El capitalismo y no “la naturaleza humana” fue lo que acabó con el impulso mundial para enfrentar un cambio climático que pone en peligro el presente y el futuro del planeta.

Este domingo, la revista del New York Times  entera estará dedicada a un solo artículo sobre un único tema: el fracaso a la hora de enfrentar la crisis climática global en la década de 1980, una época en que la ciencia y la política parecían alinearse. Escrito por Nathaniel Rich, esta obra de la historia está llena de revelaciones internas sobre caminos no tomados que, en varias ocasiones, me hicieron maldecir en voz alta. Y para que no quede ninguna duda de que las implicaciones de esas decisiones quedarán grabadas en el tiempo geológico, las palabras de Rich aparecen reforzadas por las fotografías aéreas a toda plana de George Steinmetz, que documentan de forma dolorosa la veloz desintegración de los sistemas planetarios, desde el agua torrencial donde solía haber hielo en Groenlandia, a las floraciones masivas de algas en el tercer lago más grande de China.

El artículo, con una extensión de novela corta, representa el tipo de compromiso de los medios que la crisis climática se ha merecido siempre aunque casi nunca se le ha dedicado. Todos hemos escuchado las diversas excusas de por qué ese pequeño asunto de expoliar nuestro único hogar no se consideraba una noticia urgente: “El cambio climático es cosa de un futuro lejano”; “es inapropiado hablar de política cuando la gente está perdiendo la vida por los huracanes y los incendios”; “los periodistas siguen las noticias, no las crean, y los políticos no hablan del cambio climático”; y, por supuesto: “Cada vez que intentamos hablar del tema, los índices de audiencia se desploman”.

Ninguna de estas excusas puede enmascarar el abandono del deber. Los principales medios de comunicación siempre han podido decidir, por sí mismos, que la desestabilización planetaria es una gran noticia, muy probablemente la más relevante de nuestro tiempo. Siempre tuvieron la capacidad de aprovechar las habilidades de sus reporteros y fotógrafos para conectar la ciencia abstracta con los fenómenos climáticos extremos experimentados. Y si lo hicieran de forma consistente, disminuiría la necesidad que de los periodistas se adelanten a los políticos porque cuanto mejor informada esté la gente sobre la amenaza y las soluciones tangibles, más presionarán a sus representantes electos para que se decidan por acciones audaces.

Por eso es tan excitante ver que el Times pone toda la fuerza de su maquinaria editorial al servicio de la obra de Rich, acompañándola de un video promocional, lanzándola con un evento en vivo en el Times Center y acompañándola de material educativo .

Por todo ello es por lo que resulta tan indignante que el artículo se equivoque de forma espectacular en su tesis central.

Según Rich, entre los años de 1979 y 1989, se entendió y aceptó la ciencia básica relativa al cambio climático; la división partidista sobre la cuestión aún no se había producido, las empresas de combustibles fósiles aún no habían iniciado seriamente su campaña de desinformación y había un enorme impulso global para conseguir un acuerdo internacional vinculante y audaz de reducción de emisiones. Al escribir sobre el período clave de finales de los ochenta, Rich dice: “Las condiciones para el éxito no podrían haber sido más favorables”.

Y, sin embargo, “nosotros”, los seres humanos, lo echamos todo a perder porque al parecer somos demasiado miopes para salvaguardar nuestro futuro. En caso de que no entendamos a quién y a qué hay que culpar por el hecho de que estemos ahora “perdiendo el planeta”, la respuesta de Rich se presenta en un recuadro a toda página: “Conocíamos todos los hechos y nada se interponía en nuestro camino. Nada, excepto nosotros mismos”.

Sí, ustedes. y yo. Según Rich, no eran responsables las compañías de combustibles fósiles que acudían a cada reunión política importante descrita en el artículo. (Imagínense a los ejecutivos del tabaco siendo repetidamente invitados por el gobierno estadounidense para proyectar políticas que prohibieran fumar. Cuando todas esas reuniones no consiguieron resultado sustancial alguno, ¿no deberíamos llegar a la conclusión de que la razón de ello es que los seres humanos sólo queremos morirnos? En cambio, ¿no podríamos llegar a la conclusión de que el sistema político es corrupto y está en quiebra?

Varios científicos e historiadores del clima han señalado esta lectura equivocada desde que la versión online del artículo apareció el miércoles. Otros han comentado sobre las enloquecedoras invocaciones de la “naturaleza humana” y el uso del regio “nosotros” para describir a un grupo muy homogéneo de poderosos actores estadounidenses. A lo largo del relato de Rich, no oímos nada de todos aquellos líderes políticos del Sur Global que exigían una acción vinculante en este período clave y después se preocupaban de algún modo por las generaciones futuras a pesar de ser humanos. Al mismo tiempo, las voces de las mujeres son casi tan raras en el texto de Rich como los avistamientos del pájaro carpintero real en peligro de extinción, y cuando las señoras aparecen, es principalmente como esposas sufridoras de hombres trágicamente heroicos.

Todos estos fallos han sido ya abordados, por eso no voy a discutirlos de nuevo aquí. Me centraré en la principal premisa del artículo: que a finales de la década de 1980 las condiciones no “podían haber sido más favorables” para una acción climática audaz. Bien al contrario, una apenas podría imaginar un momento más inoportuno en la evolución humana para que nuestra especie se encontrara cara a cara con la dura verdad de que las ventajas del moderno capitalismo consumista estaban erosionando rápidamente la habitabilidad del planeta. ¿Por qué? Porque los últimos años ochenta estábamos en el cenit absoluto de la cruzada neoliberal, un momento de suprema ascendencia ideológica para el proyecto económico y social que se propuso vilipendiar deliberadamente la acción colectiva en aras a la liberación del “libre mercado” en los aspectos de la vida. Sin embargo, Rich no menciona esta turbulencia paralela en el pensamiento económico y político. 

Cuando ahondé en esta misma historia del cambio climático hace unos años, llegué a la conclusión, al igual que Rich, que el momento clave en que el impulso mundial se estaba forjando en aras a un acuerdo global firme basado en la ciencia se produjo en 1988. Fue cuando James Hansen, entonces director del Instituto Goddard para Estudios Espaciales de la NASA, testificó ante el Congreso alegando que tenía un “99% de seguridad” en que había una “tendencia real hacia el calentamiento” vinculada con la actividad humana. Más tarde, ese mismo mes, cientos de científicos y políticos celebraron la histórica Conferencia Mundial sobre Cambios en la Atmósfera en Toronto, cuando se discutió sobre los primeros objetivos para la reducción de emisiones. A finales de ese mismo año, en noviembre de 1988, el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático de la ONU, la principal entidad científica para asesorar a los gobiernos sobre la amenaza climática, celebraba su primera sesión.

James Hansen.

Pero el cambio climático no sólo preocupaba a políticos y expertos, había pasado a formar parte de las conversaciones cotidianas y charlas de café, a tal nivel que cuando los editores de la revista Time anunciaron en 1988 su “Hombre del Año”, optaron por cambiarlo por el “Planeta del Año: La Tierra en Peligro”. La portada mostraba una imagen del mundo sostenido con un cordel, con el sol poniéndose al fondo de forma inquietante. “Ningún individuo en particular, ningún acontecimiento, ningún movimiento logró capturar la imaginación ni dominó más los titulares”, explicaba el periodista Thomas Sancton, “que el grupo de rocas y suelo y agua y aire que es nuestro hogar común”.

(Curiosamente, a diferencia de Rich, Sancton no culpaba a la “naturaleza humana” del pillaje planetario. Siguió profundizando en el uso indebido del concepto judeocristiano de “dominio” sobre la naturaleza y en el hecho de que suplantó la idea precristiana de que “la Tierra era considerada como madre, como donante fértil de vida. La naturaleza -el suelo, el bosque, el mar- estaba investida de divinidad y los mortales estaban subordinados a ella.)

Cuando examiné las noticias climáticas de este período, parecía que podría lograrse realmente un cambio profundo. Pero después, de forma trágica, todo se desvaneció, con Estados Unidos largándose de las negociaciones internacionales y el resto del mundo conformándose con acuerdos no vinculantes que dependían de “mecanismos de mercado” sospechosos, como la comercialización y compensaciones de bonos del carbono. Por tanto, merece realmente la pena preguntar, como lo hace Rich: ¿Qué demonios sucedió? ¿Qué fue lo que interrumpió la urgencia y la determinación que emanaban de todos estos establishment elitistas de forma simultánea al final de los años ochenta?

Rich concluye, aunque sin ofrecer ninguna prueba social o científica, que algo llamado “naturaleza humana” se puso a dar patadas y lo estropeó todo. “Los seres humanos”, escribe, “ya sea en organizaciones globales, democracias, industrias, partidos políticos o como individuos, son incapaces de sacrificar las ventajas presentes para evitar el desastre impuesto a las generaciones futuras”. Parece que estamos programados para “obsesionarnos con el presente, preocuparnos por el medio plazo y eliminar de nuestra mente el término a largo plazo, aunque acabemos envenenados por ello”.

Al examinar el mismo período, llegué a una conclusión muy diferente: que lo que al principio parecía ser nuestro mejor intento para salvar la vida de la acción climática había sufrido, en retrospectiva, un caso épico de mal momento histórico. Porque lo que queda claro cuando se mira hacia atrás en esta coyuntura es que justo cuando los gobiernos se estaban uniendo para actuar seriamente a fin de controlar el sector de los combustibles fósiles, la revolución neoliberal global se convirtió en supernova y ese proyecto de reingeniería económica y social chocó a cada paso con los imperativos tanto de la ciencia del clima como de la regulación corporativa.

El hecho de no hacer siquiera una referencia pasajera a esta otra tendencia global que estaba desarrollándose en los últimos años ochenta representa un gran punto ciego incomprensible en el artículo de Rich. Después de todo, el principal beneficio de volver como periodista a un período en un pasado no muy lejano es que puedes ver tendencias y pautas que aún no resultaban visibles para las personas que vivieron esos tumultuosos acontecimientos en tiempo real. Por ejemplo, en 1988, la comunidad del clima no tenía manera de saber que estaban en la cúspide de la convulsa revolución neoliberal que transformaría todas las economías principales del planeta.

Pero nosotros sí lo sabemos. Y una cosa que queda muy clara cuando se mira hacia atrás, en los finales ochenta, es que desde ofrecer “condiciones para el éxito que no podrían haber sido más favorables”, 1988-89 fue el peor momento posible para que la humanidad decidiera que iba a tomarse en serie el hecho de poner la salud planetaria por delante de los beneficios.

Recuerden qué otras cosas estaban pasando. En 1988, Canadá y Estados Unidos firmaron su acuerdo de libre comercio, un prototipo del NAFTA (siglas en inglés del Tratado de Libre Comercio de América del Norte) y de los innumerables acuerdos que lo seguirían. El muro de Berlín estaba a punto de caer, un acontecimiento que los ideólogos de la derecha aprovecharían con éxito en EE. UU. como prueba del “fin de la historia”, tomándolo como licencia para exportar la receta Reagan-Thatcher de privatización, desregulación y austeridad a todos los rincones del mundo.

Fue esta convergencia de tendencias históricas -la aparición de una arquitectura global que se suponía iba a abordar el cambio climático y el afianzamiento de una arquitectura global mucho más poderosa que iba a liberar el capital de cualquier restricción- lo que hizo descarrilar el impulso que Rich identifica correctamente. Porque, como señala repetidamente, enfrentar el desafío del cambio climático hubiera requerido imponer rígidas regulaciones a los contaminadores, a la vez que invertir en la esfera pública para transformar la forma en que impulsamos nuestras vidas, vivimos en las ciudades y nos movemos.

Todo esto fue posible en los años 80 y 90 (todavía lo es hoy), pero habría exigido una batalla frontal contra el proyecto del neoliberalismo, que en ese momento estaba librando una guerra contra la idea misma de la esfera pública (“La sociedad no existe”, nos dijo Thatcher). Mientras tanto, los acuerdos de libre comercio que se firmaron en este período estaban desarrollando muchas iniciativas climáticas sensatas, como subvencionar y ofrecer un trato preferencial a la industria verde local y rechazar muchos proyectos contaminantes como la fractura hidráulica y los oleoductos, que son ilegales en virtud del derecho comercial internacional.

Sobre esta colisión entre el capitalismo y el planeta escribí un libro de 500 páginas, y no quiero entrar de nuevo en los detalles aquí. Sin embargo, este extracto se introduce en el tema con cierta profundidad, por lo que citaré aquí un breve fragmento:

No hemos hecho lo necesario para reducir las emisiones porque eso entra fundamentalmente en conflicto con el capitalismo desregulado, la ideología reinante durante todo el período en el que hemos estado luchando para encontrar una salida a esta crisis. Estamos atrapados porque las acciones que nos darían la mejor oportunidad para evitar una catástrofe -que beneficiarían a la gran mayoría- son extremadamente amenazadoras para una élite minoritaria que tiene un dominio absoluto sobre nuestra economía, nuestro proceso político y la mayoría de nuestros principales medios de comunicación. Ese problema podría no haber sido insuperable si se hubiera presentado en otro momento de nuestra historia. Pero es nuestra gran desgracia colectiva que la comunidad científica hiciera su decisivo diagnóstico sobre la amenaza climática en el preciso momento en que esas élites disfrutaban de un poder político, cultural e intelectual más ilimitado que en cualquier momento desde la década de 1920. De hecho, los gobiernos y los científicos habían empezado a hablar seriamente sobre los recortes radicales a las emisiones de gases de efecto invernadero en 1988, el año exacto que marcó el comienzo de lo que se llamó “globalización”.

¿Por qué es importante que Rich no mencione este choque y, en cambio, afirme que nuestro destino ha sido sellado por la “naturaleza humana”? Es importante porque si la fuerza que interrumpió el impulso hacia la acción somos “nosotros mismos”, entonces el titular fatalista en la portada de la revista New York Times Magazine “Perdiendo la Tierra” es realmente merecido. Si la incapacidad de sacrificarnos a corto plazo por una dosis de salud y seguridad en el futuro se cuece en nuestro ADN colectivo, entonces no tenemos ninguna esperanza de cambiar las cosas a tiempo para evitar un calentamiento verdaderamente catastrófico.

Por otra parte, si nosotros, los seres humanos, estuvimos realmente a punto de salvarnos en los años 80, pero nos vimos inundados por una oleada de fanatismos por parte de la élite del libre mercado, a la que se oponían millones de personas en todo el mundo, entonces ahí hay algo bastante concreto que podemos hacer al respecto. Podemos enfrentar ese orden económico y tratar de reemplazarlo con algo que esté enraizado en la seguridad humana y planetaria, esa que no coloca la búsqueda del crecimiento y el beneficio a toda costa en su centro.

Y la buena noticia -y sí, hay alguna- es que hoy, a diferencia de 1989, un movimiento joven y en crecimiento de socialistas democráticos verdes está avanzando precisamente con esa visión en EE. UU. Y eso representa algo más que sólo una alternativa electoral: es nuestra única línea de vida planetaria.

Sin embargo, tenemos que tener claro que la línea de vida que necesitamos no es algo que haya sido probado antes, al menos no en la escala requerida. Cuando el Times tuiteó su tráiler del artículo de Rich sobre “la incapacidad de la humanidad para enfrentar la catástrofe del cambio climático”, la excelente ala de ecojusticia de los Socialistas Democráticos de América ofreció velozmente esta corrección : “*CAPITALISMO* Si fueran serios a la hora de investigar qué ha ido tan mal, deberían centrarse en la ‘incapacidad del capitalismo para abordar la catástrofe del cambio climático’. Por encima del capitalismo, *la humanidad* es totalmente capaz de organizar sociedades que prosperen dentro de límites ecológicos”.

Su punto de vista es bueno, pero está incompleto. No hay nada esencial sobre los seres humanos que viven bajo el capitalismo; los humanos somos capaces de organizarnos en todo tipo de órdenes sociales diferentes, incluidas las sociedades con horizontes de tiempo mucho más largos y con mucho más respeto por los sistemas de apoyo a la vida natural. De hecho, los humanos han vivido de esa manera durante la gran mayoría de nuestra historia y muchas culturas indígenas mantienen vivas hasta el día de hoy las cosmologías centradas en la tierra. El capitalismo es un breve incidente en la historia colectiva de nuestra especie.

Pero culpar simplemente al capitalismo no es suficiente. Es absolutamente cierto que el impulso hacia el crecimiento y las ganancias sin fin se oponen rotundamente al imperativo de una transición rápida en el abandono de los combustibles fósiles. Es absolutamente cierto que el desencadenante global de la forma desatada de capitalismo conocida como neoliberalismo en los años 80 y 90, ha sido el mayor contribuyente al desastroso pico de las emisiones globales en las últimas décadas, así como el mayor obstáculo para la acción climática basada en la ciencia desde que los gobiernos comenzaron a reunirse para hablar (y hablar y hablar) sobre la reducción de emisiones. Y sigue siendo el mayor obstáculo hoy en día, incluso en países que se promocionan como líderes climáticos, como Canadá y Francia.

Pero tenemos que ser honestos y reconocer que el socialismo industrial autocrático ha sido también un desastre para el medioambiente, como lo demuestra radicalmente el hecho de que las emisiones de carbono descendieron brevemente cuando las economías de la antigua Unión Soviética se colapsaron a principios de los años noventa. Y como escribí en “Esto lo cambia todo”, el petropopulismo venezolano ha continuado con esta tradición tóxica hasta nuestros días, con resultados desastrosos.

Reconozcamos este hecho al tiempo que señalamos que los países con una fuerte tradición socialista democrática, como Dinamarca, Suecia y Uruguay, tienen algunas de las políticas ambientales más visionarias del mundo. De esto podemos concluir que el socialismo no es necesariamente ecológico, pero que una nueva forma de ecosocialismo democrático, con la humildad de aprender de las enseñanzas indígenas sobre los deberes para con las generaciones futuras y la interconexión de toda la vida, parece ser la mejor oportunidad que tiene la humanidad para la supervivencia colectiva.

Estas son las apuestas del aluvión de candidatos políticos que están promoviendo una visión democrático ecosocialista, conectando los puntos entre los expolios económicos causados por décadas de ascendencia neoliberal y el devastado estado de nuestro mundo natural. Inspirados en parte por la carrera presidencial de Bernie Sanders, candidatos de diversos tipos, como Alexandria Ocasio-Cortez en Nueva York, Kaniela Ing en Hawai y muchos más, se presentan en plataformas que piden un “Nuevo acuerdo ecológico” que satisfaga las necesidades materiales básicas de todos, ofrezca soluciones reales a las desigualdades raciales y de género, al tiempo que catalice una transición rápida al cien por cien de energía renovable. Muchos, como la candidata a gobernadora de Nueva York, Cynthia Nixon, y el candidato a fiscal general de Nueva York, Zephyr Teachout, se han comprometido a no aceptar dinero de las compañías de combustibles fósiles y, en cambio, están prometiendo procesarlas.

Estos candidatos, se identifiquen o no como socialistas demócratas, rechazan el centrismo neoliberal del establishment del Partido Demócrata, con sus tibias “soluciones basadas en el mercado” para la crisis ecológica, así como la guerra total de Donald Trump contra la naturaleza. También están presentando una alternativa concreta ante los socialistas extractivistas antidemocráticos del pasado y del presente. Y quizá lo más importante, esta nueva generación de líderes no está interesada en convertir a la “humanidad” en chivo expiatorio de la avaricia y corrupción de una élite minúscula. Busca en cambio ayudar a la humanidad, en particular a sus innumerables miembros sistemáticamente desconocidos, a encontrar su voz y poder colectivos para poder enfrentarse a esa élite.

No estamos perdiendo la Tierra, pero esta se está calentando de forma tan veloz que está inmersa en una trayectoria en la que muchos de nosotros vamos a perdernos. Justo a tiempo, está apareciendo un nuevo camino político hacia la seguridad. No es el momento de lamentar nuestras décadas perdidas. Es hora ya de salir del infierno por ese camino.

(Traducción: Sinfo Fernández)

Fuente: Rebelión

 

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