Entre Dédalo, su hijo Ícaro y el Berni del helicóptero que vuela sombrillas podrían encontrarse similitudes, pero uno – Ícaro – volaba alto para el mito y nuestro Berni vuela bajo, muy bajo y mal.

A contramano de Berni, un viejo que vuela bajo, recordamos a un joven que voló alto.

Acaso fue Dédalo el más astuto de los mortales, el primero en merecer el título de polímata, esto es, aquel que sabe de todo y todo lo sabe bien. Prototipo de artista completo, erudito, arquitecto, escultor, mecánico, inventor, ingeniero e ingenioso, Dédalo anticipó en unos cuantos siglos la figura del genial Leonardo Da Vinci, el hombre universal por excelencia. En su diálogo sobre la virtud, también conocido como el Menón, Platón nos trae noticias, medio de refilón, de estatuas animadas creadas por Dédalo. El filósofo no andaba con el celular encima, de modo que no sabemos cómo eran esos artefactos, pero, como dice el propio Platón, no saber no es lo último que un sabio debe decir, sino lo primero.

Pues bien, tenía Dédalo su taller en Atenas y allí su hermana puso a trabajar a su hijo, Pérdix, como aprendiz. El muchacho era verdaderamente despierto, aprendía muy rápido y su talento era comparable al de su tío… o aún superior. Habiendo creado Pérdix el formón, el compás y el torno de alfarería, empezó Dédalo a sentir un escozor que rápidamente se fue transformando en frenética urticaria, espasmos de celos y finalmente en odio. Puro y duro. Cuando el pibe, observando la mandíbula de una serpiente, ideó la sierra de dientes, el maestro lo llevó a dar una vuelta por la Acrópolis y al llegar a la parte más alta, le metió un formidable patadón. Pérdix cayó cuesta abajo y se rompió el marote contra suelo.

Perdiste Pérdix, habrá pensado el tío refregándose las manos… Sin embargo alguien había visto el crimen, de modo que Dédalo fue citado al Areópago, es decir a la colina de Ares, donde lo juzgó el Consejo de areopagitas (por favor, no sean guarangos) quien lo condenó al destierro, pena terrible si las había. Fue a cumplir Dédalo su condena a la isla de Creta donde se puso al servicio del rey Minos a quien prestó muchos y variados servicios. Por el mismo precio, sirvió también a la reina Pasífae para quien construyó una vaca hueca que le permitió ser servida por un toro del que estaba salvajemente enamorada. De tal experiencia zoofílica nació Minotauro, el monstruo aquel que fue encerrado en el laberinto, palacio de aberrantes corredores diseñado también por Dédalo. En lo recóndito de aquella construcción, Minotauro creció gracias a una dieta rica en vírgenes atenienses.

Como era gauchito pa’ cualquier mandado, sirvió Dédalo también a la princesa Ariadna (hija de Minos y Pasífae) cuando ésta le pidió ayuda para salvar a Teseo quien iba a enfrentarse al Minotauro. Dédalo aconsejó que el héroe llevase un carretel de piola y lo fuese desenrollando a medida que se adentrase en el laberinto, de modo de poder reconstruir luego el camino de regreso. Cuando el rey Minos se enteró del triunfo de Teseo y del rol que había cumplido Dédalo en la historia, encerró a este en una torre junto con su hijo Ícaro.

Durante el encierro, en vez de lamentarse, Dédalo empleó todo su tiempo en tramar la fuga. A tal fin analizó la situación y los recursos disponibles. Respecto de lo primero, teniendo en cuenta que Minos poseía el control en la tierra y el agua, concluyó que el único medio para escapar era por aire. En cuanto a lo segundo, además de vista al mar, poco o muy poco tenía a su alcance Dédalo en lo alto de aquella torre. Pero el inventor notó un par de tesoros que para otros podrían haber pasado desapercibidos: había allí un par de panales de abejas, y anidaban muchas aves en las almenas de la torre.

Pacientemente, durante meses, Dédalo e Ícaro fueron cosechando plumas y pegándolas entre sí con la cera de las abejas hasta formar dos pares de alas. Cuando llegó el día, repasaron cuidadosamente el plan: irían a favor del viento, hacia el oeste, hasta encontrar tierra; irían a media altura, ni demasiado bajo que las olas mojaran las plumas, ni demasiado alto que el sol derritiese la cera; irían juntos hacia la libertad. Al alba, padre e hijo treparon al borde de la torre y, literalmente, se fueron volando. Ebrios de libertad, reían y cantaban, pues todo marchaba a la perfección. Sin una nube en el cielo y con una amable brisa de su lado rápidamente dejaron atrás la isla de Creta. Cuando ya se veía la costa, Ícaro se tentó y subió, y subió, desoyendo a su padre. Al ratito, no más, Dédalo vio caer a su hijo como una piedra. El inventor tocó tierra ahogado en lágrimas. Veníamos bien pero pasaron cosas, dicen que dijo, entre sollozos.

Minos persiguió a Dédalo por el resto de sus días y lo encontró después de años en la corte del rey Cócalo. Para dar con él ofreció una recompensa a quien pudiese hacer pasar un hilo por dentro de la concha de una caracola. Dédalo lo resolvió atando el hilo a una hormiga y empujando a esta hacia dentro del caparazón. Cuando Cócalo se presentó a cobrar el premio, Minos le preguntó si por una de esas porotas casualidades conocía a un tal Dédalo. Claro que sí, dijo Cócalo, es miembro de mi corte. Hasta allí fue a buscarlo Minos pero las hijas de Cócalo lo asesinaron con agua hirviendo, gracias a un sistema de tuberías diseñado por Dédalo, obviamente. Un final húmedo y sumamente hot, como quien dice.

Pero volvamos al joven Ícaro y su precipitado final. Contrariando a quienes propugnan los beneficios del bajo perfil, declinamos juzgar su intrepidez, su alzada irreverencia, su anárquico vuelo. En todo caso, para Ícaro y para cuantos cayeron en plena fuga bien vale lo que desde un cielo cantor y oriental cantara aquel hombre: “Puedo enseñarte a volar, pero no seguirte el vuelo”.

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