Como en las películas americanas, incluso en buenos libros se muere fácil. Puede quedar una marca unos días, una noble melancolía a la distancia por la pérdida de un Tre-Mal-Naik, gran camarada de Sandokán, la desaparición tristísima del capitán Nemo, las heroicas y sucesivas muertes de los macabeos en Mis gloriosos hermanos. O la otra, atroz, la anónima muerte por crucifixión de Espartaco, en versión de Howard Fast. Muertes heroicas mucho antes de que llegara la emblemática en Bolivia, su trillada foto, sus ojos como los de Jesucristo, según abrumó alguien por entonces, por escrito. Se veía venir -neuronas con corazones trabajando-, la muerte se miró con la ideología y antes con la religión y cómo está usted, encantado. Mezcla rara.

Pero antes, muchísimo antes de eso, en los primeros años, tienen que haberse registrado centenares, miles de bajas aceptables. En cine y televisión, en Navarone, en las arenas de Iwojima y Normandía, en el aire, por la batalla de Inglaterra, en los mares, destructores contra submarinos, masacrando a lo pavo soldaditos de plástico, en los duelos entre cowboys sólo por saber quién desenfundaría primero, entre apaches, sioux y pies negros, en la guerra gaucha. El viejo, como se daba entre sus clones, no soportaba a John Wayne, ese fascista. Echaba en cambio una mirada juguetona, permisiva, hacia aquellos cuya generación llamaba todavía el muchachito, el cowboy bueno montando hacia el crepúsculo. Intolerable el día en que el viejo señaló, con pésimo sentido de la oportunidad, que en medio de ese tiroteo Cheyenne, cowboy grandote peinado a la gomina, más tarde buenazo en Los doce del patíbulo, no podía esconder su espalda de dos metros de ancho detrás de un tronco miserable.

Consejo para padres judíos y si los demás quieren tomar nota, sírvanse. No permitan que lo primero que vivan sus hijos en relación con el judaísmo sean las imágenes de los campos de exterminio. No tanto por el riesgo de construir la versión llorosa de lo que es ser judío, sino porque a los siete, ocho, nueve años, esas imágenes pueden ser traumáticas, paraplejizan a los infantes. Recuérdelo señora.

Dentro de la estrechez de un horizonte construido por cuatro canales de televisión en blanco y negro -bastaban aunque no sobraran-, el viejo veía documentales, muchos documentales. Veía particularmente uno llamado El mundo en guerra. Dato éste refutable, similar al recuerdo sobre los relatos de la Guerra Civil. De nuevo el viejo y la Historia, como si en el fondo de la memoria, ante un paredón desolado, el viejo, que no era para nada viejo pero pronto envejecería, viera una y otra vez esos documentales. Eran aún los años en que los filmes bélicos agradecían la colaboración del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, porque sin ellos esta película jamás hubiera podido ser filmada. Los años de las parodias sobre esos clichés, como las que hacían los uruguayos de Telecataplum.

Una noche, esto está claro y también la disposición de cada integrante de la familia sobre sofás y sillones, el documental de rigor mostró imágenes de los campos de concentración nazis. Imágenes que entonces eran todavía vívidas, reveladoras, de una atrocidad difícil de tolerar y que hoy se aprecian -podría decirse se catan– como digitalizados clásicos de archivo, como si se pudiera decir que todo está sabido, resuelto y bien peinado.

La cuadruplicada cara de judío esencial en esos judíos de campos de concentración. Por las mejillas y los horribles ojos hundidos; la flacura y el sufrimiento. Sucios, atravesando la cámara con la mirada infinita, los brazos torpes sobrándoles, colgándoles. Suplicando a cámara, Mírenme, sin estar sin embargo ahí. La conocida mirada de la locura y del espanto. Las palas de las topadoras levantando cadáveres, cada cual con un par de ojos abiertos. Levantando despojos en el sentido de basura, como se palean las hojas secas, los papeles quemados. Arrojando después los muñecos rígidos a las fosas. Pablo deteniéndose en saber cuán torcido quedaba un brazo, en qué imposible posición una pierna o un cuello que tenía puesta una cabeza. O haciéndose visera sobre los ojos con la palma de la mano, tal como veía las películas de terror. O atestiguando cómo la vida que habría tenido su luz en los pares de pupilas aún abiertas se perdía en el revuelto de huevos informe de los otros cuerpos. Cómo podían palearse y perderse los cuerpos muertos. En esa escala. A dónde se iban las vidas de los hombres, sin prólogo, ni epílogo, sin una línea de texto.

Bajo las matas/ en los pajonales/ sobre los puentes/ en los canales/ hay Cadáveres.

La puerta del vagón de carga y su carga derramando manos y mangas rayadas hacia afuera. Las pantallas hechas de piel, jabón, antebrazos tatuados. Los montículos de zapatos viejos, los montoncitos de dientes de oro.

Pero sobre todo, sobre todo, para siempre, la secuencia de los dos soldados erguidos primero en los flancos del horno crematorio, en guardia, obedeciendo después la orden, haciendo girar la rueda de hierro. Abriendo finalmente la inmensa tapa para dejar ver a aquellos que aún no habían sido incinerados. Los cadáveres que se curvan y se amuchan y se adaptan a la forma circular del horno; un gran tambor de un enorme lavarropas, para permitir un mejor centrifugado. Cabezas flacas peladas; narices filosas; piel y huesos y cenizas. No había visto cadáveres ni los vería en mucho tiempo ni los cadáveres ni la muerte aparecían por televisión en esos años. Bella manera de enfrentarse al mundo.

 

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Desde el momento en que la vieja les dijo que difícilmente las mojarritas pudieran servir para la sartén, de regreso de pescar en el río se les ocurrió depositarlas en los rieles del tren. Una mojarrita, tres, siete mojarritas. Pasaba el tren y apenas si quedaba una sucesión de manchitas aceitosas doradas. Algo similar harían o ya habían hecho en los rieles: depositar petardos cada metro y medio en verano o piedras en invierno y prestar después atención a la secuencia de explosiones. Aún más divertido en carnavales era tirar bombas de agua a través de las ventanillas del tren cuando pasaba a la altura de la casa de Yoyi -calle Bermúdez- y ver la cara furiosa de los pasajeros, especialmente de las mujeres.

Hasta los primeros años de secundario, en distintas compañías, se iba hasta el puerto de Olivos o al muelle de Pacheco a pescar con las cañas mojarreras. Ya podía saltar sobre las brechas que estragaban el ruinoso muelle de cemento, pequeños abismos que daban al agua marrón. Con Gustavo R. hacían campeonatos y como solía suceder, Gustavo, un as en cualquier disciplina de alto rendimiento, le ganaba por el doble o al menos con un 40 por ciento más de anotaciones: trece mojarras a nueve, cuatro bagres a uno, más una boga y algún otro espécimen imprevisto. Pero eso fue después, para entonces al parecer ya no se bañaban en el río, ni en El Ancla, ni en la breve playita angular del puerto.

Las junglas misteriosas del barrio, según diría Salgari, eran varias. Las casas de jardines sombríos de presuntas viejas brujas, los últimos baldíos cuya vegetación había que arrasar y quemar para convertirlos en potreros donde jugar a la pelota, las escaleras oscuras de la galería que todavía da a la estación, las higueras y nísperos. Pero de todas las tierras vírgenes, Kipling, las mejores daban al río. Las vías muertas del Bajo y las derruidas estaciones por recorrer, las cañas con las que fabricar cerbatanas, los saltos entre las toscas y el canal Bermúdez. El gran canal Bermúdez, que nunca fue una solución definitiva para las inundaciones, acontecimiento fantástico. Atravesaba unas veinte cuadras y remataba, según viniera la marea, rozando apenas las primeras olitas del río en un gigantesco desagüe que antes que desagüe era una caverna, un enorme, extenso túnel subterráneo. El desafío consistía en meterse en las fauces de la caverna y recorrerla y adentrarse en su negrura hubiera agua podrida, ratas o asesinos en las sombras. Hasta emerger triunfales en la geografía amistosa de las propias calles. Algo bastante parecido a viajar con el profesor Lidenbrock desde Islandia hasta el centro de la Tierra y -siguiendo los rastros de ArneSaknussemm- tras un confuso sentimiento de detonaciones continuas, regresar por el volcán de Stromboli.

Adeusiau, pampa ribereña. Pasen y vean el futuro: barrios cerrados, hombres de neoprene, tablas de windsurf.

Año del Señor 1580. Pedro de Mendoza ha muerto en altamar, ya se han comido los españoles los unos a los otros en el podrido fuerte, los charrúas desayunaron a Solís y aquí, unos pocos metros al norte del Paraje de los Olivos, las suertes están echadas: de la 43 a la 46. Dicen que dentro de dos y siglos y pico el futuro virrey Santiago de Liniers pretenderá seriamente partir desde la Punta de los Olivos cuando deba pelear a los invasores ingleses. Pero que un temporal lo llevará -chiste argentino- hasta Las reverendísimas Conchas. Así transitará Liniers a los tumbos la historia argentina, haciéndole honor, chistes y maldades, muriendo fusilado.

 

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Sábados y domingos a media mañana, también los días felices de faltar a la escuela por una angina, podía permanecer una hora mirando cómo entraba por la ventana el rayo de luz solar. Lo interesante no era la luz -salvo cuando se filtraba en tiras entre las maderas de la persiana-, lo interesante eran los microbios. Hasta avanzada edad creyó que eran microbios los que danzaban brillando en el rayo de luz porque incluso cuando le dijeron “motas de polvo” la expresión le pareció poco creíble, ajena y frustrante. Una hora podía quedarse observando a los microbios en su flotación libre por la atmósfera de la habitación, sus oscilaciones de medusa ante la menor vibración en el aire, su cómica manera de asustarse y huir como un cardumen cuando él tajeaba la delicada formación pegando un manotazo. Sentía una cierta inhibición de respirarlos. Pero parecían microbios buenos, micromascotas. Durante una hora, mirando acostado el rayo de Xul Solar, sin salir de la cama, los pensamientos idos.

Abismado, reconcentrado, estudiando el planeo lento de los microbios. ¿Leyendo acaso un mal augurio? ¿Alguna desgracia a futuro? ¿Alguna inevitable condena?

Últimamente los canales documentales sostienen que eso que flota en el aire son restos de piel humana, ácaros que se alimentan de la piel humana y excrementos de piel humana digerida por los ácaros. La ofensiva cultural es en toda la línea: hay que cuidarse absolutamente de todo.

Qué hacés en la cama todavía, tu mamá necesita ayuda con las compras. Vamos, arriba. Sin un beso.

 

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Tómese de treinta a cuarenta soldaditos de plástico por bando, dispóngaselos para la batalla y elíjase a quién no se va a matar. Cuando jugaba con otros todo se resolvía fácil en una disputa breve, arbitraria y confusa. El problema era cuando jugaba solo. Tenía cinco o seis soldaditos preferidos -queridos por diversas razones- y no podía dejarlos morir, no sabía cómo elegir: los que vivirían y los que no.

Tenía también un repertorio de onomatopeyas muy logradas del que sobresalían dos piezas en particular: la ametralladora de mano tipo Combate y el balazo con rebote silbador.

Terminó la primaria, comenzaba la secundaria, pasaron un par de años y una noche, yendo en el hoy 59 con un compañero de colegio que ya llevaba un tiempo militando y que le merecía entera confianza le preguntó: ¿y cuando ellos saquen los tanques y los aviones?

 

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¿Qué fue primero en orden de aparición? ¿Las imágenes de Auschwitz o Dachau o la muerte de Juan XXIII? Las primeras le trajeron la devastadora muerte como horror y alguna sospecha reprimida sobre la condición humana. La de Juan XXIII interrumpió de pronto el programa de la tele. El Papa Juan XXIII, el tipo con cara de bueno en la foto, había muerto y pasaban música sacra. La música sacra teñida de muerte lo caló hasta los huesos, lo dejó absolutamente llorando en pelotas y así siguió las noches siguientes. ¿Morimos? ¿Nosotros morimos? No quiero morir. Mamá, papá, Lilianaaaa.

Las imágenes de Auschwitz como horror y la sacra muerte de Juan XXIII como enseñanza acerca de la nada definitiva. Definitivamente la muerte como asunto a tomar en serio. Así la muerte en blanco y negro en aquella película norteamericana en la que el duro delincuente juvenil, ante la mirada azorada de sus compañeros de pandilla, suplica llorando a los guardias que lo arrastran hasta la silla eléctrica: No quiero morir. Y así la de cowboys con la sombra oscilante del ahorcado en el rellano de una escalera de madera.

Pero siguió jugando a los soldaditos y las muertes anticolonialistas de Salgari, las de Mis gloriosos hermanos, las de la Guerra Civil Española, las de Masada, las del levantamiento en el gueto de Varsovia, seguirían siendo muertes nobilísimas. Muy gracioso: todas las batallas terminaban en derrota. Al Rey del Mar, el mejor barco de Sandokán, lo terminan rodeando -batalla desoladora- cuatro vapores de guerra acorazados con blindaje de hierro, la Modernidad. Nemo es vencido por la civilización contra la que se rebela. Los pequeños arcos de cedro de la guerrilla hebrea de nada sirven contra las legiones romanas, así como no habían podido antes contra los griegos. Pierden los republicanos españoles, pierden en Varsovia MordejaiAnilevich y sus camaradas, pierde Espartaco, pierde el Che.

El tormentoso viejo nunca se había decidido a transmitirle una formación judía pero sí a lamentarse por no haberle dado una formación judía. La temática judía decía él, pasándole la factura. Sin embargo, mucho antes de Verne y de Salgari, el parapléjico había dado buena cuenta de los Relatos de la Biblia para niños, tapa dura, pequeñas, modestas ilustraciones en tinta. Nunca, jamás de los jamases, los viejos le dijeron Dios existe o existe un Dios. Ponete de acuerdo, viejo, debería haber pensado Pablo, porque acá, en los Relatos de la Biblia, que naturalmente tiendo a dar por ciertos ya que acabo de aprender a leer, están todos: Jehová, Adán, Caín, Noé, la zarza ardiente, David y Goliat. Lo que es más, acá dice que a Jehová se le acaba de ocurrir que Abraham debe demostrar su fe asesinando a su hijo Isaac. Che, viejo, es un perfecto hijo de puta este Dios colérico. ¿No te decidís a hablarme de él por eso? ¿Puede ser además que acá  todo el mundo viva como doscientos o trescientos años?

De todo aquello el parapléjico extrajo una zaga histórica concebida para la edición pocket. Por un lado, perdemos, siempre perdemos. Por el otro, una tendencia alarmante a la reiteración: oprimidos en Egipto y luego por babilonios o persas o romanos o griegos o echados de España, pogroms y finalmente Auschwitz y ahí está, alegría, alegría: la identificación con los oprimidos del mundo. Finalmente, una relación masoquista entre Perderemos y Resistiré.

Camino a lo montonerización por esos atajos y otros mil, dulce extravío. Y quién te dice, Jehová en el cielo retorciéndose a carcajadas: ¿no decía este pelotudo que no le había gustado la historia del sacrificio? O cambiando súbitamente de humor, por ciclotímico, despótico o arbitrario, ¿no habíamos quedado con este pibe en que los Diez Mandamientos eran razonables, incluida la cláusula del No Matarás? ¿Querrá un descuento?

 

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Un año y un mes atrás Franco murió de flebitis. ¿Saben en Madrid que en Buenos Aires se planificaban citas a futuro para brindar por su muerte? Qué van a saber. No, no hubo esa posibilidad de brindar por la muerte del Caudillo. Apenas si hubo tiempo para festejar muertes menores. La del comisario Villar. ¿Sabés que los Montos ganaron el premio Nobel de Física? ¿Por? Porque hicieron flotar las bolas de Villar en el Delta. ¿Sabés cómo le dicen a Rucci? ¿Cómo? Traviata. ¿Por? Por los veintitrés agujeritos.

Ya no son tan malos ahora que llegan a Madrid, Barcelona, México DF, Caracas, San Pablo, Estocolmo, Tel Aviv, París. Ya pronto se adaptan a los bombazos de los falangistas en estudios de abogados laboralistas y a los 20-N. Pablo observa con algún desprecio la rutina de las manifestaciones en las ramblas de Barcelona los sábados por la noche. Frívolas, nadie se juega nada importante en ellas.

Madrid en diciembre del ’76. Ciudad facha, frío, infinitamente lejos de Almodóvar, el grupo de La Guarda, Telefónica y Repsol.

Desde el aeropuerto de Barajas hasta algún lugar cercano al Paseo de la Castellana, a bordo de un auto, uno que se rajó hace tres meses repasa ante el parapléjico recién bajado del avión muertes cercanas, caídas y la actualidad política española. Fifty-fifty de muertes y actualidad de diarios de España. El parte de guerra y una brillante introducción a la materia Actualidad Política Española. Izquierdas y sus Distintas Posiciones.

Van pasando los suburbios y luego el señorío gélido de Madrid. Va recorriendo muertes mientras maneja. Se sabe que el verbo morir no se conjuga. El verbo es perder. Perdió Fulano, cayó Mengano. Notable: el verbo perder como eslabón semántico previo al de desaparecer, sólo que pronunciado desde la tropa propia. Una categoría para decir muerte que es y no es la muerte misma. Desaparecidos es un término en gestación.

El compañero que lleva tres meses cuenta quiénes están en Madrid, quiénes en Barcelona. Tienen de catorce a poco más de veinte años. Muy pocos, dos o tres, están con sus padres. Desfilan los nombres de la vida de antes de ayer. Los del colegio propio o conocido, de la división propia o cercana, del año anterior o posterior, de los bares y campamentos, los partidos de fútbol, las idas al cine, la facultad, el frente barrial, la proletarización. Hay dos amigas en Barcelona. Ambas brillaban por lindas, por alegres, luminosas, entradoras. Con sus compañeros, igualmente queridos, eran como la música misma que envolvía los ligeros días del colegio.

Pero tal parece que no va a ser posible algún tipo de encuentro. Ah, no sabés. Pensé que sabías. Perdieron, dice el amigo al volante. Pongamos que lo dice tarde o pongamos que lo dejó claro desde el principio o pongamos que ya se sabía a medias. Perdieron, los compañeros de ambas amigas perdieron. Así que bienvenido a España, compañero parapléjico, tenemos una serie de importantes noticias que compartir con vos. Y ellas cómo están. Ellas, que con sus risas hacían a la música de nuestra felicidad, las que contagiaban su alegría, las que tenían las ganas de vivir de todos, tan hermosas, no están siquiera para acercar sus ojos llorosos al margen más lejano de las cosas. Están hechas polvo, dice el amigo que lleva tres meses en Madrid, lo cual es como ser un veterano de guerra de la nueva vida. Están hechas un desastre, muy hundidas. Una lleva meses poniéndose gorda. La otra está clavada donde sea que vive. Fóbica, no sale nunca.

Y a todo esto puede que los muertos no estén muertos todavía porque sólo perdieron, porque sólo desaparecieron, porque no se los vio en las citas, porque no fueron a los controles, porque seguro que fueron secuestrados y seguro que fueron torturados, pero quizá estén tirados en un colchón en un calabozo, en un campo de concentración. Quizá los muertos no estén muertos sino tirados en un colchón mientras se los da por muertos dentro del automóvil que ya se acerca al Paseo de la Castellana.

Todo es lejano. Todo mechado con siglas nuevas. PCE, PSOE, LCR, ETA, FAI, los últimos anarquistas españoles que ya comienzan a perder por paliza contra la transición democrática. Cuenta el amigo a bordo del auto que algunos en Barcelona se han puesto a practicar el juego de la copita. No es el tablero de ouija de El exorcista y sus herederas. Es la copita rodeada de letras escritas en recortes de hojas de cuaderno, la palabra Sí y la palabra No. Se sientan los compañeros -catorce a veinte años- a una mesa. Acuerdan qué invocar, se concentran, rozan el borde de la copa con las yemas de los dedos, interrogan a la copita y la copita de cristal se va desplazando de un lado al otro. Se dice, se cree que Gere habló a través de la copita. Que fue la copita la que escribió sobre la mesa -categórica y veloz- Desaparición y muerte. Los compañeros se relacionan con los muertos con la copita. Se dice que las primeras noticias de ciertas caídas se han sabido en el desastrado grupo de camaradasmolidos, todos ellos producto acabado de la Ilustración y el positivismo, mediante el antiguo arte de la adivinación.

Minga de los círculos cerrándose. En Madrid, capotes negros de los guardias civiles y sus tricornios medievales. Barcelona, oscuro portón de ingreso a un hospicio mental del siglo XVIII. Sólo uno o dos años atrás jugaban al ping-pong y al diccionario y necesitaban un 10 para levantar un 4 en latín. Los que están vivos tiritan; otros camino a morir.

Y Osvaldo que no se animará, cuando venga a España, en algunos meses, a traer un cassette con la voz de los viejos. Osvaldo cuyo hijo Guillermo se borró hace una eternidad de tiempo. Osvaldo que mandará una postal del obelisco más un disco de Gardel.

Más o menos de un vistazo. Pablo se hace una idea, aprieta los dientes, odio con dolor y pérdidas en todo tipo de envases y presentaciones. Su cuerpo llegó despachado a España y él no. Y piensa en decirle al amigazo y compañero que fue a buscarlo a Barajas que en algún momento llegará el Mundial de fútbol y que lamentándolo mucho habrá que poner flor de caño para que reviente la cancha de River y cuando está por decirlo se lo guarda.

 Aquí se hundirán mañana en el abismo los últimos tigres de Mompracem.