El aperitivo es cosa seria y con qué hacerlo es una ciencia sobre las que todo el mundo tiene algo que decir. Aquí El Pejerrey Empedernido recuerda los aperitivos que se mandaban Vittorio Gassman y Mario Monicelli durante la filmación de La Armada Brancaleone. Es cuestión de probar nomás.

Como todo espíritu ilustrado sabe, o debiera saber, los Pejerreyes, Empedernidos o no, sufrimos horrendas discriminaciones por parte de esa especie que a veces parece tan menor, como lo es la humana, porque debo decirles que entre mis aguas jamás reinaría un Macri, ni mucho menos un Adolfito, ni un Videla; y no la sigo, no sea cosa que hembras y machos de esa naturaleza – la humana – salgan de cacería y represión, tal cual deberían también saber ustedes, que con redes, cañas, medio mundos y otras armas de destrucción masiva nos pretenden casi siempre pasados por harina y huevo, y a la sartén, y si te he morfado no me acuerdo. Retomo.  Primero: a este Empedernido no lo pescarán jamás; es más, el día que me haga de un señorito o una señorita con lompa o miriñaque, no me importa, cualquiera de los dos culminará como Solís, dicen que en la isla Juncal. Segundo: entre las discriminaciones sufridas sin que el INADI diga ni pío, a los Pejerreyes no nos permiten entrar a los cines, mucho menos abordar un avión. Tercero: dedico este texto a Daniel Rafalovich, publicador incansable en su tapia feisbuquera de recuerdos cinematográficos que ayudan a sobrevivir; a Alejandra Andrea, apostilladora habitual en semejantes comarcas, la primera en interrogar a mi amigo Ducrot acerca de ciertos asuntos, pregunta que él me trasladó para su respuesta; y a don Daniel Cecchini, pues el hombre intervino en el pase de magias letreras y además es mi editor aquí, y no sea cosa que se ponga celoso sin mención y me dé un boleo sobre la agalla derecha, dejándome sin aire en medio de una travesía entre las olas que se ponen frías en tiempos de julio. Subversión número uno: no me van a joder, me disfrazaba de humano cuando pequeñín para ir al cine y ni idea cuántas veces ya vi esa catedral filmada que se llama La armada Brancaleone, de Mario Monicelli, uno de los más grandes de la commedia all’italiana del siglo XX, hija dilecta de la commedia dell’arte, del XVI. Subversión segunda: también con pinta de bípedo con gomina viajé en aviones, de esos con tripulantes que cuando estás por apolillarte ingresan sin permiso en tu vida, con una cena casi siempre elaborada a base de pasta de neoprene. Una de las veces que hice pie en Italia fue tan sólo porque me había jurado conocer la “Bottega Teatrale di Firenze,  una scuola di recitazione fiorentina fondata nel 1979 da Vittorio Gassman che si occupava di formare e preparare giovani attori provenienti da tutta Italia. Aveva sede in via Santa Maria 25, in Oltrarno, nella sala teatrale oggi chiamata Goldonetta. La bottega chiuse definitivamente i battenti nel 1994”. Lo escribo así en tano, supongo que con errores – bueno, al fin y al cabo soy un iletrado Pejerrey – porque la ayuda memoria se la expropié a Internet, y me sonó bonita. Va la ficha y un comentario de prestado acerca de la película catedral que acometió con un viaje hilarante de buscas medioevales sobre tierras italianas: de 1966, con el único, Gassman (Brancaleone da Norcia), junto a criaturas como Catherine Spaak (Matelda), Folco Lulli (Pecoro), Gian Maria Volonté (Teofilatto dei Leonzi), Maria Grazia Bucella (La viuda), Barbara Steele (Teodora) y Enrico Maria Salerno (Zenone).  El propio Monicelli caracterizó su obra: la “posibilidad de hacer reír a partir de argumentos que no son divertidos sino trágicos como, por ejemplo, la guerra, el hambre o la muerte”, según vi en archivos, publicaba el diario Página 12 en enero de 2009. Ahora sí a lo que me conminó Ducrot, una respuesta sobre el por qué del título que nos convoca: dicen las leyendas – las oí varias veces de voces que saben, incluso de alguna que anduvo cerca de semejantes comidillas – que, mientras trabajan en los aconteceres previos de la filmación, Monicelli y Gassman gozaban de una notable comunión ideológica en torno al aperitivo como atributo del ser de los humanos. Que entre los más celestiales licores para ese entremés de antes del almuerzo o de la cena, tan dejado de lado por nuestra nefanda sociedad del apuro, un invento capitalista y productivista, se encuentra nada más ni nada menos que el Fernet; pero discrepaban con argumentos de los más variados, algunos de ellos hasta invocaban al Dante y al Renacimiento, acerca de cuál era ( o es) el mejor, si nuestro conocido Branca o el de bautizo menos popular entre los argentinos pero de excelencia por allá y por entonces, intitulado Leone. Para resolver el problema, que amenazaba como cisma más violento que aquél de la Reforma protestante, o como el de la bronca entre Trotsky y Stalin, por citar algunos nomás, es que decidieron bautizar a la armada de película como la Brancaleone; una prueba más de la sabiduría heredada de las tantas culturas que pasaron y asentaron sus culos con ruidos de lanzas y tropeles en comarcas de la península de tacón y caña, tal cual las botas de cualquier cruzado o caballero de montura que se precie. Y todo esto me abrió el apetito: rodajas de pan tostado con besos de ajo fresco, aceite de oliva y mucha pimienta; otras en amoríos sin remilgos entre filetes de berenjenas asados, calientes y un murmullo de mozzarella sobre sus tentadores lomos; y además aceitunas que esta noche te queremos negras y acariciadas con hierbas y jugo de limón. Todo sea una buena excusa para esperar a mi escritora preferida, con un Fernet Branca con soda, y ni nos hablen a nosotros los Pejerreyes de esos mal tratados con infames aguas gaseosas, que no tienen cola, ni nariz, ni rodillas ni un joraca; ni mucho menos coca, como para hacerse un tecito. ¡Salud!

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