Se ha puesto de moda caerle a obras y autores a partir de su contenido o de ideas y actitudes personales. Una manera de borrar las contradicciones y tratar de que todos somos iguales de bienpensantes. Un mundo a medida dominado por una única manera de pensar las cosas.

Netflix bajó de su listado de películas Lo que el viento se llevó, por su contenido racista. Luego dio marcha atrás, adjuntando la advertencia de que ese contenido se debía a algo así como un clima de época.  La cosa no es tan así, hubo unas cuantas manifestaciones artísticas previas al film que no participaban de ese clima de época, por ejemplo, Porgy and Bess de Gershwin o Las aventuras de Huckelberry Finn de Mark Twain.

En esos mismos días, The New Yorker publicó un artículo sobre unas supuestas cartas de Flannery o’Connor que daban cuenta de su racismo, algo que desmentiría su novela Sangre Sabia, que tuvo su versión fílmica dirigida por John Huston. También le cayeron a Tolkien, a quien acusaron de sexista y racista.

No hace mucho, por presión de sus editoras, no se pudieron publicar las memorias de Woody Allen, dada su situación procesal.

En esta lista, que podría aumentarse con creces, se cruzan dos cuestiones. Por un lado, lo que dice una determinada obra y sus efectos sobre quienes las consumen y las actitudes personales y políticas de sus creadores.

En cualquier caso, se supone desde el pensamiento políticamente correcto que no hay contradicciones dentro de la obra, que lo único que hay es un mensaje unívoco que se recibe sin matices. Veamos. De Lo que el viento se llevó lo que ha quedado en la memoria y lo que atrapó a los espectadores desde el inicio, fue el conflictivo romance entre Scarlett O’Hara y Retth Butler. Lo cual no excluye el racismo pero no es la discriminación lo que define el film. Conviven, no siempre de buena manera y muchas veces de forma contradictoria, en un espacio que puede ser leído de varias formas.

Estas contradicciones aparecen en otras películas. Por ejemplo, hay cortos de Buster Keaton en los que aparecen estereotipos racistas. E incluso el maquinista de La General aspira a formar parte del ejército sureño. Por otro lado, hay en la película mensajes pacifistas, de igualdad de género y de burla a las convenciones sociales que conviven con lo otro y que producen un efecto cómico que ha atravesado décadas.

Ninguna de estas películas aumentó el número de racistas como tampoco lo hizo ese monumento al esclavismo que fue La cabaña del Tío Tom. Pero desde lo que llamó Naomi Klein en No Logo como cultura de la representación se cree que algo existe porque se lo hace visible. Y por lo tanto, una realidad, para ser aceptada debe mostrarse. Por ejemplo, que aparezcan gays en la tele implica una mayor tolerancia social a la diferencia de géneros. Lo mismo ocurriría con los programas protagonizados por negros. Afroamericanos en pantalla combate el racismo pues les da un lugar que ya no es subalterno. Claro, esto no lo dice Klein, se trata de programas protagonizados por negros de clase media acomodada –como Obama y Bill Cosby- y no transcurren en un conventillo de Harlem. Lo mismo ocurre con la temática homosexual, no es lo mismo un gay de Recoleta que un puto pobre de Fuerte Apache. Esta cultura de la representación ejerce una especie de paternalismo: se acepta aquello que se parece a nosotros.

Y esta idea, proveniente del progresismo a lo Harvard, achata las obras, no nos permite acceder a su complejidad y justamente en lo complejo y lo contradictorio está la posibilidad de disfrute. Leer, mirar desde el pensamiento políticamente correcto, obtura la posibilidad de estar a pleno, incluso desde la incomodidad en compañía de aquello que leemos, vemos o escuchamos. Entonces lo que se indica es que hay que leer a Toni Morrison o ver las películas de Oliver Stone porque las ideas que propagan son justas.

En cuanto a los creadores se postula que hay una especie de relación directa entre persona y obra. Todo lo que provenga de la cámara de Woody  Allen debe rechazarse porque sobre él pesan cargos de incesto. O recientemente con Neruda a partir de la revelación de que tenía una hija hidrocefálica a la que ninguneaba. Lo que nadie dice es dónde se puede encontrar este episodio en la belleza de algunos poemas de Crepusculario o incluso en las abominaciones monumentalistas de Canto General. O cómo se condice el ideario republicano de Clint Easrwood con películas como Los imperdonables o Gran Torino. O el caso de Borges, cuyo gorilismo explícito apenas aparece en su literatura.

Marx decía que del republicano y monárquico Balzac había aprendido más sobre la situación social en Francia que en cualquier libro de historia. El crítico húngaro Giorgy Lucaks, dio una explicación: “Fue un triunfo de la estética realista sobre la ideología”. Una hipótesis discutible pero con algunas pistas interesantes. La obra no empieza con su autor, hay una historia previa del lenguaje, de la técnica y el género elegido que hace que esa obra no le pertenezca por completo, que forme parte de una historia que lo excede. Esto también tiene que ver con el disfrute, ser parte de una historia de lecturas permite que encontremos nuevos sentidos en aquellas obras que hemos recorrido.

Pero el pensamiento políticamente correcto está enamorado de lo estático y de las versiones únicas. En su pretendida apuesta a la diferencia trabaja para que todos pensemos lo mismo, porque hay una sola manera correcta de pensar que atraviesa las geografías y las épocas. Por eso, se puede juzgar-y condenar, sobre todo esto- a autores y obras de acuerdo a valores que se postulan como indiscutibles. Lo que termina por aplastar contradicciones, matices y distintas maneras de ver las cosas. De aplanar la vida. Como diría el bueno de Rhett Butler, que nos importe un bledo.  La pasión, esa te la debo.