Ceños fruncidos, deditos levantados, caras de culo enojado. Ese es el paisaje que dibuja la indignación tan en boga y que permite, entre otras cosas, que nos creamos a salvo y a distancia de aquello que nos indigna. Puede que el humor sea otra salida posible, más inquietante pero menos pesada.

Digámoslo de una y única vez, las frases que en Socompa se adjudican a funcionarios, medios o gente de la cultura y el espectáculo son apócrifas. No fueron dichas efectivamente, aunque podrían haberlo sido. Pero es mucha la gente que las acepta como ciertas y se indigna casi de manera inmediata. Es una tonalidad que se lee en todas partes, desde los noticieros de la tele hasta los comentarios de los lectores en los diarios y, por supuesto, y mucho, en las redes sociales. Es más, se podría decir que no solo en las redes sino también en la sociedad hay una necesidad de indignarse porque es un gesto de autoafirmación. Decía René Descartes (y esto no es apócrifo): “La indignación se observa mucho más en quienes quieren parecer virtuosos que entre los que verdaderamente lo son; pues, aunque los que aman la virtud no pueden ver sin ninguna aversión los vicios de los demás, solo se apasionan contra los más grandes y extraordinarios”.

La indignación no permite mirar a los dichos y actos ajenos desde una distancia crítica. Justamente porque eso impediría indignarse. Un ejemplo exasperado de esto son los “editoriales” que perpetra Jorge Fernández Díaz en La Nación de los domingos, donde asume explícitamente que este es un mundo polarizado y quienes forman parte del eje del bien deben estar indignados porque todo lo que se hace y se dice del otro lado del muro moral. Para sostener esta posición de superioridad nada mejor que proferir adjetivos a troche y moche. “La mano fofa del Papa”, la “arquitecta egipcia” (por Cristina), “los progresistas de Palermo”. No hay ironía alguna aquí, ni siquiera se ríe de sus enemigos, los quiere destruir a fuerza de epítetos. Dicho sea de paso, que él y Morales Solá, que es un poco más apocado en su estilo pero que comparte con su colega de página la misma actitud, sean los principales editorialistas de un diario como La Nación es un síntoma claro del estado actual del periodismo argentino: Gente que escribe mal –no por falta de técnica sino por necesidad de enfatizar- y piensa que su oficio consiste en ocupar el lugar del vate indignado. El síntoma se repite cuando se pasa a la radio y sobre todo a la tele, cuyos noticieros funcionan con dos ideas: “¡qué barbaridad!”, y  ¿quién se hace responsable?

Hay toda una tradición del gesto indignado en la cultura argentina y que sintetiza como pocos el tango Cambalache. No sólo porque aquello tan explícito de que “los inmorales nos han igualao”, donde hay un ellos y un nosotros que no somos inmorales, sino también por el rechazo explícito al desorden. Allí donde el surrealismo (con el paraguas sobre la mesa de disecar) veía un gesto creativo, el tango de Discépolo describe un paisaje de pesadilla donde la Biblia aparece herida por un sable sin remache (sin dudas, desde el punto de vista poético una imagen muy poderosa). Justamente lo que muestra Cambalache –y es probable que sea una de las causas principales de su persistencia- que lo que siempre está en juego es la cuestión del orden. La moral de la indignación es una reacción – a veces muy intensa- contra alguna falla en el orden. Frente al orden de las jerarquías, de los valores, de las preferencias estéticas, de las instituciones.

Para decirlo de otro modo, la indignación es siempre moral y no hay encuentro posible con otras morales, es más ni siquiera se justifica que haya otras. No se puede, ni se debe, atravesar esa frontera. La moral, a diferencia de la ética, no se interroga a sí misma ni se pregunta por las razones de otras morales. No acepta ambigüedades ni ambivalencias y aunque a veces no tenga más remedio que tolerarlas se lleva mal con ellas. La moral es enemiga de la complejidad, lo cual en algún punto la aleja de la vida. Hay algo de mortal en esta omnipresencia de la indignación y de la moral. Los discursos se separan de las prácticas que terminan por ser más laxas que las palabras pero de algún modo las arrinconan. Lo único que piensa es el discurso indignado (de allí que Fernández Díaz pose de pensador con la mano sosteniéndole todo el tiempo la barbilla) y no se considera siquiera que el pensamiento (o la capacidad de pensar) habite otras prácticas y otros discursos que vayan más allá de las consignas más o menos atenuadas.

Pero hay otras formas de pensar, mal que les pese a estos solemnes de papel maché. Una de ellas es el humor que tiene para muchos el gran inconveniente del desorden. Es cierto, hay un humor que reafirma las jerarquías, como los que se burlan de los defectos físicos o los que incurren en el sexismo o en la homofobia. Allí el perfecto macho se burla de los que no lo son, les hace sentir, carcajada mediante, que son inferiores. Habría que ver cuánto del humor Midachi está enunciado desde ese lugar jerárquico cuyo valor comparte su público que ve en sus chistes la expresión de su deseo de que el orden sea como debe ser. Aunque el humor siempre tenga algún costado ambiguo, entre otras cosas, porque está obligado a hacer reír, si no, no sirve, no es humor.

Pero hay otras modulaciones posibles, la del humor que acepta la contradicción como principio, que no afirma sino que vacila. Un ejemplo claro de esta forma de humor fue el hoy ausente programa de Capusotto y Saborido. Tal vez no de manera casual, no parecen estos tiempos para salir de los terrenos de la indignación y darse un paseo por otros barrios. Para decirlo de otro modo, para mucha gente hoy ese humor sería intolerable e inadmisible.

Allí había dos postulados básicos: por un lado, uno mismo forma parte de la risa, se ofrenda a ella. De algún modo, Violencia Rivas se burlaba de las propias ideas de sus creadores. Denunciaba en un discurso deliberadamente excesivo lo mismo que uno podría denunciar de un modo indignado. El otro recurso era el caos permanente de referencias, el rock se cruzaba con la política, las ideas políticas con el mundo del espectáculo, las costumbres con la filosofía y lo intelectual con el trazo grueso. No había límites entre un espacio y otro. Allí se pensaba el peronismo, el rock, la derecha de un modo humorístico, pero no por eso menos certero.

Pedro Saborido acaba de publicar Una historia del peronismo, donde sigue esa línea, la de la mezcla. Y allí es posible pensar de otra manera y aceptando sin resolverla toda la complejidad del movimiento liderado por Perón. Y lo que libro despliega son todas las aristas de esa complejidad, la relación con el líder, el verticalismo, el devenir de las internas, el acercamiento o la distancia con los intelectuales (grupo al que de alguna manera pertenece Saborido), el ser gorila, la grieta de ayer y de hoy, la presencia fantasmal del comunismo, no como partido sino como ideal.

Y es posible pensar porque no hay en sus páginas el menor atisbo de indignación. Saborido no explica, ni se propone explicar, el peronismo (alguna vez en un sketch de Bombita Rodríguez se dijo que “el peronismo siempre se explica después”). Lo muestra, lo despliega, en cierto modo, lo ama y lo desmenuza.

Esa forma de humor se permite casi todas las reacciones posibles contra los horrores del mundo: la rabia el enojo, el desprecio, la burla. Pero nunca la indignación. Entre otras cosas, porque la indignación es enemiga de la risa (“¿Cómo te vas a reír de eso?”) y porque nos separa del objeto de indignación, nos llamada al orden, nos vuelve impotentes y nos condena a decir todo el tiempo “¿Será posible?”. Y porque es rutinaria, siempre nos indignamos de las mismas cosas, basta ver la indignación monocorde y machacona de Majul con el kirchnerismo.

El mundo de la indignación nos protege al tiempo que empobrece las experiencias. Lo seguro es que es bastante más aburrido y enceguece mucho más de lo que aclara.