Todo parece calmo, pero acechan las sombras del desastre y el aplastamiento consecuencia de un ajuste que suena a interminable. Las esperanzas de un país diferente no se rinden, pero todavía la oposición precisa construir una alternativa menos melancólica y denuncialista y con definiciones más concretas.

El 2018 terminó en tono menor. El gobierno parece vivir en el post clímax del G20 y satisfecho con el “reconocimiento del mundo”, aunque los resultados hayan sido tan magros. Es como si la función ejecutiva del poder estuviera vacía. Macri mandó un mensaje desangelado desde Villa La Angostura augurando mejoras sin fecha. Eso es lo que tienen los futuros venturosos, se divierten corriendo la línea del horizonte.

Y callada Carrió, no hay casi un oficialista que diga algo que vaya más allá de la información de decisiones, como fue el caso de Dietrich anunciando los aumentos en el transporte. Es más, no se abundó en las razones del incremento- salvo el ya abusado de la pesada herencia que, un tanto paradójicamente, se enuncia con más fastidio e impaciencia – el ministro se limitó sobre todo a dar porcentajes y fechas. La comunicación oficial se redujo a una foto del presidente con un frasco de aceitunas en cada mano y la mirada perdida.

Todo ha entrado en clima de indiferencia o de resignación de un lado y del otro del mostrador del poder. Al punto que las barbaridades de Patricia Bullrich (la última: “Si la policía tiene un arma, y cuando hay una situación de peligro no la puede usar, la verdad que es el peor de los mundos”) no tienen demasiada repercusión y no fueron discutidas por nadie. De hecho, como relata Clarín, que tiene acceso directo al poder, la mayor preocupación de Macri es que el dólar no se dispare. Hoy por hoy, lo único a ofrecer es la quietud de las variables, menos la inflacionaria que se alimenta desde el gobierno con tarifazos. Todo con tal de que el dibujo de Washington no se despierte de su letargo.

Por otra parte, no se han producido los estallidos sociales augurados y, salvo por conflictos puntuales (que son permanentes porque no cesa el cierre de las fuentes de trabajo), no hay protestas masivas. Es verdad que el gobierno ha inyectado dinero en las organizaciones sociales, aunque lo haya hecho más por temor al qué dirán más allá de las fronteras que por sensibilidad. Más el aporte de los intendentes, oficialistas o no. Pero lo que queda como interrogante es si hay espacio para las grandes movilizaciones, saqueos o piquetes, que eran habituales los finales de año. Y pareciera que no.

Ajuste mata expectativas

El ajuste tiene efectos que van más allá de la economía, sobre todo cuando se presenta como un ajuste sin fin y sin más objetivos que el ajuste en sí. Por de pronto, no permite pensar más allá de cuestiones fiscales, como si no hubiera un mundo por fuera de los números y los cálculos. Pero, a pesar de los perros de la City, lo hay y de vez en cuando mete su turbulencia en el viaje apacible de las bicicletas. Y en esa zona, distante de cualquier poder, lo que parece haber muerto es la esperanza de que algo mejore. Tampoco hay mucho de dónde agarrarse para eso. De hecho –aunque a esta altura haya que recordar esta obviedad- la gente espera que un gobierno le mejore la vida o, en el peor de los casos, que no se la complique. Por supuesto que siempre se gobierna en favor de determinados sectores, a los que se beneficia más o menos abiertamente, pero se negocia para que los menos favorecidos no pongan obstáculos y garantizar así que la fiesta transcurra en paz. Este gobierno no negocia, ni para imponer sus condiciones, ni a la hora de aceptar las condiciones que se imponen desde afuera, como lo demuestra el repetido mea culpa durante la corrida cambiaria: “no hemos sabido escuchar a los mercados”.

La economía, puesta en un derrotero de lenta decadencia como resultado del ajuste, lo que transmite es esa calma chicha de los estados depresivos. Aferrarse a la miseria actual deseando que las cosas no empeoren aún más. En su avance, el desastre produce inmovilidad, no se vive, se sobrevive y cualquier iniciativa contra este estado de cosas puede llevar a un abismo que, en las actuales circunstancias, puede resultar definitivo y letal.

El gobierno -y sobre todo el ministro Dujovne- han sido claros al respecto. Se viene (en realidad, ya estamos) un combo de recesión, inflación y desempleo que no tiene fecha para empezar a revertirse, si es que tal cosa llegara a ocurrir. Es decir que el oficialismo apuesta a una parálisis de la voluntad que garantice el optimismo de la reelección. Su único plan de gobierno es el ajuste, porque ni siquiera le da para un poco de demagogia preelectoral, algo que desespera a María Eugenia Vidal y a ciertos comentaristas de la tele que vienen haciendo, cada vez con mayor dificultad, profesión de fe de oficialismo. O si no, ponerse místicos como el parafilósofo Santiago Kovadloff quien, con esa cara de mirar a un horizonte impreciso que es su marca de estilo, dijo que si, pese al desastre económico, la gente vuelve a votar a Cambiemos es porque el país ha encontrado el rumbo hacia otros valores que no pasan por el dinero, tan material él.

Entre lamentos y augurios

Hoy, cuando todo está suspendido en una especie de limbo previo al desastre, aparecen desde el lado opositor (una suma de políticos, intelectuales y medios) tres actitudes. La primera es la desesperación, un cierto deseo de que se pudra todo como para empezar a construir sobre las ruinas como sucedió luego del corralito en 2001-2002. Se habla de default, de corridas cambiarias, de riesgo país en perpetuo ascenso. No se trata de que estas alternativas no sean posibles (de hecho, las maneja alguien tan serio como Alfredo Zaiat, de Página/12), el tema es cómo se analizan sus consecuencias. Y allí no se suele ir más allá del naufragio de Macri. Habría que ver cuál sería la situación en la que queda sumergida la gente de a pie, que sería seguramente muy preocupante.

La otra actitud es la melancolía, que en ciertos casos puede llegar al regodeo –como es el caso del programa de Gustavo Sylvestre- con lo mal que está todo y que tiene como procedimiento preferido la comprobación permanente, cifras, testimonios y opiniones mediante, de que esto es un desastre y de que el gobierno de Macri no cumple con nada de lo que prometió y que carece de toda sensibilidad.

En alguna medida, una parte importante de la oposición incurre en la melancolía –que suele llevarse bien con la indignación-, convirtiéndose en comentarista impotente de lo que ocurre. Se vuelve una y otra vez sobre aquello que Sylvestre da en llamar la realidad. Suma de cifras, sufrimientos individuales y colectivos, desaguisados jurídicos y medidas antipopulares. Claro, sin dudas esto es así, pero habría que ver si es efectiva y completamente “la realidad”.

Una pequeña digresión: muchas veces desde la oposición mediática se habla de la corrupción macrista, así como se sigue hablando de la corrupción K en los medios hegemónicos. Aquí aparece un problema que se transforma en limitación. El relato de la corrupción K había encontrado la manera de traducirse a imágenes. Valga recordar las bóvedas de Lázaro Báez en la mirada de Lanata, los billetes contados en La Rosadita, las cajas de seguridad de Florencia Kirchner, o los pozos en forma de bóvedas que alguna vez dijo Patricia Bullrich que se encontraron en el Sur. Para no hablar de los cuadernos.

La corrupción cambiemita es más abstracta por lo tanto precisa mostrarse con palabras, lo que en cierto punto le resta valor comprobatorio.

Salgamos de la melancolía y entremos en la tercera actitud que por ahora solo se formuló de modo palabrero, la esperanza. Esto es un desastre, pero se puede salir, hay un camino, aunque no se sepa por ahora cuál es. A esta altura del partido, lo único que se plantea es la unidad. Juntarse todos porque de lo que se trata –y esto no admite vueltas- es de ganarle a Macri y después vemos.

Hace unos días se publicó una solicitada, firmada por figuras de la política y la cultura, que le ponía un nombre propio a la esperanza. Cristina Fernández de Kirchner. Más allá de las opiniones sobre la figura de la ex presidenta, hay una pregunta inevitable que no queda más remedio que formular. Si, por el motivo que sea, CFK no quiere o no puede presentarse como candidata, ¿no hay esperanza posible? ¿Hay que apostar todas las fichas a una única persona?

De todos modos y con las limitaciones actuales, la esperanza es un movimiento que rompe con la parálisis del catastrofismo y de la melancolía. No vive en este perpetuo y pegajoso presente, no se queda atrapado en sus garras. Pero da la sensación de que, al menos por ahora, no se plantea algunas cuestiones que afectan los tiempos por venir, no se sabe hasta cuándo. El gobierno viene abandonando la política (con algunas salidas hacia lo que podríamos llamar lo sociocultural, como la ley de género) porque sabe que la situación económica tal como está diseñada no da demasiado margen de maniobra y que ya todo está jugado, lo cual podría ser una explicación a la desidia oficial. ¿Para qué si está todo hecho? Lo que queda es administrar el ajuste.

Los vencimientos del 2019 los cubre el FMI, ¿y los del 2020? El próximo gobierno, sea quien sea, deberá optar entre tres posibilidades: decretar el default, reestructurar la deuda o seguir colgado de las polleras plisadas de Lagarde (siempre que ella quiera).

Por ahora ningún aspirante a candidato se he definido por algunas de estas opciones (tampoco el oficialismo que ni siquiera parece evaluarla) y tampoco por cómo y por dónde se empieza a revertir el deterioro de la calidad de vida de la gran mayoría, ni qué hacer con las empresas de energía y cómo plantarse ante la justicia. ¿Hay esperanza si no se sabe de qué? Sin precisiones, la esperanza se vuelve magia La apuesta única por CFK tiene algo de apelación mágica.

Macri –se ha dicho hasta el cansancio- ganó en contra de la política y nunca hizo demasiados esfuerzos para rescatarla como arma de gobierno. Pero pareciera que ese proceso también afectó al funcionamiento de la oposición, que no se ha enfrentado a esa crisis. Por ahora, los brotes bolsonaristas (Espert, Olmedo) rozan el ridículo y no parecen significar ningún riesgo. El peligro tiene dos caras, la reelección de Macri o que la oposición llegue al gobierno sin planes.