confirmado el golpe, simplemente se borró; el actual intendente de São Paulo, João Doria (PSDB) que recientemente anunció con bombos y platillos un programa para alimentar a los pobres con ración ultraprocesada a partir de deshechos de la industria alimentaria; y –primero en las encuestas en caso de que caso Lula no sea opción- Jair Bolsonaro (Partido Social Cristiano), quien defiende la violación pedagógica para las mujeres (no todas, claro, sólo las que lo “merecen”) y le dedicó su voto del impeachment a la última dictadura (1964-1985), especialmente a Carlos Alberto Brilhante Ustra, responsable de las torturas de cientos de brasileños, entre ellos  la propia Dilma.

Dilma terminó su presentación con palabras optimistas, pidiendo una “profundización de la democracia” y, anticipando que las próximas elecciones traerían “sorpresas para muchos golpistas”. La platea aplaudió de pie, le gritó “linda” y “guerrera de la patria brasilera”, lució remeras con su rostro, le regaló flores.  Pero también le preguntó por la militarización de la policía, por la ausencia de acción contra el monopolio de los medios y se quedó con las ganas de preguntar sobre la desidia en cuestiones medioambientales y sobre los recortes en educación, que comenzaron mucho antes que el golpe.

El sociólogo sabe por sociólogo, pero más sabe por argento

Que Lula aparezca primero en la intención de voto (40% en promedio) y que provoque preocupación entre los partidos y grupos de presión que tomaron el gobierno en 2016 podría generar optimismo. Alguien podría preguntar qué pasaría si, por alguna maniobra judicial, a Lula lo metieran preso o le impidieran candidatearse. El silencio y la quietud del PT, pero también de todas las fuerzas progresistas, durante el golpe contra Dilma, y la espera paciente por elecciones y el esfuerzo por mantener las formas de institucionalidad frente a un gobierno ilegítimo y a un parlamento que probadamente responde al juego de prebendas, no permiten prever un 17 de octubre del tercer milenio en la terra brasilis.

 

Por otro lado, aún si Lula consiguiera ser candidato, ganar y asumir la presidencia el 1 de enero de 2019, el cuadro político de alianzas y apoyos en el que llegaría al poder sería completamente distinto al que le permitió realizar reformas importantísimas en la década pasada. Las elites industriales y del agro, a las que las presidencias del PT beneficiaron, hoy vienen por mucho más y sin ningún pudor, algo que puede verse con la recientemente aprobada ley de reforma laboral y la reforma del régimen jubilatorio que Temer espera aprobar antes de fin de año, entre otras. Los grupos evangélicos que apoyaron a Lula, y que durante los años dorados de su gobierno experimentaron políticas que beneficiaban a la mayoría de sus fieles oriundos de las clases C y D, decidieron leer en clave de la teología de la prosperidad los avances en la redistribución del ingreso a través del consumo de bienes y servicios. Si es Jesús el que provee y el diezmo el que garantiza la prosperidad, no se necesitarían a Lula ni a las medidas redistributivas, sino políticos que moralicen el espacio público. Lo mismo podría decirse de parte de la clase media tradicional e intelectualizada que eligió a Lula dos veces y votó a Dilma en segunda vuelta en 2014 como el mal menor, pero que durante los gobiernos del PT vio empeorar su estilo de vida. Las clases medias brasileñas consumen en el mercado privado aquellos servicios que el estado no proporciona en cantidad o calidad –salud, educación, transporte- y que en los últimos años se volvieron más deficientes y más caros. Paralelamente, no hubo una contrapartida salarial que permitiera soportar un índice de inflación que aqueja específicamente a este sector. Son estas mismas clases medias las que hoy enarbolan las banderas genéricas contra la corrupción, pero que no reaccionan frente al escándalo que es actualmente el parlamento.

Los realineamientos políticos de sus bases electorales no son el único desafío con que se encuentra el PT, en caso de que Lula sea electo. Durante los 13 años de administración petista, “no consiguieron” (en palabras de Dilma) aprobar una ley de medios similar a la argentina. Este modus vivendi entre la corporación mediática y el gobierno también le permitió a Lula primero y a Dilma después gobernar por más de una década. La comparación con Argentina permite entenderlo como una decisión estratégica. Después de que los medios (en particular la Red Globo, conglomerado creado en la última dictadura) impulsaran el impeachment y mostraran sus cartas, inclusive al intentar derrocar a Temer en mayo pasado, será políticamente imposible para el PT relacionarse con ellos como aliados o manteniéndolos a una distancia saludable. Un eventual gobierno del PT deberá tomarlos como lo que son: adversarios en la arena pública.

Más allá del PT, resulta difícil entender el compás de espera del ala progresista del abanico partidario –que eligió a las redes sociales como arena privilegiada para la militancia política- con respecto al golpe. Si bien los procedimientos de impeachment constituyen un recurso legal, no restan dudas de los motivos espurios que lo impulsaron, ni de los manejos, coimas y prebendas que lo hicieron posible y que sostienen, hoy en día, la administración Temer. No es posible hablar de institucionalidad cuando estamos en medio de un gobierno de facto que está, claramente, impulsando medidas contra no sólo los avances sociales del PT, sino contra los derechos civiles, laborales y humanos adquiridos durante el siglo XX. Y sin embargo, para estos grupos y partidos progresistas, pareciera que la democracia se limita al recambio eleccionario, cada 4 años, y que a ningún partido le importa mucho cuán mal puedan recibir el país (y cuán imposible pueda ser volver a determinados estándares de ciudadanía) siempre que sean gobierno.

 

En aquella conversación casual con mi colega antes del impeachment,  él mismo habitante de un sur global plagado de sucesivas crisis, trató de animarme diciéndome que las cosas mejorarían pronto y que después de las jornadas de junio de 2013, los brasileños habían demostrado que eran capaces de salir a las calles a defender sus ideales. Mi renuencia, entonces, fue poco sociológica: soy argentina –le dije- veo las crisis venir a dos años de distancia. Y esta será especialmente ruim.

El experimento social de la UERJ

Pero como la sociología es mi ganapán, me gustaría plantear algo más que mis intuiciones epiteliales sobre la crisis brasileña. Un caso ejemplar de esta vuelta atrás en materia de derechos en Brasil es el de la Universidad del Estado de Rio de Janeiro (UERJ). La UERJ es la quinta universidad de Brasil y tiene programas de excelencia en áreas que van del derecho a la biotecnología, además de ser la primera universidad que implementó en 2003 el sistema de cuotas sociales, permitiendo el acceso a la enseñanza superior de sectores que fueron históricamente excluidos.

Con el quiebre de las cuentas del estado de Rio de Janeiro, desde 2016, los salarios de profesores y administrativos vienen siendo pagados eventualmente y en cómodas cuotas. No cobraron el aguinaldo el año pasado y al día de hoy los salarios están con cuatro meses de atraso. Desde el año pasado, no hay servicios de manutención, limpieza, comedor y están en riesgo servicios básicos como agua, luz y teléfono, indispensables para el funcionamiento de una universidad que alberga más de 43 mil estudiantes. Aunque sobren los motivos, con sus sueldos atrasados y sin condiciones mínimas para trabajar dignamente, ni los profesores ni los empleados están en huelga. La amenaza del gobernador Luiz Fernando Pezão (PMDB) de cortarles 30% del sueldo a quien no estuviera en su puesto de trabajo suena ridícula, sino cruel, cuando durante meses sin cobrar, profesores y administrativos pidieron plata prestada para poder tomar el colectivo e ir a trabajar. En este contexto, la universidad suspendió indefinidamente el calendario académico y cerró sus puertas. Frente a esta crisis, un número dramático de estudiantes pidió transferencia a otras universidades públicas para poder terminar sus estudios, mientras que otros optaron por el “régimen de facilidades” (financieras, pero también de reconocimiento de créditos) que algunas universidades privadas ofrecen especialmente a los alumnos de la UERJ.

Gobernador Luiz Fernando Pezão (PMDB)

¿Y que pasó entonces? Hubo cadenas en Facebook, cartas y petitorios online, columnas en diarios, posteos en blogs, algún que otro evento cultural, un abrazo simbólico, clases públicas enfrente del palacio de gobierno, alguna manifestación callejera no masiva que fue reprimida a palos y balas por la policía. Pero en todos los casos se trató de movimientos circunscriptos, donde predominaba la comunidad universitaria. No hubo -no hay-  ningún movimiento de solidaridad más amplio, que reconozca la universidad pública como un patrimonio colectivo. Que reconozca que la pérdida de una universidad como la UERJ –que además de producir profesionales de excelencia, de integrar y formar sectores históricamente excluidos, presta servicios fundamentales a la comunidad- es una pérdida para los brasileños.

A la fecha, la UERJ agoniza abandonada a su suerte y la reacción social es mínima, cuando no inexistente. Si eso puede pasarle a una institución de referencia como la UERJ, ¿qué les espera a las universidades e institutos creados durante la expansión de la educación superior del PT, con los recortes de la administración Temer?  ¿Cómo no esperar que pase lo mismo con las demás universidades o con otros espacios de derechos civiles? Y sin embargo, no hay movilización popular, ni adalides, ni los encapuchados que en las manifestaciones de junio de 2013 prendieron fuego cestos de basura y rompieron los vidrios de algún que otro banco, ni siquiera una versión vernácula de los verdugos de gatos retratados por Darnton. No hay resistencia. Los rumores de privatización que aparecen en el horizonte ya son vistos por algunos como una solución posible para las cuentas del estado y para la supervivencia de la UERJ. Pero, para eso, tal vez sea necesario desangrarla un poco más –como ya lo hemos visto con otras instituciones públicas en los procesos de privatización de los 90.

Más allá de la crisis en las cuentas del estado de Rio de Janeiro, el caso de la UERJ es un síntoma –y un experimento en curso- de un proceso de reorganización del Estado en Brasil. No es un simulacro. Aún así, los diferentes grupos sociales no están reaccionando –o no lo suficiente- ante la caída de una institución que era motivo de orgullo.  Sin movilización social, sin resistencia a la altura del desmantelamiento del Estado y de los derechos civiles, laborales y humanos, la situación sólo va a empeorar llegando a límites alguna vez inimaginables. Y no será solamente con elecciones que este proceso podrá ser revertido, ni habrá Lula que salve, aun cuando el héroe sortee todas las pruebas y llegue a Brasilia el primero de enero de 2019.

*Los dibujos de Simanca fueron censurados. En este link pueden verse muchos de sus trabajos. http://www.jrmora.com/blog/2017/08/02/osmani-simanca-despedido-criticas-gobieno/