El Pejerrey Empedernido se dio una vuelta por la pescadería del barrio – nunca un supermercado – para visitar a sus congéneres en exhibición. Estaba en eso cuando se tentó con unos langostinos y se los hizo a la plancha mientras escuchaba tangos.

Sé que Ducrot no me cree y anda preguntando por ahí qué le pasa a mí amigo, si fumé de la mala o qué. No puede entender que a un peje de por aquí se le puedan revolotear las escamas cuando le pone oídos al revolucionario del cante, a Camarón de la Isla, tanto que me siento con fuerzas para atravesar el Atlántico, hacerle una mueca a Gibraltar y aparecerme camuflado de mamífero con parla sobre Algeciras, tal cual contrabandista, experto en jereces refrescados o cantaor de punta y raja. Sí, los Pejerreyes somos así, aunque lo que sigue antes de entrar en tema viene de falta envido y truco con dos cuatros y la mano en contra, porque lo de hoy trata acerca de herencias gardelianas y los mejores langostinos de las nuestras aguas bravas del Sur; sí, como acaba de leerlo, y porque se me ocurrió. Pero antes un algo de Camarón: “El sueño va sobre el tiempo, flotando como un velero. Nadie puede abrir semillas en el corazón del sueño. El tiempo va sobre el sueño, hundido hasta los cabellos. Ayer y mañana comen, oscuras flores de duelo. Sobre la misma columna, abrazados sueño y tiempo, cruza el genio del niño, la lengua rota del viejo. Y si el sueño finge muros en la llanura del tiempo, el tiempo le hace creer que nace en aquel momento…El sueño va sobre el tiempo, flotando como un velero. Nadie puede abrir semillas en el corazón del sueño…”. Y: En los olivaritos niña te espero, con un jarro de vino y un pan casero. Con un jarro de vino y un pan casero. ¡Ay!, que trabajo me cuesta el quererte como te quiero, por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero…”. Aconteció una noche cálida que se tornó fresca, como es que debe ser sobre el puerto chubutense de Playa Unión, por donde alguna vez ya hace tanto, siglos, debió pasar el maluco Magallanes, y por donde viven algunas de las mejores tribus nadadoras de mis innumerables primos, primas y qué se yo. Es que allí cantó hace pocos días quien seguramente se encuentra entre las mejores voces actuales del tango, y miren si será cierto que los duendes bucaneros de las playas frías del patagón me confiaron un secreto: de tanto en tanto el espíritu con alegrías y penas de Carlos Cardel y los sueños vivos de Juan Manuel Olsina se juntan a bordo de una balandra invisible, se pegan unos vidrios generosos con hielo, pero de los buenos, de single malt, y la chamuyan hasta que llega la hora de la función, como la chamuyaron Dios y el Diablo en el Evangelio según Jesucristo, del gran portugués, comunista que lo fue para más datos. Entonces “Manolo” Olsina te canta así: “Por una cabeza, todas las locuras, su boca que besa borra la tristeza, calma la amargura. Por una cabeza, si ella me olvida, qué importa perderme mil veces la vida, para qué vivir”; y la barra de la pista y alrededores del escenario brama de retozo, mil amores nacen a la orilla, lejos de la vista indiscreta de damas y caballero de guardar, que cuidan al piberío para que no se empechen con helados de dulce de leche y chocolate. Y ahí más luego pero no tanto, enamoradas y enfurruñados por despecho, todos juntos, se acercan al mesón andante para zamparse bandejillas de langostinos empanados en mojaduras de salsas que son gualichos nomás. Por ahí, les decía, anduve camuflado de humano y me senté a una mesa del puerto hecho sede de la segunda edición de la Fiesta Provincial del Langostino; sí en Playa Unión, de Rawson, Chubut, y mientras sonaba la voz de Olsina una y otra vez, en los altos y suspiros no dejé langostino con cabeza ni vaso de vino lanco al fresco en sano juicio. Después me dijeron que Gardel y el Altísimo sonreían, cuchicheaban y aplaudían sin amagues al cantor que también es patagónico. Se acabó la función. ¿Estuve? ¿Lo soñé? Ninguna importancia tiene saberlo; eso sí, antes de volver en mí y lanzarme a las aguas, aquí mi receta, para cuando visiten la pescadería del barrio, jamás malditos supermercados: langostinos crudos enteros, con sus trajes de novio y escafandras, y en lo posible frescos, sin congelar. Una sartén o plancha de fierro, al rojo y apenas si aceitada; allí van ellos, siempre inquietos y por escaso tiempo, si apenas hasta segundos, el color se los dirá. Los retiran, los salan, los pimentan y ya están; a pelarlos. Será vuestro el mundo de sus carnes blancas con besos de mayonesa batida en puré de palta algo picoso. Un Torrontés de los pulsudos, y a llorar a los portales. ¡Salud!

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