Una editorial del diario que se pretende “tribuna de doctrina” blanquea la imagen del candidato ultraderechista en Brasil, celebra su triunfo en la primera vuelta y deja en claro que cuando se trata de acabar con “la corrupción” y “el socialismo” la democracia importa bien poco. La acertada traducción de un lector.

La Nación volvió a hacerlo. No se trata de que no lo haga todos los días sino de que, a veces, sobre todo en sus notas editoriales, el diario fundado por Bartolomé Mitre se despoja de sus elegantes vestiduras republicanas para mostrar pornográficamente sus más oscuros deseos. Y ahí se ve, más que en ningún otro lado, que esos deseos nada tienen que ver con el funcionamiento de las instituciones democráticas que dice defender, aunque en más de una ocasión a sus más prestigiosos columnistas se les caiga la sota.

Se sabe: los editoriales de La Nación son “tribuna de doctrina”, señalan los caminos por los que debe transitar el país y denuncian a todo aquello que se les opone. Ayer, en uno titulado “Las elecciones brasileñas”, saludó con inocultable entusiasmo la abultada victoria en la primera vuelta del candidato ultraderechista Jair Bolsonaro y se ocupó de irradiar los que a su juicio deberían ser los efectos de ese resultado no sólo en el país vecino sino en toda la región, incluida la Argentina.

Se trata de un texto corto, de apenas diez párrafos, pero su construcción es reveladora, así que se citará en abundancia.

El editorialista sabe que Bolsonaro dista mucho de contar con la mejor prensa del mundo y entonces comienza por un paso ineludible para poder desarrollar sin tropiezos su mensaje: busca blanquear la imagen del candidato.

Lo hace desde el comienzo mismo de la nota, en el que conviene detenerse. “El domingo pasado, un exmilitar, pero con una amplia experiencia parlamentaria a lo largo de 27 años, Jair Bolsonaro, se impuso rotundamente en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de Brasil”, dice.

El primer paso está consumado. Se trata de sacarle el uniforme: habrá sido militar, pero hoy es un hombre de la democracia.

La operación es, sin embargo, doble: también deja claro que Bolsonaro no es lo que se dice un político en el sentido tradicional del término. Es que para La Nación hay algo muy malo en lo políticos y lo explica en la segunda parte del primer párrafo. Allí dice: “Su triunfo ha sido consecuencia del colapso de los partidos políticos tradicionales de ese país, afectados por un repudiable pecado común: haber caído en la tentación de la corrupción, fenómeno transformado es casi endémico”.

El segundo paso de la operación ya tiene su resultado: la política tradicional y la corrupción quedan inseparablemente ligadas.

Claro que eso no le alcanza al editorialista, todavía tiene que señalar que, dentro de toda esa podredumbre también se oculta lo peor de lo peor: el socialismo y el populismo. Y así lo hace: “Pero no se trata sólo de la humillación de una buena parte de la clase política que traicionó a su sociedad. Se trata también de un rechazo a convivir empantanados en el socialismo y la corrupción”.

Listo, ya está: corrupción socialismo (populismo, progresismo, que para La Nación vienen a ser lo mismo) se empantanan en el mismo lodo y Bolsonaro lo viene a limpiar.

Pero falta todavía un último paso, porque Bolsonaro tiene un costado que puede asustar a los bienpensantes lectores de La Nación. Entonces hay que minimizar los aspectos más cuestionables del monstruo y, como son imposibles de ocultar, nada mejor que enumerarlos para bajarles el precio: “Más allá de sus condenables racistas, misóginas y homofóbicas, Bolsonaro podría suponer ahora un cambio drástico de dirección”, escribe el editorialista en el tercer párrafo. Y ese “más allá” es mágico, desecha todos los cuestionamientos que puedan hacérsele al personaje. Lo que importa es su misión, que es superior.

A esta altura el Bolsonaro remasterizado está listo. Es un hombre incontaminado, porque no viene de la política tradicional, pero que sabe moverse en ella. El hombre encargado de sacar a Brasil del pantano en el que lo sumergieron casi 35 años de democracia.

Es que la democracia tampoco es un valor importante. Después de todo, dice el editorialista, “lo que acaba de suceder en Brasil ocurre en momentos en que la defensa de la democracia está en su nivel más bajo de defensa de la última década. En Brasil sólo el 13% de los votantes dicen estar claramente a favor de la democracia. Lo que está por debajo del promedio de la región, de apenas el 30%.” El escriba no dice de dónde saca esos datos, lo que importa es lo que quiere decir: al carajo con la democracia, si a nadie le importa.

Más aún, la culpa de todo lo que sucede en Brasil -y en otros países de la región, entre los cuales no costaría incluir a la Argentina – es de la democracia misma, de sus políticos y de su funcionamiento. “Por eso las propuestas antiestablishment (léase: democracia tradicional), sumadas a las de tolerancia cero con la corrupción, recibieron el apoyo masivo de los votantes, hartos de una cleptocracia que, cual hidra de mil cabezas, se ha extendido por toda la estructura del país vecino”, escribe el editorialista permitiéndose cierto barroquismo acorde a la solemnidad de la ocasión.

A Bolsonaro lo votaron para acabar con este cáncer, y por eso -según La Nación – los mercados lo saludan, la bolsa sube y se aprecia el real.

Será cuestión, entonces, de que el ejemplo brasileño contagie a América Latina toda. Esto es lo que más importa y lo que el editorialista deja para el último párrafo, como magistral cierre de la nota. “El giro de Brasil, que ahora desregulará y privatizará, previsiblemente podría contagiar a otras naciones de nuestra región y revertir aquellas propuestas y medidas de la centroizquierda que a lo largo de las últimas dos décadas desanimaron el crecimiento, ahuyentaron las inversiones y ensombrecieron el futuro económico social de algunos países de la región”, concluye.

Todo muy lindo y muy bien expresado. Para La Nación Bolsonaro es la esperanza blanca de su país y de Latinoamérica. A quién le importa la democracia cuando se puede vivir en un mundo feliz, parece decir.

Y así parecen entenderlo la mayoría de los comentaristas del diario fundado por Bartolomé Mitre, que coinciden con sus apreciaciones y -vaya – hasta se toman en trabajo de traducir el pomposo texto del editorialista para que todos puedan entenderlo más allá de cualquier eufemismo.

El cronista, en lugar de cerrar la nota, le deja el trabajo a uno de ellos que lo clarifica: “Y un día La Nación volvió a ser La Nación. Enhorabuena -celebra -. Hace falta aclarar que, en nuestro país, después de 35 años, la democracia no funciona. Algunos repetirán, la peor democracia es mejor que la mejor de las dictaduras. Toda regla tiene su excepción y nosotros somos esa excepción”.

Para qué decir más.