Enseguida después de la detención del activista australiano, gran parte de la prensa, sobre todo la británica y la yanqui, se apuró a distanciarse de esas Wikileaks de las que habían vivido durante tanto tiempo. Un signo de los tiempos donde son pocos los que se animan a incomodar a los poderosos.

La imagen de Julian Assange arrastrado fuera de la embajada ecuatoriana en Londres es un emblema de la época. Poder contra derecho. Músculo contra ley. Indecencia contra coraje. Seis policías maltrataban a un periodista enfermo mientras  sus ojos se estremecían ante la primera luz natural que veía  en casi siete años.

Que este atropello haya ocurrido en el corazón de Londres,  la tierra de la Carta Magna, debería avergonzar y enojar a todos los que temen por el destino y la actualidad de  las sociedades “democráticas”. Assange es un refugiado político protegido por el derecho internacional, que recibe asilo en virtud de un pacto estricto del que Gran Bretaña es signataria. Las Naciones Unidas dejaron esto en claro en el fallo legal de su Grupo de Trabajo sobre la Detención Arbitraria.

Pero al diablo con esto. Dejen entrar a los matones. Dirigidos por los cuasi fascistas en el Washington de Trump y en alianza con el ecuatoriano Lenin Moreno, un Judas latinoamericano y un mentiroso que busca disfrazar su rancio régimen, la élite británica abandonó su último mito imperial: el de la equidad y la justicia.

Imagínese a Tony Blair siendo arrastrado fuera de su casa georgiana de miles de millones de libras en Connaught Square, Londres, con esposas, para su posterior envío al tribunal de La Haya. Para los estándares de Nuremberg, el “crimen supremo” de Blair es la muerte de un millón de iraquíes. El crimen de Assange es el periodismo: responsabilizar a los especuladores, exponer sus mentiras y empoderar a las personas de todo el mundo con la verdad.

La impactante detención de Assange conlleva una advertencia para todos los que, como escribió Oscar Wilde, “siembran las semillas del descontento [sin las cuales] no habría ningún avance hacia la civilización”. La advertencia es explícita hacia los periodistas. Lo que le sucedió al fundador y editor de WikiLeaks le puede suceder a usted en un periódico, a usted en un estudio de televisión, a usted en la radio, a usted  armando un podcast.

The Guardian, el principal verdugo de Assange que además es un colaborador del estado secreto, mostró su nerviosismo esta semana con un editorial que escalaba nuevas alturas en su política carroñera. The Guardian usufructuó el trabajo de Assange y WikiLeaks en lo que su anterior editor llamó “la mayor primicia de los últimos 30 años”. El diario se desprendió de las revelaciones de WikiLeaks y reclamó para sí los elogios y las riquezas que venían con ellos.

Sin un centavo para Julián Assange o WikiLeaks, un muy promocionado libro de The Guardian llevó a una lucrativa película de Hollywood. Los autores del libro, Luke Harding y David Leigh, hicieron uso intensivo de  su fuente, abusaron de él y revelaron la contraseña secreta que Assange le había dado al periódico de manera confidencial y que estaba diseñada para proteger un archivo digital que contenía cables filtrados de la embajada de EE. UU.

Con Assange  atrapado en la embajada ecuatoriana, Harding se unió a la policía afuera y se regocijó en su blog de que “Scotland Yard podría tener la última risa”. The Guardian ha publicado desde entonces una serie de falsedades sobre Assange, y una no menos importante, una afirmación desacreditada de que un grupo de rusos y un  hombre de Trump, Paul Manafort, habían visitado a Assange en la embajada. Las reuniones nunca ocurrieron, fue una noticia completamente falsa.

Pero el tono ahora ha cambiado. “El caso de Assange es una red moralmente enmarañada”, opinó el periódico. “Él (Assange) cree en publicar cosas que no deberían publicarse … Pero siempre ha publicado cosas que nunca deberían haber estado ocultas”.

Estas “cosas” son la verdad acerca de la forma homicida en que Estados Unidos lleva a cabo sus guerras coloniales, las mentiras del Foreign Office británico en su negación de derechos a las personas vulnerables, como los isleños de Chagos, la exposición de Hillary Clinton como patrocinadora y beneficiaria del jihadismo en Medio Oriente, los detallados informes de los embajadores estadounidenses de cómo los gobiernos en Siria y Venezuela podrían ser derrocados, y mucho más. Todo disponible en el sitio de WikiLeaks.

The Guardian está comprensiblemente nervioso. La policía secreta visitó el periódico, exigió y logró la destrucción ritual de un disco duro. En esto, el diario tiene antecedentes. En 1983, una empleada de la Oficina de Asuntos Exteriores, Sarah Tisdall, filtró documentos del Gobierno británico que mostraban cuándo llegarían a Europa las armas nucleares estadounidenses. The Guardian fue bañado de elogios.

Cuando una orden judicial exigió conocer la fuente, en lugar de que el editor fuera a la cárcel por el principio fundamental de proteger a una fuente, Tisdall fue traicionada, procesada y cumplió seis meses de cárcel.

Si Assange es extraditado a Estados Unidos por publicar lo que The Guardian llama “cosas” veraces, ¿quién va a impedir que la actual editora, Katherine Viner, lo siga, o el editor anterior, Alan Rusbridger, o el autopromocionado Luke Harding?

¿Quién va a detener a los editores del New York Times y del Washington Post, quienes también publicaron fragmentos de la verdad que se originó con WikiLeaks, y al editor de El País en España, y Der Spiegel en Alemania y el Sydney Morning Herald en Australia? La lista es larga.

David McCraw, abogado principal del New York Times, escribió: “Creo que la acusación [de Assange] será un muy, muy mal precedente para los editores … de todo lo que sé, está en una posición de clásico editor y a la ley le va a resultar muy difícil distinguir entre el New York Times y WikiLeaks”.

Aunque los periodistas que publicaron las filtraciones de WikiLeaks no fueron convocados por el gran jurado estadounidense, la intimidación a Julian Assange y Chelsea Manning será suficiente. El periodismo está siendo criminalizado por matones a plena luz del sol. La disidencia se ha convertido en una condena.

En Australia, el actual gobierno pro Estados Unidos está procesando a dos informantes que revelaron que hubo fantasmas de Canberra en las reuniones de gabinete del nuevo gobierno de Timor Oriental con el propósito expreso de engañar a la pequeña y empobrecida nación respecto de sus derechos sobre el petróleo y los recursos de gas en el mar de Timor. Su juicio se llevará a cabo en secreto. El primer ministro australiano, Scott Morrison, es famoso por su participación en el establecimiento de campos de concentración para refugiados en las islas del Pacífico de Nauru y Manus, donde los niños se autolesionan y se suicidan. En 2014, Morrison propuso campos de detención masiva para 30.000 personas.

El periodismo real es el enemigo de estas calamidades. Hace una década, el ministerio de Defensa en Londres produjo un documento secreto que describía las “principales amenazas” al orden público como tres: terroristas, espías rusos y periodistas de investigación. Esta última fue calificada como la mayor amenaza.

El documento se filtró debidamente a WikiLeaks, que lo publicó. “No teníamos otra opción”, me dijo Assange. “Es muy simple. Las personas tienen el derecho a saber y el derecho a cuestionar y desafiar al poder. Esa es la verdadera democracia”.

¿Qué pasa si Assange, Manning y otros que puedan llegar a aparecer, si hay otros, son silenciados y se les quita “el derecho a saber, preguntar y cuestionar”?

En la década de 1970, conocí a Leni Reifenstahl, amiga íntima de Adolf Hitler, cuyas películas ayudaron enormemente al ascenso del nazismo en Alemania.

Me dijo que el mensaje de sus películas, la propaganda, dependía de las “órdenes de arriba”, pero también de lo que  llamó el “vacío sumiso” del público.

“¿Este vacío sumiso incluye a la burguesía liberal y educada?” le pregunté a ella.

“Por supuesto”, dijo, “especialmente la intelectualidad… Cuando las personas ya no hacen preguntas serias, son sumisas y maleables. Cualquier cosa puede pasar”.

Y pasó.

El resto, podría haber agregado, es historia.

 

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