No habrá empresa nacional de alimentos. Tampoco una decidida suba de los derechos de exportación para desenganchar los precios internos de los internacionales. La mesa de los argentinos seguirá importando inflación. Tal vez algo menos. Una situación acuciante por motivos más locales que internacionales, y que todavía no refleja el impacto total de la guerra entre Rusia y Ucrania.

No puede? ¿No sabe? ¿No quiere? Se diría que de todo un poco. Sabrá el lector ponderar según su análisis. Lo concreto es que el gobierno quedó en el peor lugar: a la intemperie en lo político y arrimado a la ortodoxia en lo económico. No conforma a propios ni seduce ajenos. Recostado en los votos de los gobernadores, de la oposición y en la rosca de Sergio Massa sacó con forceps del Congreso un acuerdo con el FMI que derecha e izquierda por diferentes motivos califican como inviable.

En ese contexto, y no en otro, se inscribe la anunciada “guerra contra la inflación”. Un énfasis bélico que no puede ocultar que el corazón de la receta antiinflacionaria lo constituye el programa que reclamó y obtuvo el FMI: bajar aceleradamente el déficit fiscal, aumentar la tasa de interés, recortar abruptamente la emisión monetaria, incrementar las reservas del Banco Central y no subir impuestos a los que más tienen para redistribuir el ingreso. El Caballo de Troya que trajo Juntos por el Cambio, celebra el establishment y que el gobierno considera como “el mal menor”.

Está claro, ganó el miedo al default, el famoso salto al vacío. Y lo hizo de tal forma que el diagnóstico también lo suscriben -y no está demás subrayarlo- la mayor parte de las cámaras que agrupan al empresariado mediano y pequeño. Ni que decir de la siempre sistémica CGT. Se impuso el supuesto muy comentado “camino del medio”: convocaron una vez más a empresarios, sindicalistas y movimientos sociales para alcanzar un acuerdo de precios y salarios. Por el momento, eso. No mucho más.

Los detalles del “fondo de estabilización” para combatir la suba de precios los informarán los ministros Julián Domínguez y Matías Kulfas. “Sería absurdo cargar en la guerra la culpa de nuestra inflación. Pero la verdad es que está incidiendo negativamente y causando mayores problemas”, dijo Fernández en un discurso con mucho de voluntarismo y poco de decisión política. La única advertencia concreta: la decisión de controlar y fiscalizar precios, aplicar la ley de abastecimiento “si es necesario” y utilizar “todos los instrumentos con los que cuenta el estado para cumplir con el objetivo de controlar los precios”.

Lo dicho: la esencia del plan antiinflacionario lo constituyen las políticas monetaria y fiscal exigidas por el FMI. Ortodoxia pura y dura, matizada por la ausencia de exigencia en materia de reformas estructurales. “Nunca un acuerdo con el FMI tuvo apoyo social y político federal de tal magnitud”, arriesgó Martín Guzmán finalizada la votación en el Senado. Lo del apoyo social se verá. Es conocido: las mejores intenciones pueden deshilacharse y el apoyo social desbandarse. Y si bien la iniciativa, como afirmó el ministro, pasó por el Congreso con una adhesión legislativa del 80 por ciento, lo cierto es que todos los diputados y senadores jugaron a la macha venenosa.

Una victoria pírrica. Dejó apenas una reprogramación financiera de la desorbitante deuda contraída por Macri y un tendal de heridos en la tropa propia. El oficialismo, ya debilitado tras las legislativas del año pasado, se debilitó todavía más. Solo ganó Juntos por el Cambio, que ve en el programa de ajuste ya en marcha la posibilidad de retomar la iniciativa de cara a las presidenciales.

Por lo pronto, la aceleración inflacionaria sigue y amenaza con terminar de pulverizar salarios, jubilaciones y subsidios sociales. La escalada es generalizada y el tiempo corre. Si el avance del 8,8 por ciento que acumularon los precios minoristas en el primer bimestre es más que preocupante, dramática es la disparada del valor de la muy básica canasta alimentaria que mide el Indec: un 13,5 por ciento en el mismo período. Casi 37 mil 500 pesos para un hogar de dos adultos y dos menores en edad escolar. La canasta total, que suma a la anterior servicios y bienes no alimentarios -pero no el costo de un alquiler-, quedó en casi 84 mil pesos para el mismo hogar.

La dinámica, según las consultoras, marcaría ya un piso inflacionario del 5 por ciento para marzo. Para Ecolatina, solo en la primera quincena de este mes, los precios habrían acumulado un avance de entre el 5,5 y el 6 por ciento. Nada improbable. El por las dudas, manda. La ofensiva oficial, bien tibia, tuvo su ya su contraofensiva precautoria, en especial en el terreno de las bebidas, los panificados, las carnes y los lácteos. Precio que sube no baja. Otro dato alarmante. Surge de la Secretaría de Comercio Interior: el 24 por ciento de los productos que monitorea el organismo exhibieron aumentos en lo que va de este mes.

En el gobierno deslizan que los próximos sesenta días serán cruciales. En ese período terminarían de impactar las subas de las commodities que se dispararon por la guerra entre Rusia y Ucrania. En lo inmediato se estima que de mantenerse la tendencia actual, para fines de mayo todos los alimentos y bebidas de la canasta alimentaria se habrán encarecido. El mayor temor: que la inflación se termine de desbocar. Que se dispare al 60/70 por ciento anual. Tiene su lógica. La inflación núcleo -la que surge de despejar factores estaciones y precios regulados por decisiones administrativas- se ubicó en el 4,5 por ciento en febrero. Apenas por debajo del nivel general de precios. Las nuevas listas que enviaron empresas como Nestlé, Arcor y Bimbo a supermercadistas y comercios de proximidad incluyen aumentos de entre el 10 y el 15 por ciento.

Si la batería de medidas anunciadas y las que negociaciones que vendrán no tienen éxito para moderar la inflación, el gobierno seguirá cosechando malhumor social y la oposición votos desencantados. ¿Tendrá Alberto Fernández chance de alzarse con alguna victoria en la “guerra contra la inflación”? Difícil que haga a tiempo. Reducirla a niveles tolerables y recomponer el salario real llevará mucho más que dos años. Tampoco es imaginable que la dinámica de los precios permita atemperar el dramático escenario social. Los niveles de pobreza a indigencia que mide el Indec empeorarán en lo inmediato.

Debilitado políticamente y ya sin margen para avanzar con una reforma impositiva que aumente la progresividad y permita redistribuir la riqueza, las medidas de gobierno serán apenas paliativos menores. Las cartas están sobre la mesa. Llegó el tiempo de los gobernadores. Del consenso federal del que habló Guzmán tras la sesión en el Senado y elogió Fernández. La mentada responsabilidad de los que deben gobernar en territorios concretos y que, según la óptica oficial, garantizaría al menos amasar consensos coyunturales con propios y ajenos. Un gobierno de corto vuelo, de transición, casi un paréntesis hasta que las urnas definan al próximo presidente.

Que nadie se salva solo está claro, aunque no menos cierto es que algunos muy pocos ya se salvaron, mientras la inmensa mayoría está hundida o pelea por seguir a flote. Tan cierto como que escuchar propuestas y preocupaciones es de buen demócrata. Tan obvio como que todo precio es político.