El Pejerrey Empedernido se vuelca este sábado a la carne, más precisamente picada, para preparar un steak tartar o bife a la tártara, un plato a que si te le animás, a pesar de ser crudo, no te defrauda.

Condenadme entonces, cabrones, y alojadme en el fondo mismo de la Tierra, con pecadoras, tahúres y malandrines; qué ya os explicaré después! Nunca antes de ciertas murmuraciones imparciales, si es que la imparcialidad existe – lo dudo –, y siempre claro está, de bendiciones y peroratas sobre el comer, que no por aguafiestas quiero recordarles, cada día más penoso (morfar) nos resulta a los muchos, porque a los pocos, a esos del capital y las burocracias, a los expropiadores privados y a sus siervos de la política, todo de jarana les parece y para ellos las mesas desbordan de día y de noche, aunque debute la parlen de justicias e inclusiones; porque vieron que cuando uno descongela un tramo de vaca, por ejemplo, ya que a cuento de esas pulpas se trata esta semana, muy poco es lo que resiste sin que a los juegos y gozos de las cocciones sea sometido. Es decir, este Peje clama perdones por la digresión, pero asegura que en tablajerías de barriadas y arrabales ni la carnaza con hueso y para ropes dejó de encarecer, lo que con prístinas palabras nos susurra que si alguna vez en los últimos tiempos las valías o sea los precios fueron congelados (lo dudo y muchísimo), ya vemos que con el descongele súbito a podrido huele todo en Dinamarca… Retomemos entonces el camino por la estrechas cornisas del verbo escrito con afán de crónica y, como cierta vez un bagre del Támesis, al fin de cuenta primo lejano de este vuestro seguro servidor, oyó decirle a un viandante de las orillas, siempre encapotado y bautizado Jack, vayamos por partes… Tártaro es el inframundo ancho y ajeno al cual en sus mitos y credos los viejos romanos enviaban a los bribones ellos y ellas de toda ralea y catadura, tanto que el gran Virgilio en la Eneida cuenta que se trata de un espacio gigantesco cercado por murallones y el río Flegetonte, el ardido en llamas… Es que al buen decir sabrán ustedes cómo fue que a Roma llegaron de Grecia aquellas ideas y noticias sobre la bronca que armó Zeus cuando a Prometeo y a tantos otros desterró al mismo espacio, el sí, por supuesto, que después sonará a Averno, el reino de Luzbel, también conocido como el Señor de las Moscas, y sus ángeles caídos: al fin de cuentas, la disposición arriba o abajo de las supercherías no altera el fin de la impostura… Atención con aquello de las partes de Jack, pues tártaros son también algunos pueblos de la Europa Central y la Siberia que por nombre parece tienen tal cual se llama a la tribu mongol de los Ta-Ta, que guerreros de a caballo fueron; si tan legendarias son las andanzas del jefe Tugay Bei de Crimea, armado hasta los dientes por aquello años del siglo XVII, tanto que en la posterior imaginería literaria, el teniente Giovanni Drogo, el de la novela El desierto de los tártaros (1940), del italiano Dino Buzzati y llevada al cine en 1976 por Valerio Zurlini y con Vittorio Gassman entre otros, resignó su ser a la espera de un ataque de los tártaros sobre la fortaleza de Bastiano, que nunca fue… Y sigamos, que ya arribaremos a puerto seguro, a resguardo de filibusteros… Siempre él, Marco Polo (1254-1324) y su Libro de Viajes, que nos habla por primera vez acerca del asunto de este sábado, conocido por aquellos tiempos en Yunnan, China: comen carne cruda (…). Se hacen del hígado que cuelga de las partes, con ajo lo sazonan, y se lo zampan (…). Los ricos la hacen triturar (…) … Existen textos del siglo XVII que dan cuenta de cómo las tropas cosacas preparaban sus platos para la hora del descanso, de ellos y de sus corceles, en plena cabalgadura sobre las estepas, ablandando las carnes de buey debajo de sus monturas para que por la noche estén a punto de crudeza y buen provecho, con jarras de aguardientes de frutos macerados… Y vean lo que para ustedes afané de ciertos enjambres de palabras confiables entre esos papeles que hay que rebuscar por las tinieblas del cibermundo: en 1844, el steak tartar o filete tártaro aparecerá mencionado en la novela El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, aunque sin dar detalles sobre cuál y cómo era exactamente la preparación. No obstante, allí ya se cita en el contexto de una cena ostentosa, lejos del ejercicio de subsistencia del que hablaba Marco Polo: En cuanto a su cena, se componía de un faisán asado con mirlos de Escocia, un jamón de jabalí a la gelatina, un pedazo de cabra a la tártara, un rodaballo magnífico y una langosta colosal. En los intermedios circulaban entremeses delicados. La vajilla era de plata y los portavasos de porcelana… Unos cuantos años más tarde, en diciembre de 1876, era otro autor francés, el prolífico Julio Verne, quien en su obra Miguel Strogoffel correo del zar, aludía también a la degustación de carne cruda picada: Nadia siguió a Miguel Strogoff al restaurante, pero no tocó siquiera los entremeses que les sirvieron aparte, consistentes en caviar, arenques cortados a trocitos y aguardiente de centeno anisado,  que servían para estimular el apetito, siguiendo la costumbre de los países del norte, tanto en Rusia como en Suecia y Noruega. Nadia comió poco, como una joven pobre cuyos recursos son muy limitados y Miguel Strogoff creyó que debía contentarse con el mismo menú que iba a comer su compañera, es decir, un poco de kulbat, especie de pastel hecho con yemas de huevos, arroz y carne picada; lombarda rellena con caviar y té por toda bebida… Otras voces aseguran que el filete tártaro es originario de la Polinesia francesa, donde era habitual el consumo de carne cruda, y también hay quienes apuntan al Kibbeh del mundo árabe… En los primeros años de 1900, los mejores hoteles franceses ofrecían en sus menús el beef steak a la tartar: carne cruda de vaca finamente picada junto a salsa tártara, que se elabora con mayonesa, alcaparras, pepinillos agridulces, cebolla y perejil… Fue el chef galo Auguste Escoffier (1846-1935), unánimemente considerado el padre de la cocina moderna, quien en el año 1921 sentó las bases del platillo que nos distrae: filete de res triturado, sazonado con yema de huevo y salsa tártara… Pero, pues ya me conocen ustedes, saben que no acepto cánones culinarios, al fin de cuentas y por contagios los Pejes somos cocoliches – alguna vez les conté sobre esa teoría de mi amigo Ducrot en torno a la cocina argenta; y si no, prometo que lo haré –, y por ello entonces aquí mis sugerencias…  Visitad a vuestro carnicero de más confianza y tras advertirle que no están ni fumados con la mala ni beodos, pues lo precios no están como para joder, que un peso apropiado del mejor lomo os pase por la picadora más fina, tras desgraces y despellejes si fueren necesarios. Marcha a casa y al frío hasta un rato antes de servirla a la mesa; y les aseguro que es un plato para amores y arreboles después, de tan galano que sí lo es, el gran filete tártaro. Con la carne ya tan pronta al igual que los comensales, amasijad a ella (a la carne, por favor) con yema de huevo batida y entreverada después con mayonesa ahumada, mostaza al estilo de Dijon (las nuestras artesanales de Arytza son inmejorables), pimienta negra y alcaparras, de esas bien gordillas. Al plato servido, el tártaro como albóndiga cruda, en compañía quizás de hinojos horneados con aceite de oliva y queso parmesano en raspaduras; y tostadas de buen pan crujiente como damas consortes o de concubio… Y si lo consiguen – buscadlo que lo hallaréis -, para tal momento un Cabernet Franc de Garbo, Cruz de Piedra, Mendoza. Lo probé hace horitas nomás y voy a por otra botella… A los pecadores y a las pecadoras, ¡salud!

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