¿Se trata de chismorrear sobre la herencia material de Borges y los derechos de autor? Quien escribe ese texto enfoca para un lado más sustancioso: qué, quién, quiénes cuidarán de su legado para convocar nuevos lectores e iluminar nuevas lecturas.

Hace unos días nos consternamos porque María Kodama había fallecido sin dejar testamento. Antes nos habíamos inquietado cuando supimos que había considerado la idea de testar a favor de una universidad japonesa y otra tejana. ¿Estaba en su derecho de hacer ambas cosas?

Poco después nos consternábamos porque el abogado de María Kodama, en cumplimiento de su ética profesional, denunciaba ante la justicia la herencia vacante de Borges, para que fuera el Estado quien se hiciera cargo de ella. ¿Debía y podía el Estado argentino ocuparse de esa tarea?

Finalmente, todos nos volvimos a consternar cuando los herederos naturales de María Kodama se presentaron a la justicia reclamando su herencia, que en definitiva está constituida por la herencia de Borges. ¿Eran esas personas seguramente desconocidas por el escritor los más idóneos para administrar su legado?

Si la herencia de Jorge Luis Borges hubiese estado compuesta solo por bienes muebles o inmuebles, escasos o cuantiosos, la mayoría se habría encogido de hombros y deseado buena suerte a los herederos. Incluso podemos arriesgar que si estuviésemos hablando de los derechos que se cobran cada vez que se vende un libro suyo, muy pocos nos hubiéramos inquietado por su destino.

Sin embargo, si todos nos preocupamos fue porque nos sentimos interpelados en esa herencia. Algo nuestro había en ella, porque, en definitiva, ¿cuál y de quién es el legado de los escritores? ¿En cabeza de quién, en manos de quiénes debe recaer administrar ese legado, quién tiene derecho a gozarlo?

Yo estoy hecho, ¿pero quién cuida a Borges?

Borges con María Kodama y gato, hace ya unos cuantos años.

En términos personales, me apresuro a afirmar que yo ya he disfrutado del legado de Borges, me apropié de él, en forma definitiva, y me he enriquecido. Accedí a ese legado en forma legal, comprando sus libros o recibiéndolos en regalo. Pagué por esos libros, pero fue su lectura la que me puso en posesión y disfrute de su legado literario. Así pasa con los buenos libros, con los buenos escritores. Ese es su legado, o parte de él, y no el menor, si no es el que más importa.

Pero otra parte de su legado lo constituye su potencialidad, su disponibilidad para aquellos que aún no lo han conocido, no se enriquecieron con él. ¿Quién debe, puede o quiere encargarse de preservarlo y ponerlo a disposición de los que vienen?

Pero hay otra parte del legado, más abstracto si se quiere, menos personal pero no por ello menos íntimo. ¿De quién es Borges, quién es Borges para nuestra comunidad, nuestro pueblo, o nuestra identidad cultural, como gusten llamarla? Dicho de otro modo, ¿quién debe cuidarlo, recordarlo, darlo a conocer como parte de esta que llamamos nuestra cultura?

El legado de un escritor no se mide por los derechos de autor que pueda generar su obra, sino por su inmenso poder de disfrute cultural y de identidad. Que debe ser preservada, custodiada y compartida. ¿Quién debe hacerlo?

Hay escritores que están unidos a una ciudad. Kafka y Praga, Joyce y Dublín, Saramago y Lisboa, García Lorca y Granada. ¿Cómo se hizo esa unión, cómo se conserva, cómo se goza? ¿Quiénes la hicieron, quiénes quisieron hacerlo y quiénes tuvieron la obligación?

Cuando nos acercamos a estos casos, o a tantos otros que cuidan de sus escritores y sus obras, comprobamos algo: pocas veces son los herederos, o solo ellos, quienes custodian su memoria. Hay, en todos los casos, un entramado, complejo y virtuoso, que permite preservar su memoria y legado. Hay herederos y fundaciones, pero también universidades públicas y privadas, instituciones vinculadas a la cultura, y aún el comercio y el turismo, gobiernos municipales y nacionales. El resultado es la preservación de un acervo que nos atañe a todos, y a todos convoca. No ocurrió en un solo país, sino en muchos. No pasó una vez, sino muchas. Tan imposible no debe ser, digo yo.

¿Podremos aspirar a visitar una Casa Borges, a disfrutar de sus obras completas bien editadas y respetadas? ¿Podrán en el futuro los estudiosos y los estudiantes acceder a sus archivos, su biblioteca y sus manuscritos? ¿Podremos todos visitar una muestra con sus obras, sus detalles cotidianos y su universo? ¿Podrá esa obra recorrer el país, el mundo, convocar nuevos lectores, iluminar nuevas lecturas?

La respuesta, creo, no puede ser un reduccionismo público/privado, estado vs. herederos, si no queremos reducir a la frustración su legado. Podríamos, por una vez, reducir el problema a ocuparnos lo buenamente que podamos de él. Nos lo debemos, y se lo debemos a Borges.