Ayer se cumplió un nuevo aniversario del levantamiento contra la dictadura de Aramburu y Rojas, que dio lugar al asesinato del General Valle y sus compañeros por parte “La Libertadora”. Hace cuatro años, yendo a trabajar a Buenos Aires, en pleno paro de la CGT contra el gobierno de Cristina y varado en la Panamericana, un cronista se sumergió en recuerdos.

Es 9 de junio. Es temprano por la mañana y pese a la huelga, el cronista viaja tranquilo en su auto rumbo a Capital escuchando Radio Nacional Clásica y piensa que es quizás la única radio que se puede disfrutar. El concierto N° 1 de Brahms para violín y orquesta ayuda a sobrellevar el tedio de la Panamericana, hoy con poquísimo tránsito. El paro se nota en la ausencia de camiones y colectivos y en las barreras levantadas de un peaje sin empleados y adornado con cintas de papel y carteles que caen de casetas y columnas como los adornos de una fiesta de bodas. Al llegar al cruce con la 202, piquete con corte total de ruta. Un amasijo de autos, camionetas y algún micro de larga distancia se revuelve maniobrando para encontrar una salida a la colectora que ya está también atestada. En un frenesí de bocinas y maniobras imprudentes, muchos vehículos retroceden por la ruta o directamente encaran a contramano solamente para trabarse con los que siguen llegando desde el Norte. El cronista, sin inmutarse, frena, pone las balizas y estaciona sobre la banquina, pegado al guard rail. Y allí se queda, escuchando a Brahms, sacando fotos con el celular que después posteará con algún ácido comentario sobre piquetes, huelgas y carneros.

Como la cosa pinta para largo (son las 8,40) reclina un poco el asiento y piensa. Piensa, por ejemplo, que otro 9 de junio, en los patios de la Penitenciaría Nacional y en los oscuros y malolientes basurales de José León Suárez, las balas de la Libertadora (la Fusiladora a partir de ese día nefasto) asesinaban a 31 argentinos, 18 militares y 13 civiles, por el único delito de oponerse a un régimen que acababa de derrocar al gobierno peronista. Piensa, con cierta amargura, que muchos de los sindicalistas que convocaron al paro que lo tiene detenido a la vera de la Panamericana son o se dicen peronistas, dicen defender derechos de los trabajadores, luchar por sus reivindicaciones. Que seguramente en algún momento –quizás ese mismo día- algunos de esos sindicalistas que son o se dicen peronistas habrán recordado o recordarán a los muertos el 9 de junio. Pero no es lo único inquietante que viene a la mente del cronista. No recuerda o no se ha enterado de actos, eventos y homenajes programados con la masividad e importancia que la fecha merece. Seguramente hay excepciones, seguramente alguna agrupación, algún diputado, alguna intendencia, alguna Universidad habrá convocado a reunirse para recordar a los patriotas caídos y unir su recuerdo al de todos los caídos en las luchas populares. Seguramente así será, piensa esperanzado el cronista. Y el homenaje imaginado desata otro recuerdo, otro homenaje. Otro 9 de junio. Esta vez de 1973. El cronista, joven, veintitrés años, recién salido, el 25 de mayo, de una involuntaria estadía de unos meses a cargo del Estado en la lejana Rawson, camina despacio por las calles de Capital. Pasaba unos días en un departamento prestado cerca de la ex Penitenciaría Nacional y ahí dirigió sus pasos para asistir a un acto que se realizaba en la esquina de Salguero y Las Heras en homenaje a los caídos el 9 de junio. La mañana de sábado era soleada y fría y unos cuantos centenares de personas se amuchaban frente a un palco que parecía bastante endeble. Banderas, carteles y pancartas proclamaban una inequívoca asistencia juvenil, combativa y bullanguera. Los nombres de FAR, Montoneros, JRP, y el Peronismo de Base y el infaltable sonido de los bombos acentuaban los gritos y las consignas que tapaban las palabras del orador, un hombre con aspecto y prestancia militar. Era efectivamente un militar, el General Tanco, un sobreviviente de las jornadas del 56. El cronista, militante en ese momento del PRT, recuerda (¿revive?) a Tanco hablando sobre Valle y la Libertadora y Perón y el peronismo. Y recuerda a Tanco diciendo que el peronismo era una doctrina nacional que nada tenía que ver con ideologías extrañas. Y recuerda (¿revive?) a la multitud contestando en un rugido rabioso: “La Patria peronista es la Patria socialista”. Y recuerda a Tanco balbuceando, pobre General sin tropa, una defensa de sus palabras hasta que el rugido que no cesaba lo obligó a reconocer “bueno compañeros, si hablamos de socialismo nacional está bien, la Patria Peronista es la Patria socialista”. Y otro rugido acompañó sus palabras: “Perón, Evita, la Patria Socialista”.

Tanco esbozó algunas palabras más, se dieron los vivas correspondientes a los caídos y el acto terminó. En la desconcentración, sorpresa. Encuentro inesperado con un compañero del PRT que había sido su primer contacto allá lejos y hacía tiempo cuando su ingreso al partido. Abrazo, emoción, lo de siempre, la fraternidad militante, los recuerdos, el ponerse al día en la medida en que la seguridad de la clandestinidad lo permitiera. Y el cronista se recuerda (se ve nítido, parado con el Vasco en esa esquina llena de jóvenes con caras sonrientes y carteles enhiestos) preguntando: ¿qué hacés acá en un acto peronista? Y la respuesta, contundente y perspicaz del Vasco: vine a ver si no había onda maccartista. Risas, promesas de algún encuentro que ambos sabían que no se concretaría nunca y despedida.

Y se hacen las 11 de la mañana. El tránsito parece comenzar a regularizarse, un oportuno cambio de emisora y un programa de noticias anuncia que “se levantaron los cortes en la Panamericana”. Mientras acomoda el asiento a su posición original, enciende el auto y espera sumarse con prudencia a un tránsito que ya está cobrando su habitual locura de velocidad e imprudencia, el cronista sigue pensando. En la Historia. En las diferencias, en los jóvenes, en las consignas, en las pancartas y carteles. El mundo cambió, se dice a sí mismo. La sociedad cambió, insiste. Las ideas, los métodos, las consignas cambiaron, quiere convencerse. Pero todo cambio –piensa- tiene o debería tener un sentido. Las banderas y los cantos de la juventud gritando ese 9 de junio tenían un sentido, miraban hacia un futuro utópico pero posible, lejano pero preciso.

Ya en pleno tránsito, el cronista se pregunta: Las prolijas banderas serigrafiadas en serie que se agitan hoy en los actos, ¿qué nos dicen? ¿Qué utopía proclaman? ¿Qué sociedad postulan? Las consignas que se gritan, además de enunciar genéricos enemigos como las “corporaciones” o “los monopolios” y pregonar equívocas afirmaciones (“el Estado somos todos”) ¿qué programa, qué estrategia alegan o defienden?

Y ante el cronista aparece aquí, como una epifanía laica, la famosa frase de Lenin: “Es preciso soñar, pero con la condición de creer en nuestros sueños. De examinar con atención la vida real, de confrontar nuestra observación con nuestros sueños, y de realizar escrupulosamente nuestra fantasía”.

¿Cuáles son nuestros sueños hoy? ¿Cuál es la fantasía que debemos realizar?

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