El Pejerrey Empedernido la emprende contra la “garcogastronomía”, esa construcción de la tilinguería criolla que paga cuentas astronómicas a empresarios del rubro que retribuyen con salarios de hambre a los mozos y cocineros que la yugan. Además, una sopa de primavera dedicada a todos los que se ganan la vida laburando en cantinas, figones y comedores de alta alcurnia.

La otra tarde no vi llover ni gente correr. Apenas si solo estaba espatarrado sobre el banco de una plaza, pues indumentos, pinta y catadura de humano ostentaba, cuando recordé lo que había leído días atrás: las quejas de un cofrade ante lo que debió apoquinar cuando le llegó la cuenta en una barbacoa rutera, por los pagos de City Bell, en cercanías de La Plata. Con mi amigo Ricardo fuimos a almorzar a Mucho Humo, parrilla agradable sobre el Centenario. Solía comer ahí: buena carne, buena atención, todo lindo. Hoy fuimos por lo de siempre, dos empanadas, vacío con fritas, vino (dos botellas) y postre. Hasta ahí todo bien, razonable. Como no tienen carta de vinos te ofrecen el de la casa, López o Elementos. Por boludos no preguntamos el precio (después de todo, un Elementos cuesta 320 pesos en el Chino), calculamos que podrían echarle un cien por ciento al del mayorista (ponele 550 pesos). Pagamos 3.350 mangos, de los cuales 1.600 (800 la botella) nos afanaron de vino. Se come muy bien en Mucho Humo. También toman a los clientes por pelotudos. Game over. A pie juntillas hago la cita pues su autor es varón de influencias en esta gaceta de fronteras y no vaya a ser cosa que se berrinche si llego a no estampar mis letras con los escrúpulos de citación debidos… Y ahí fue que me sobrevino por arremetida la idea de escribir acerca de lo que estoy tentado de precisar aquí como garcogastronomía… Y lo llamé a Ducrot. Le pregunté cómo fue aquello de su cena que por fin no fue un malentendido, tal cual había él sospechado en un principio. Y me respondió breve porque no andaba el tipo con afanes de demasiado palique: mire don Peje, invité aquella noche a mi escritora preferida para que cenemos en el que, nunca dudé al respecto, era por entonces el mejor restaurante de Buenos Aires, Tomo I, de las hermanas Ada y Ebe Concaro. Apenas llegamos, la recepción ya nos puso en alerta, y ni le cuento lo que fue después, ya sentados a la mesa. Atónitos, los otros comensales nos miraban de soslayo porque lo que nos estaban ofreciendo con deferencias especiales era un verdadero banquete de degustaciones sin par. Platos y vinos nos eran poco menos que ofrendados por el plantel en pleno de camareros y asistentes. El refocilo del gusto hizo que nuestras dudas – aquí hay un error, nos han confundido con otros clientes – y nuestros temores – ni dios podrá pagar esta cena – se desvaneciesen en la dulce frontera de la inconsciencia. Tras los postres y el coñac llegó la hora de la cuenta; y ese, le aseguro mi amigo don Peje, fue el momento de mayúscula y abrumadora sorpresa. De ninguna manera señor Ducrot, ustedes son nuestros invitados, pero no de la casa sino del personal todo. Queremos hacerlo porque nunca jamás antes alguien salió en defensa de los trabajadores gastronómicos como lo hizo usted en la tele el otro día, cuando denunció que la inmensa mayoría de las patronales nos hacen trabajar poco menos que en condiciones de esclavitud, por la propina. Lo cierto es don Peje que unas semanas antes de aquellos hechos que refiero, en el programa Sobremesa Gourmet, que durante el segundo semestre del año 2000 se propalaba por el entonces flamante canal de TV el gourmet.com, y en el cual sin haber sabido nunca por qué yo participé como animador comentarista, cruce sin contemplaciones a quienes se quejaban porque, según ellos, en los restaurantes argentinos, en general, los mozos y las camareras no sabían de vinos ni de platos tal cual sucedía en Europa y Nueva York, por ejemplo. Recuerdo que más o menos dije lo siguiente: señoritos y señoritas dejen la tanta tilinguería que los abruma; en nuestro país, la mayor parte de los trabajadores gastronómicos están sometidos a una nueva suerte de gleba, o acaso no saben ustedes que la yugan en negro y cuando no, sólo por los dinares que los clientes ofrecen con desdén sobre la mesa a quienes consideran poco menos que sus sirvientes, y en un contexto en el cual tantos son los patronos que evaden impuestos, utilizan al negocio para lavar dinero de otras procedencias y a otras delicias de nuestra lumpen burguesía se dedican. Entonces señoritas y señoritos, no sólo que los trabajadores tienen el derecho a no saber sobre aquello que ustedes pretenden que sepan, sino agradezcan que cuando vais vosotros a comer con aires de bacanes, ellos no les mean sus sopas antes de llegar a la mesa con una sonrisa de encanto burlón; lo que por cierto muy justo sería. Aunque me extendí en demasía no quiero dejar de contarle, don Peje, un par de asuntillos: jamás comprendí porque los de el gourmet.com me contrataron, y eso que les advertí que lo mío no era lo de ellos; y, lo cortés no quita lo valiente, jamás me censuraron una palabra, pese a que fueron varias y por el estilo de las que acabo de recordar para usted y sus lectores… Hasta aquí el relato ducrotiano, aunque verán: el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, podríamos cantar, pero las mañas empresarias quedan, perduran, se expanden insaciables. Es cierto que muchos mesones, tascas y bares cayeron en desgracia debido a la panderecesión y que las políticas públicas, más allá de las declamaciones, casi nunca ayudan en serio con los costos y las cargas impositivas, ni mucho menos a quienes la yugan por un salario que es indigno; pero en un sociedad como la nuestra, en la que habitan los primeros tenedores de dólares tangibles fuera de Estados Unidos, según datos dados a conocer hace pocos días – unos 250 mil millones al margen de toda regulación –, a la vez que la mitad de sus gentes vive en la pobreza y el desempleo, y los benditos formadores de precios gozan en impudicia, no hay razones a la vista para esperar que las patronales del comer – no sólo los dueños de restaurantes y otros sitios del lastre arofue de casa, sino los propios de la industria y del comercio de la alimentación toda –, no configuren lo que se me ocurrió bautizar garcogastronomía… La misma que, por supuesto, es atributo y modo del garcocapitalismo criollo en el que vivimos, que es garca como todo capitalismo pero más, obsceno. En fin, me despediré por cierto con receta, ya verán, aunque antes haré uso de vuestras dispensas con una más de las tantas observaciones que seguro se me quedaron en el tintero, mejor dicho dentro de la olla a presión (¿se acuerdan de ese muy serio artefacto?): no jodamos, entre nosotros existen dos países y por consiguiente dos gastronomías, y no me vengan con la blandenguería boba de la grieta, porque los dos países se definen así: el de los que apenas si pueden morfar, y el otro, el de los garcoburgueses y sus mandatarios políticos y burocráticos de toda laya, que disfrutan de las más ululantes modas del planeta goloso o gourmand, como se lo llama, muchas veces más berreta e impostado por simulaciones que cierto en su ser; aunque ese es tema para otra polémica… Y esos dos países son irreconciliables porque los de arriba gozan porque los de abajo la sudan y ello será así hasta el banquete sea para todos o no sea para ninguno… Ahora sí, para levantar los ánimos una sopa en almuerzos de primavera bajo el sol de octubre y dedicada a todos los que se ganan la vida en la cocina y en los salones de cantinas, figones y comedores de alta alcurnia: tomates que ya llegan maduros, sean de Cuyo, de las quintas de La Plata o de las huertas de Mar del Plata, tan sólo por mencionar a algunos de los mejore; los despellejan pasándolos por agua que pela, y que no les quede ni una de sus graciosas semillas; a la licuadora entonces con un tanto ya verán al gusto de jugo de naranjas – si aún consiguen de la sanguíneas de Tucumán mucho mejor -, sal, pimienta negra, un beso de picor del que tengan y sin exagerar, y otro de hinojos rallados… Mientras la saborean en vaso, copa o cáliz breve, apropiado para chupitos cortos; entre aceitunas verdes que van y otras negras que vienen, hasta que lleguen las contundencias y con arrumacos de tintos, blancos o claretes… ¡Salud!