Sus denuncias contra la tortura sistemática y la corrupción de los poderes neoliberales le valieron entrar en la mira del gobierno de Trump, cuyos fiscales han pedido para Julian Assange, el creador de Wikileaks, penas de hasta 175 años de prisión.

El lunes 7 se reanudó en Londres el juicio de extradición de Julian Assange, a requerimiento de la justicia estadounidense. Imperturbables ante las múltiples instancias internacionales, Naciones Unidas incluida, las decenas de manifiestos, las miles de firmas de personalidades y profesionales de la información que han exigido su puesta en libertad y el rechazo a la extradición, el aparato judicial británico y el bulldozer paralelo de la fiscalía norteamericana continúan su camino, al final del cual podrían caerle encima a Assange más de 170 años de prisión.

No es preciso rememorar el famoso “J´Accusse”, ni la conciencia moral que expresó en ese texto Émile Zola, puesto de actualidad por la película reciente de Roman Polanski, para abordar esta situación de excepcional gravedad. Pero podríamos al menos recordar su apelación a “no callar”, “no ser cómplice”, al insomnio de la honestidad ante la ética herida de una sociedad entera.

Como en aquel texto emblemático, hay que recordar los antecedentes más significativos que enmarcan ese proceso: las filtraciones de decenas, miles, cientos de miles de textos secretos por Wikileaks permitieron entre 2007- 2010 que la opinión pública mundial descubriera la inmoralidad sistemática de las actuaciones de muchos gobiernos. Especialmente en referencia al gobierno estadounidense y su acción en Afganistán, en Irak, en Guantánamo y Abu Ghraib, comprobamos con estupor la práctica sistemática de la tortura, el asesinato indiscriminado de inocentes, el ocultamiento de las violaciones más agresivas de los derechos humanos, la manipulación planificada de la opinión pública global.

La primera consecuencia de esa audacia fueron las acusaciones de acoso y abuso sexual que, procedentes de la fiscalía sueca, permitieron a las autoridades británicas encarcelar a Julian Assange, siempre con el rechazo indignado de ambos gobiernos a las sospechas plausibles de una maniobra planificada en complicidad con Estados Unidos y destinada a ejecutar un castigo ejemplar de los filtradores de información oficial. Una sombra que agudiza la oportuna sustitución de tales acusaciones, ya sin fuerzas desde 2015, por nuevas peticiones norteamericanas.

El segundo gran capítulo de esta historia lo protagoniza el Gobierno de Ecuador que, bajo el presidente Rafael Correa otorgó asilo diplomático a Assange en su embajada de Londres en 2012 para, casi siete años después, “entregarlo” a la policía británica. Las confusas justificaciones del gobierno de Lenin Moreno, propias de una argumentación burda y frívola (“comportamiento inadecuado”, falta de limpieza, “maltrato al personal diplomático”) no consiguieron siquiera mitigar la ignominia histórica de un gobierno que traicionaba así el derecho internacional más sagrado, menos aún cuando pronto se supo que, con su anuencia irremediable, el prisionero había sido espiado a conciencia y la información resultante entregada al espionaje estadounidense, incluyendo los preparativos de su defensa con sus abogados frente a las acusaciones del gobierno de Trump. Sus excusas oficiales, balbuceadas sobre la cláusula de exclusión de extradición a países “con pena de muerte vigente” fueron rápidamente desmentidas por el Reino Unido como aplicable solo en casos de “petición de la pena de muerte”, de imprevisible resultante con el actual inquilino de la Casa Blanca.

Solo esos factores bastarían en derecho internacional para inferir la violación más descarada del derecho a la defensa y para rechazar las peticiones de extradición, más aún proviniendo de una administración de justicia que bajo la égida de William Barr ha demostrado impúdicamente su absoluta falta de independencia y su subordinación a los caprichos del Presidente. Pero la fiscalía norteamericana ha hecho más méritos en esta línea al modificar por dos veces en estos últimos meses el acta de acusación, -en detrimento de toda capacidad de defensa- elevándolo de un delito relativamente leve (“conspiración para cometer una intrusión informática”, con cinco años máximo de cárcel) a peticiones reiteradas de delitos que podrían acarrear más de 175 años de prisión. Por el camino, ha aderezado esas acusaciones con repetidas negaciones de ir contra el periodismo o afectar a la libertad de expresión (la famosa primera enmienda, en lectura estadounidense) refugiándose en presuntas actividades de hackers, de alentar delitos informáticos, y hasta de afirmaciones que sobrepasan el ridículo para las prácticas habituales de la Administración Trump como es la de violar “las reglas deontológicas del periodismo”.

Pero el capítulo próximo más inmediato de esta historia se juega en la justicia británica, cuya independencia es presumible pero que en materia de extradiciones depende demasiado de las presiones y decisiones del gobierno británico de Boris Johnson, un ejecutivo que, tras proclamar su absoluta libertad de actuación con la consumación del Brexit, se apresuró a  mostrar su independencia al anunciar su ruptura con Huawei y su 5G en coincidencia casual con la visita de Mike Pompeo a Londres.

Es la hora pues de la justicia británica, que debería calibrar cómo el periodismo contemporáneo se ha deteriorado profundamente en los últimos años, tanto en la mayoría de los medios clásicos como en los digitales, redes sociales especialmente, por la mercantilización extrema y la concentración de la información en manos de algunos Gobiernos y de los grandes gigantes tecnológicos, y por la planificación sistemática de las fake news en cada país y a escala global. Basta citar los nombres emblemáticos de Orban en Hungría, Bolsonaro en Brasil, Trump en los USA, Duterte en Filipinas o incluso Erdogan en Turquía, para aquilatar la altura de la amenaza gubernamental y de la derecha empresarial y política contra los medios y la propia libertad de expresión.

En ese contexto, que la caída de su credibilidad en todos los países desarrollados refleja insistentemente, la comunicación social democrática depende cada vez más de un periodismo comprometido, capaz de denunciar los atentados que los Gobiernos y las empresas realicen contra los derechos humanos. Una denuncia que, irremediablemente en la era de los big data, pasa por el pirateo informático masivo. En definitiva, si en el pasado el viejo adagio del buen periodista era que toda información auténtica es robada y, por tanto, que toda información regalada es sospechosa de ser simple y pura propaganda, el cuarto poder hoy reside principalmente en un periodismo capaz de hurtar la información oficial u oficiosa en las redes, de difundirla y de desentrañar su significación en contra de la “verdad y la razón de Estado”.

Los medios de comunicación institucionalizados no siempre han sido capaces de ver que ahí se jugaba su futuro. Beneficiarios muchas veces de las filtraciones que, como las de Wikileaks se realizaban con el filtro de pools de medios tradicionales, algunos han intentado adular al poder ostentando los vicios y pecados de los nuevos periodistas críticos, como si la libertad de expresión se decidiera en la virtud privada de sus protagonistas y héroes. Gobiernos y ciertos medios de comunicación miran así de forma cómplice para otro lado frente a la persecución de esos auténticos periodistas digitales del siglo XXI, capaces de arriesgarse para denunciar las violaciones masivas de la legalidad y de los derechos humanos, las corrupciones y los espionajes indebidos a escala nacional e internacional.

Julian Assange es ahora el pivote principal de esta lucha por la libertad de comunicación y por la transparencia democrática, pero detrás están los casos conocidos de Eduard Snowden o Hervé Falciani, e incluso de Rui Pinto (denunciante del caso reciente de la Football Leaks), parangonables a los ya míticos Carl Bernstein y Bob Woodward en el periodismo clásico, a quienes nunca pedimos cartas de pureza. Despreciarles y ningunearles como “piratas informáticos” ilegales es colaborar a la represión ejemplarizante del poder contra el periodismo crítico del siglo XXI.

Por esas muchas razones, deberíamos volver a movilizarnos sin descanso mientras dure la persecución contra Julian Assange. Y proclamar, como hizo Zola en su famoso artículo, que “puesto que ellos osaron, yo también osaré” para denunciar a sus inquisidores sin cesar.

 

Fuente: elDiario.es