El Pejerrey empedernido anda a las puteadas con las roscas electorales, pero como es un resistente de la primera hora propone mil y una maneras de hacer un buen matambre para comer rico. Y buen provecho.

Entre nosotros, las más insoportables no son, ni por asomo, las levedades del ser, si no sus pesadeces, como por ejemplo las que me provocan los ditirámbicos entusiasmos políticos que, a la hora de comulgar lo que muchos comulgamos, y espero que seamos mayoría, que el farabute que delató al viejo muerto porque es hijo fiel de tal cuales garcas, de un Macri y de una Blanco Villegas, se vaya él y todos sus cambiemitas hacia lo más lejos posible, a la mismísima mierda sería lo ideal. Siempre lo mismo, que me enredo entre los sonidos de la escritura como si las palabras unas tras otras fuesen enaguas de percalina a las cuales había que hacer volar; porque quería yo escribir qué pesados los ditirambos políticos cuando fulano va con mengano pero la lista con los otros que no fueron de acá aunque sí quizás de más allá y hay que esperar porque todo se negocia, compra y vende, como en mercado de baratijas.  Lo qué sirve che que las palabras sean abstractas, vaporosas, y más útiles para encubrir que para enunciar, porque entre medio de todo eso, que, claro, puede resultar la nada misma, nadie de los que se anotan le dicen a los que aplauden o abuchean a los anotados que harán aquello sin lo cual esto no dará para  más: congelamiento y baja en los precios del morfi, lo mismo que para las tarifas de los servicios públicos, y aumento sustancial de todos los salarios y otros ingresos del pueblo. Si no seguiremos al horno y la verdad sea dicha prefiero que salga con rusa, y atención que el manjar de género gramatical masculino de esta historia no está deconstruido, a contra la moda depor estos tiempos, sino más bien todo lo contrario, porque no hay peor cosa que se te desarme  cuanto te lo sirven, casi tan espantosa experiencia como la que uno vive cundo se le pianta la milanesa del sánguche, al resbalarse entre la mostaza o la mayonesa. Y quién diga que eso no es así que le vaya a cantar a Derrida. Avancemos entonces: Son los estómagos anchos y fuertes el teatro de sus proezas, y cada diente sincero apologista de su blandura y generoso carácter. Incapaz por temperamento y genio de más ardua y grave tarea, ocioso por otra parte y aburrido, quiero ser el órgano de modestas apologías, y así como otros escriben las vidas de los varones ilustres, transmitir si es posible a la más remota posteridad, los histórico-verídicos encomios que sin cesar hace cada quijada masticando, cada diente crujiendo, cada paladar saboreando el jugoso e ilustrísimo matambre (…). Con matambre se nutren los pechos varoniles avezados en batallar y vencer, y con matambre los vientres que los engendraron; con matambre se alimentan los que en su infancia de un salto escalaron los Andes, y allá en sus nevadas cumbres, entre el ruido de los torrentes y el rugido de las tempestades, con hierro ensangrentado escribieron independencia y libertad (…). Las recónditas transformaciones nutritivas y digestivas que experimenta el matambre, hasta llegar a su pleno crecimiento y sazón, no están a mi alcance; naturaleza en esto como en todo lo demás de su jurisdicción, obra por sí, tan misteriosa y cumplidamente, que sólo nos es dado tributarle silenciosas alabanzas (…). Así como el otro día les contaba a propósito del tripaje que engalana nuestras parrilladas y mencionaba a El matadero, de Esteban Echeverría, vuelvo hoy sobre nuestro escriba del ’37, fundador y fajado con Juan Manuel, para invocar su magnífico texto Apología del matambre, cuadro de costumbres argentinas. Y para el después, con el feca, una rareza entre nosotros, a saber: En el Manual de Cocina y Repostería, editado en La Habana en 1925, María Antonieta Reyes Gavilán y Moenck cuenta que, para medio kilogramo de catibía, otro tanto de azúcar, doce huevos, doscientos cincuenta gramos de mantequilla, un poco de limón rallado muy verde y ajonjolí- sésamo tostado. Se bate la mantequilla con el azúcar hasta que quede blanca y se añaden las yemas apenas batidas; las claras se sacuden como para merengue italiano y se echan alternando éstas y la catibía en polvo, y al terminar el limón verde rallado. Se coloca en un molde engrasado con mantequilla o manteca y se cubre con el ajonjolí; se cocina al horno. Aclaremos que la mantequilla es nuestra manteca y que la manteca es nuestra grasa. Y que la catibía es harina de mandioca, y que por aquellos lares y tiempos hacer catibías significaba algo como estar boludeando. Como me explicaba hace ya mucho un experimentado parrillero, si lo prefieren abierto y a la parrilla, de vaca o cerdo, no se olviden de tiernizarlo en leche. Pero si son de los míos y lo comen arrollado, frío y cortado en rodajas, siempre con ensalada rusa, uno de los emblemas de la cocina porteña o, como prefiero denominarla, cocina cocoliche, la expresión culinaria de esa conjunción de culturas que nació en los conventillos, entre europeos y criollos. Por hoy la cortamos aquí pero algo queda como deuda: ciertas disquisiciones sobre la rusidad de la tal ensalada; después de guasapiarme con Putin les cuento. Mientras tanto, ¡salud!

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