La mentada ruptura del consenso democrático de la que se habló tras el atentado a CFK no nació ese día sino del largo proceso de fracaso de esa democracia que debía dar de comer, curar y educar. Sucede en todas partes: Europa ya no ofrece nada y los procesos reformistas latinoamericanos se quedaron a mitad de camino. El resultado: empobrecimiento y furia.

“La convicción de que es cierto lo que dicen los libros de caballería hace dichoso a un loco apaleado, siempre y cuando sea su única convicción”. Walter Benjamin. Denkbilder (Epifanías en viajes)

El intento de asesinato de Cristina Kirchner puso en evidencia la crisis del “consenso democrático” que Argentina supo sostener a partir de 1.983. Pero antes de que el atentado se consumase las bases de ese consenso ya se habían roto. Y no sólo aquí, sino también en el resto del mundo, donde arrasa la misma epidemia de discursos de odio y surgimiento de movimientos neofacistas.

La base de las convivencia democráticas que se sentaron tanto en América Latina como en Europa a partir de finales de los años 70 (no olvidarse que también en Portugal y en España había dictaduras y que detrás de la “cortina de Hierro” se cocían habas), se establecía en lo que el pensamiento socialdemócrata de Raúl Alfonsín supo sintetizar como nadie en aquellos años fundantes: “con la democracia se come, se cura y se educa”.

Si alguna vez las “democracias” de la posguerra cumplieron con esos postulados, fue hace tanto que ya nadie lo recuerda. Lo que ha quedado hoy vinculado al concepto vacio de la vieja dama griega es lo más parecido a la impotencia política que se haya visto en Occidente desde el momento previo a la toma de la Bastilla. El neoliberalismo dominante en los países “democráticos” desde los años 80 (con algunos altibajos, pero siempre dominante), es lo más parecido en sus consecuencias a la fatídica frase de María Antonieta que desató la Revolución Francesa… “¿El pueblo no tiene pan? ¡Que coman pasteles!” En la era de la posverdad algunos cuestionan la autoría de esta frase a la Reina decapitada, pero nosotros preferimos creerle a Rousseau que fue el que la contó al resto del mundo.

Ese pueblo sin pan que oye todos los días en los medios de comunicación del mundo entero que “hay bollos” a disposición de cualquiera que crea en la meritocracia y esté dispuesto a trabajar 16 horas en un call center a cambio de sobrevivir nomás, porque no queda otra; hoy está furioso. Y señores con un altísimo grado de análisis de la psicología de las sociedades, con años de estudios realizados en los más diversos estamentos militares y académicos de las potencias centrales, ponen en práctica día a día una cuidadísima estrategia para encauzar ese odio. Parece muy sofisticada la cosa, pero no es más que el viejo cuento del “chivo expiatorio” que fue registrado por primera vez en la Biblia y que se usó con alto éxito a lo largo de la historia de la humanidad en la previa de las grandes tragedias colectivas.

Desde la Matanza de San Bartolomé a la Noche de los Cristales Rotos, del advenimiento del nazismo a la irrupción de Mussolini, siempre hubo dos factores que se unieron de forma siniestra para asegurar el desenlace sangriento de los acontecimientos: una gran escases de alimentos y un contexto político desesperanzador incapaz de brindar soluciones a los indignados y furiosos. Las elucubraciones “conspirativas” ofrecieron el contexto necesario para que esos discursos del odio cuajaran y se expandieran sin control entre las multitudes desesperadas.

Algunos sectores intelectuales de la izquierda paqueta porteña pidieron “dejar de utilizar el discurso del odio como categoría política” luego del atentado a CFK, porque lo consideran un cliché reduccionista. No se puede, dicen, igualar a la Argentina contemporánea con el Brasil de Bolsonaro o la Italia de Meloni metiendo todo en la misma bolsa. Pero tan equivocada no puede estar la “categoría” cuando los sectores que defienden esos discursos ponen el grito en el cielo apenas se los pretende “controlar”. En nombre de la libertad de expresión podemos también convocar a la muerte, dicen sin ponerse colorados. No hay como pegarle al chancho para que aparezca el dueño.

Pero, más allá de lo que suponen estas almas cándidas que desconfían de los elementos que funcionan como común denominador, estos existen y son como las brujas. Nadie los puede cuantificar, pero que los hay los hay. Pasemos a recorrer algunos escenarios donde los señores odiosos han triunfado y veremos qué características tiene el campo orégano donde proliferan las negras margaritas del neofascismo.

La vieja Europa ya no ofrece nada

Las otrora opulentas sociedad europeas, cuyos niveles de vida siguen siendo muy superiores a los que se disfrutan por estas tierras latinoamericanas, hace rato que han dejado de ofrecer eso que se denomina “posibilidad de ascenso social”. Derribado el Muro de Berlín e instalado el neoliberalismo tatcherista en los 80, lo que siguió fue un prolongado periodo de agonía que está llegando a su punto más álgido.

Desde la Italia de Meloni a la Francia de Le Pen, de la Inglaterra del Brexit a la Hungría de Vickor Orbán, de la España de Vox a la Polonia ultraderechista, el común denominador es el mileurismo, los empleos de baja calidad, la disminución constante de los derechos sociales, el derrumbe lento pero sin pausa del estado de bienestar y la desigual distribución de la riqueza cada vez más escandalosa. Lo único que cambia es el “chivo expiatorio”. Mientras en Latinoamerica es el mentado “populismo”, en Europa son los inmigrantes, presuntos culpables de venir a quitarle a los pobres impotentes y blanquitos la posibilidad de ser menos pobres que sus abuelos. Mientras en América Latina se impone la solidaridad negativa de “no quiero que se usen mis impuestos para pagar planes”, en Europa se usa el mismo argumento para “ayudar inmigrantes”. Ambas construcciones discursivas ayudan a tapar el fondo de la cuestión: y es que los estados ya no tienen fuerza para enfrentar a los poderes económicos ultraconcentrados y a los ultra ricos paridos por cuatro décadas de economía neoliberal.

En Estados Unidos la cosa es aún peor. Trump no nació de un repollo, sino que vino a representar a amplios sectores sociales de ascendencia mayoritariamente blanca (lo que se denomina en el país del norte “White trash” – basura blanca), que no sólo han perdido el sueño de movilidad social, sino que se ven arrojados cada vez más a la precariedad y la pobreza, mientras las grandes multinacionales desindustrializan el país para llevarse sus manufacturas a China u otros países donde la mano de obra vale aún menos. El fenómeno también comenzó con Reagan y los neoliberales en los 80, pero recién ahora se percibe con claridad el estallido político y cultural que ha dejado en el paisaje del Norte estas cuatro décadas. La situación es tan grave que muchos temen que de las palabras se pase pronto a la acción y en los últimos meses abundan los editoriales de los diarios norteamericanos que hablan del peligro de una inminente “guerra civil”. Ni más ni menos.

América Latina: remix colonialista

Por estas tierras a los estados no les ha ido mejor. Los consensos democráticos de los ochenta vinieron acompañados de democracias truncas, a las que sólo se les permitió existir a cambio de no cuestionar la base de la dominación colonial que imponía una rígida distribución de roles en la economía transnacionalizada. Acá sólo se extraen materias primas, se industrializa un poquito (lo mínimo indispensable) y lo demás se importa… si es que sobran dólares para ello. Ascenso social y distribución de la riqueza: ¡te la debo!

Los movimientos populares de principios de siglo metieron mano en la torta distributiva, sacaron a mucha gente de la pobreza, pero no pudieron o quisieron tocar las estructuras de poder que habían emergido de las décadas neoliberales. Los propios principios del neoliberalismo ni siquiera fueron puestos en cuestión, salvo en cuestiones puntuales como la nacionalización de las AFJP en Argentina.

Por lo demás, desde el Brasil de Lula al Ecuador de Correa, pasando por la Argentina de los Kirchner o el Paraguay de Lugo, no se tocaron los esquemas impositivos regresivos, ni las leyes de entidades financieras, no se afectó el control de comercio internacional de materias primas ni se desarmó el andamiaje jurídico represivo sobre el que hoy se monta el dichoso “lawfare”. ¿Tanto costaba, por ejemplo, en Argentina enviar al tacho de la historia la famosa figura de la “asociación ilícita” del mismo modo en que se arrojó por la ventana la ley de “calumnias e injurias” que servía para disciplinar al otrora periodismo díscolo? Mayorías parlamentarias hubo, pero el vértigo de la época impidió un diseño de más largo plazo para hacer perdurables los indudables logros de la “década ganada”. Tal vez sea la Bolivia de Evo Morales la única que logró institucionalizar sus logros reformando profundamente la Constitución aunque respetando a rajatabla la estabilidad monetaria y dejando intactos algunos poderes que hoy hacen sentir su peso opositor.

Hoy los estados latinoamericanos son tan impotentes como los europeos. De hecho, aunque regresaran al poder fuerzas populares – como ocurrió en Argentina en 2.019, los condicionamientos y la falta de estructura estatal son tan fuerte que es muy probable que se topen con muros de muy difícil demolición. Así es como llegamos a este escenario donde la política no tiene horizonte para ofrecer a las multitudes de indignados y furiosos. Y en esos campos fértiles florecen los señores de lenguas putrefactas.

La ficción reemplaza la represión

Una de las características fundamentales de la política basada en el discurso violento es el uso indiscriminado de las fakes news para movilizar a las sensibilizadas opiniones públicas. Este es otro común denominador que va de Trump a Bolsonaro, de Patricia Bullrich a Marie Le Pen, de Vox a Meloni.

El término “fake news” suena novedoso, tanto como “posverdad”, pero aquí tampoco nadie inventó la pólvora. El nazismo construyó su mitología antisemita en base unos inexistentes Protocolos de los sabios de Sion, un falso plan judeo-masónico que (oh, qué novedad) habría de utilizar “el comunismo” para dominar “el mundo”! La matanza de los mapuches en la Conquista del Desierto se hizo en base una supuesta (y aún hoy utilizada como fantasma) existencia de un plan indígena para darle la Patagonia a Chile. Y los comunistas se comían literalmente a los niños crudos en los relatos que circulaban por las calles de los barrios miserables de Berlín antes de la llegada de Hitler al poder.

La única novedad que vuelve perturbadora la actual ola de violencia discursiva a nivel mundial es la magnitud de sus propaladores: las redes sociales y los masificados medios de comunicación que mantienen intacta su capacidad de generar agenda a pesar de los cuestionamientos a los que fueron sometidos durante los primeros años del siglo.

Detrás de ellos hay un capitalismo financiero que tiene serias dificultades para renovar sus fuentes de extracción de ganancias y al que cada día le cuesta más justificar la existencia de las bochornosas megafortunas que han florecido a la luz de la desregulación neoliberal. Para proteger estos privilegios no hay nada mejor que la bulla que genera el griterío de los profetas del odio.

Pero la mezcla de noticias falsas e historias siniestras cuidadosamente elaboradas para provocar indignación y discursos de odio, tiene también un objetivo que muchas veces pasa desapercibido. Y lo definió hace más de un siglo con agudeza Paul Válery, cuando advirtió que “la era del orden es el imperio de las ficciones, pues no hay poder capaz de fundar el orden con la sola represión de los cuerpos con los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias”. Y los interesados en mantener “el orden” actual lo saben y mantienen en funcionamiento, noche y día, sus grandes máquinas productoras de “ficciones” que han borrado hace ya también cualquier criterio de realidad del cuerpo político de nuestras apaleadas sociedades. Así es como llegamos a sentirnos como el Quijote de Benjamin con cuya cita abrimos este artículo: necesitamos creer que es cierto lo que cuentan los libros de caballería con la condición de que esa sea “nuestra única convicción” posible.