Hubo miedo, `pero también demasiada complicidad. Fueron muchos los diarios y revistas que presentaron al Proceso como un bien necesario  y justificaron sus actos y crímenes. De esa manera formaron parte, muchas veces con entusiasmo, del aparato de propaganda del régimen más sangriento de la historia argentina

Resulta difícil transmitir la dimensión de la brutalidad del mazazo del 24 de marzo sobre la prensa sin aludir mínimamente a algunas impresiones que se tienen al repasar las colecciones de los diarios desde las vísperas del incendio hasta los días posteriores a la consumación del golpe. El caso más dramático es el de La Opinión. Mientras los diarios tradicionales se repiten mecánicamente en su retórica doctrinaria (colaborando de paso con la campaña de enaltecimiento de las FF.AA), mientras aburren por insulsos y sinuosos o repelen la lectura por su voluntaria opacidad, La Opinión es el diario que más contagia la dramaticidad de los meses previos al golpe.

.Y aunque el golpe fuera largamente esperado, anunciado y hasta reclamado, el tajo, cuando se produce, es despiadado y demasiado súbito. Todo cesa de golpe. En La Opinión vuelan las firmas y con ellas la vida, acaba la inteligencia, todo se hace marcial.

Hemos tomado a La Opinión como referencia central del impacto del golpe porque allí los resultados se ven con absoluta nitidez. Porque era el diario arquetípico de la dinamicidad y los miedos de las clases medias mientras que los restantes eran ya lo suficientemente grises como para que el contraste no se notara tanto. Sin embarg,o esto no quiere decir que la lectura diaria de las otras colecciones no resulte menos desoladora. De alguna forma las tapas de los diarios se las ingenian para ser ominosamente representativas del país en que se publican. Consumado el golpe, las tapas –que hoy se ven viejas y feas– son lúgubres carteles de presentación, los portalones de hierro de un cementerio vasto y sombrío en el que además no se puede hablar de las no–tumbas que se pisan. Es un país gélido, de gemidos adivinados o sabidos pero reprimidos, de senderos y lenguajes tortuosos. Las páginas de los diarios (estamos hablando de los primeros años de la dictadura, los “clásicos” y los más duros) tienen la infernal misión de oscurecer la existencia de las criptas pero a la vez deben ingeniarse –crípticamente– para alertar sobre su presencia, para tornarlas a la vez irreales y amenazantes.

Una última alusión emocional a las impresiones del trabajo en hemeroteca. Para la cual hay que incluir no sólo a los diarios citados sino también a Crónica y La Razón, a Gente, Somos, Siete Días, Para Tí, Extra, Convicción, “el diario de Massera”. Es decir, una impresión que resulta de la deglución de una cantidad enorme de canalladas, de manipulaciones delirantes, de materiales rastreros y plumas ignorantes, de textos de una alevosa miserabilidad y brutalidad. Esta última alusión es casi onírica y tiene que ver con la imagen difusa de una Argentina en la que planea y reina una única Voz Tronante. Pero esta Voz Tronante no debe ser asociada meramente con la remanida imagen medieval de un Torquemada, ni con la escena del general Menéndez quemando libros ni mucho menos con el chiste fácil de qué ignorante era el coronel que decomisaba libros de cubismo. Esta es la imagen pesadillesca de un monólogo mucho más enorme y devastador que machaca y machaca y tiene en su puño a todo un país. Es la de un ser que se parece en algo al samurai monstruoso de la película Brazil, pero que puede ser gran arzobispo o general u horrible periodista, y que truena y humilla, posterna y tortura, viola y vuelve a tronar: por tu culpa, por tu culpa, por tu maldita culpa. Un ser inabarcable en su tamaño y su maldad.

  APUNTES DE DIARIOS/ CLARIN

La tapa de Clarín del primer día de abril de 1976 dice así:

1) “Fijan las facultades de la Junta y el Presidente”.

2) “Continúa el estudio de las medidas económicas”.

3) “Intervienen a 12 sindicatos”.

4) “Autorizan a racionalizar la administración pública”.

5) “El general Cardozo es nuevo Jefe de Policía” (en el epígrafe de la foto, Cardozo promete: “Perseguiremos a la subversión hasta su exterminio total”).

Seguramente cinco de cada diez lectores de diarios saben que lo primero que se suele enseñar en periodismo a la hora de armar una cabeza noticiosa o lead es la necesidad de que ésta responda a las preguntas qué, quién, cómo, cuándo y por qué. Esta tapa de Clarín, en la que el quién resplandece por ausencia, refleja fielmente las estrategias de lenguaje de la época. El quién ha desaparecido y sin embargo domina los titulares con una verticalidad y una voluntad ominosa e invisible, como si se tratara de un vasto poder invasivo e irrefutable, ajeno a los dominios de la razón, como si proviniera del más allá. El diario se somete a ese poder y agacha la cabeza renunciando a su presunta misión esencial: la mediación ante los lectores.

He aquí una de las estrategias discursivas de toda la prensa que dominan los primeros años de la dictadura. Desaparecen también los por qué y los cómo –las preguntas más potentes que pueden formular los medios– salvo que se trate de revisar hasta el agotamiento el por qué llegamos hasta aquí, los horrores de la herencia recibida: desde la amnistía a los presos políticos el 25 de mayo de 1973, hasta la guerrilla industrial de la que hablaba Balbín, la inflación, las impotencias neuróticas de Isabel, el poder desmesurado del sindicalismo, la Cruzada de la Solidaridad, López Rega, las muertes de la Triple A sobre las que nunca nadie exigió explicaciones definitivas por la sencilla razón de que anteceden orgánicamente a lo que iba a suceder después, algo así como lo que el bombardeo a Guernica fue a la Segunda Guerra Mundial. La desaparición de las mediaciones periodísticas se verifica fundamentalmente en el primer tramo del gobierno militar en las páginas que debieran ser de información pura. En esa misma edición del 1º de abril Clarín dice “En el Boletín Oficial de ayer fue publicado el Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional que contiene las ‘normas fundamentales a que se ajustará el gobierno de la Nación’. El texto completo del nuevo instrumento legal es el siguiente…”. Ahí manda Clarín el documento –de un altísimo valor periodístico– que termina en la página 26, como dijimos, junto con la psoriasis y el horóscopo–, sin absolutamente ninguna valoración ni comentario. La misma mecánica se reitera en otros diarios durante largo tiempo: “El comando Zona I en un comunicado dice” y ahí va el texto; “En su discurso ante los egresados de la escuela naval tal el almirante X dijo” y ahí va el texto.

Al recorrer los primeros meses post-golpe de las páginas políticas de Clarín, tan absolutamente neutras, tan grises, no se encuentra prácticamente ninguna vida periodística: pura y monocorde megafonía del palabrerío oficial. Como si existiera una reconcentrada y digna voluntad de los redactores de Clarín para evitar toda mediación, siendo que no tenían el menor margen de libertad para hacerlo, y de convertirse en una explícita, extraña versión de gran Boletín Oficial. Algo así como elegir la opción del más absoluto silencio, y hasta de poner en evidencia ante los lectores más perspicaces los mecanismos de la censura. En lugar de “lean mis labios”, “adivinen mi mordaza”.

En una crónica informativa de uno de los primeros encuentros de Videla con los periodistas, un redactor se decide a poner un tono de color y de macanudez. “El teniente general Videla quebró rápidamente la solemnidad del momento instando a los periodistas a que le ofrecieran café… se prestó al diálogo franco”. Entonces sí, Videla, refucila sus verdades: “La función de la libertad de prensa asume principal importancia…”, etc. Esas apariciones macanudas de Videla –cuya imagen venía siendo largamente trabajada un año antes del golpe en los medios más reaccionarios– cobrarán un cariz definitivamente consciente e instrumental en el mes del Mundial de fútbol. Amén de editoriales, despliegues fotográficos en los semanarios, campañas del establishment, solicitadas privadas, oficiales o montadas por los servicios de información, no habrá diario que no deje de mencionar con perfiles altos o bajos las permanentes idas a la cancha y las salutaciones de los tres comandantes de la Junta, quienes llegan incluso a repartirse el fixture y federalizan su presencia en los distintos estadios del interior. “He venido especialmente en automóvil para poder saludarlos y desearles mucho éxito”, dice Videla a los jugadores de la selección en Clarín o en otros diarios. “Nuestros jugadores mostraron coraje, corazón y esas ganas de ganar que en todos los aspectos tiene el pueblo argentino”, sentencia después del 6 a 0 a Perú.

Con el Mundial, y aunque con una lentitud atroz, comienza oficialmente el deshielo. Como en las teorías del caos, hay algo que quedará fuera de lugar a partir de entonces, impulsado por fuerzas que escapan a la voluntad de regimentación absoluta de la vida y de la prensa misma. Se puede decir desde el lugar del horror que ya la represión había realizado casi en su totalidad la tarea de exterminio y ocultamiento, que la militarización de la vida no tenía que resultar tan evidente. Pero lo que transmiten también los diarios por primera vez a partir del Mundial es la idea de la gente por fin en las calles, la idea del reencuentro y de la alegría que –esto se ha dicho tantas veces desde la culpabilización– convivió con el más extremo dolor.

Efectivamente los medios gráficos son la cadena de transmisión de la operación propagandística de la dictadura especialmente en sus editoriales o en la apuesta trivial del pan y circo. Pero esas fuerzas que irrumpen de pronto crean también un hiato, un paréntesis, en el caso preciso de Clarín una especie de permiso autoadjudicado para empardar editorialmente sus tapas desplegando tanto las victorias futboleras como las informaciones sobre la futura visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y las advertencias en esa misma materia de Jimmy Carter, el presidente norteamericano más odiado en la historia de la prensa tradicional argentina. Por supuesto, el permiso que se da Clarín tiene límites estrechos y repite la mecánica de apoyarse en terceros (el Herald o quien fuera) a la hora de blanquear tímidamente los temas difíciles. En este caso el apoyo en el que se legitima el impulso es la neutralidad presunta, el prestigio o el poder de la ONU o el Departamento de Estado y nunca la información o la denuncia propia. Pero marca una diferencia entre Clarín y los diarios tradicionales que se profundizará con el paso del tiempo.

El día que la Iglesia emita un raro documento con algún párrafo severo sobre secuestros o desapariciones, Clarín le dará un lugar destacado sin dedicar el menor esfuerzo a decodificar la jerga abstrusa de los obispos. El día de la tapa dedicada a Boca campeón y a un magno operativo propagandístico sobre una presunta red extremista en la universidad de Bahía Blanca –días y días de duración del tema en La Razón–, monseñor Enrique Angelelli muere “víctima de un accidente automovilístico”. Intuyendo algo raro o no, el diario publica la noticia junto con otras dos cuyos titulares dicen “Caen otros cinco terroristas” y “Detienen a Mario Amaya”.

Ese es otro comportamiento paradigmático y general. Los muertos, los detenidos, los desaparecidos, confluyendo contiguos en un lugar vagamente siniestro, de cuya dimensión informativa los diarios nada saben. En cuanto a su lugar institucional, su relación con otros diarios y con el gobierno, Clarín “en estado puro” es bastante más prudente que el diario que a partir de 1978/79 comienza a atreverse a publicar ciertas informaciones delicadas, nos referimos fundamentalmente a las referidas a las presiones externas por la violación de los derechos humanos. Veamos este párrafo particular que corresponde al editorial de Clarín del 24 de abril de 1978. Las autoridades acaban de clausurar Crónica y La Opinión. Clarín sale a “defender la libertad de prensa”:

“Los órganos periodísticos se manejan con prudencia. El gobierno no ejerce presiones indebidas… La prensa se alinea sin dificultades en el rumbo general del proceso, y si tropieza, lo hace en temas que, o bien son de interpretación dificultosa, o bien carecen de un completo esclarecimiento por parte de los poderes públicos”.

Las citas, se sabe, son ideales para ser traídas y llevadas de acuerdo con la conveniencia o la honestidad de cada uno. Pero más interesante de cara a este trabajo resulta recalcar la idea de que las palabras y los comportamientos individuales y colectivos son susceptibles de ser juzgados de manera diferente según sea la distancia histórica, además de fortísimamente permeables a las subjetividades y las presiones reinantes en cada época. Para el momento en que la dictadura, y con ella la prensa gráfica, lleva consumada la mitad de su recorrido histórico, hay lectores que agradecen los tímidos avances informativos de Clarín. Tal es el caso de la revista Medios & Comunicación. que había publicado en septiembre de 1979 una entrevista a Alex Cox en la que se podían leer dos títulos que entrecomillaban frases del director del Herald: “Escribir cualquier cosa por miedo a perder el empleo es cosa de cobardes” y “Los periodistas son mejores que los dueños de los medios”. En el número siguiente, diciembre del ’79, M&C dedicaba una página de virtual homenaje al crecimiento y la evolución de Clarín. Recordemos la época, comienza el lentísimo deshielo político aunque 1980 resultará una larga travesía en el desierto:

“En la actualidad, Clarín edita un promedio de 500.000 líneas de esos anuncios (clasificados) a lo largo de más de 30 páginas. Los avisos de un solo domingo dejan al diario una cantidad estimada en un millón muy largo de dólares…Su tirada de los días de semana no baja nunca de los 500.000 ejemplares. Los domingos puede trepar hasta los 900.000…Creció la información deportiva, sin descuidar por ello la investigación económica. Ciertos esquemas formalistas, atildadamente solemnes, quedaron felizmente sepultados. Los mejores análisis de la realidad pueden estar dados, hoy, por los dibujos de Landrú o de Sábat. Hay más notas firmadas, hay más atrevimiento y audacia en el comentario político, en el cual la seriedad del relato no tiene por qué excluir la anécdota.  Allí puede estar la explicación del raro fenómeno que representa Clarín”.

A dos años de cruzar la frontera final del milenio el Clarín del ’79 puede resultar un diario tedioso, opaco, conservador. Lo valioso es intentar ubicarse en ese mismo año y dar como razonables las explicaciones del por qué del raro fenómeno de Clarín.

SENTIRSE COMO EN SU CASA/ LA NACION

 

“…las Fuerzas Armadas y los empresarios tienen la misma necesidad de alcanzar éxito en esta etapa que se inicia; el fracaso podría reivindicar, si se produce, tendencias populistas que ni las Fuerzas Armadas ni los empresarios quieren”.

Páginas económicas de La Nación, “Al margen de la semana”. La cita es del 15/3/81, ante el recambio de Martínez de Hoz por Lorenzo Sigaut.

La Nación no tuvo necesidad de ensimismarse en la opacidad informativa de Clarín, ni tampoco salió a batir el parche iluminando con una luz magra los resquicios democráticos que pudiera abrir la dictadura, cosa que con tanta frecuencia ocurrió en La Opinión. La Nación, sencillamente, pareció sentirse cómoda, como en su casa. El primer editorial del diario, una vez inaugurada la dictadura, lleva este título: “La edad de la razón”. Poco después del golpe, en sus páginas de opinión aparece un artículo en tres partes –“Tres años de declinación económica”– que fundamenta, por contraposición con la gestión peronista, las bondades profundas del proyecto económico del Proceso, con el que posteriormente La Nación tomará distancias, nunca tan claras como las de Clarín. Y a diferencia de Clarín, el diario que por entonces era sólo de los Mitre, mantiene intacta la sobriedad de su portada, formas algo más elegantes para volcar la información –pobre– y mantiene también el poder de su propio señorío a la hora del análisis político semanal.

El 2 de marzo de 1976 el analista político del diario se refiere al caos y la implosión peronista diciendo “Se habla de una unidad que en rigor no existe”. Dos días después viene el contraste: bajo el titular de tapa que dice “Honróse ayer al Almirante Brown” se remarca la idea de “una clara reafirmación de la cohesión de las FF.AA”. La Nación puede que utilice palabras abundantes para atacar al peronismo agonizante, como hacen todos, con la fiereza habitual con la que los medios argentinos atacan a los gobiernos débiles, especialmente si son civiles. Pero elige la austeridad a la hora de enaltecer el augusto silencio, “la preocupación” de las FF.AA, cuya estrategia consiste en dejar que el gobierno de Isabel se pudra, se pudra más y más, para entonces sí irrumpir en el gobierno con el mayor respaldo posible.

Designóse, nombróse, detúvose, reuniránse, abatióse… los verbos impersonales de los titulares atraviesan la tapa y las páginas interiores del diario en el que se conjugan esas pomposidades con una soltura a la hora de volcar la propia opinión que es mayor que la de Clarín. En algo se emparenta con La Opinión: en la voluntad de moderar los sesgos más medievales y fanáticos del régimen y de ampliar los márgenes de expresión por lo menos en los medios que la dictadura dejó en pie, a menudo amparándose en la hipotética figura reposada de Videla o en los supuestos principios doctrinarios del Proceso. En algo se diferencia fuertemente del diario fundado por Jacobo Timerman, con el que además se enoja: La Nación, al igual que El Cronista Comercial y Gente, no quiere saber nada de documentos gremiales ni escuchar la palabra sindicalismo.  También se suma a otros diarios cuando se trata de reclamar por la vida de determinadas víctimas de la represión, las que provienen del propio entorno social e ideológico. Para lo cual La Nación, en lugar de aludir a responsabilidades concretas del aparato de Estado, acude al eufemismo generalizado del “extremismo” en abstracto, “una conjura que desde algunos centros internacionales se ensaya para crear en el exterior la imagen del caos en la Argentina” (la cita es de un editorial de julio de 1976). Como se ve, es interesantísima –o diabólica– la manera subterránea de interpelar al gobierno militar. Se lo interpela ocultando su identidad, diciendo ustedes son los responsables pero ustedes no son, se lo critica entre nos, reinventando y otorgando una dimensión aún más fabulosa al enemigo subversivo al que el gobierno desesperadamente acude y magnifica para legitimar su propia necesidad de existencia. La segunda estrategia discursiva del diario es a duras penas más creíble y la repiten sus colegas: aludir –ante la parcial feudalización de las tareas represivas– a la necesidad de que el Estado ejerza con mayor eficiencia y sin descontroles el monopolio de la violencia. Lamentablemente esas penosas aproximaciones a una mínima dignidad quedan eclipsadas, o más bien reducidas a cenizas, cada vez que La Nación –como otros diarios y revistas– ejerce el rol de defensa estratégica del gobierno militar se trate de los reclamos de Carter, los de la socialdemocracia europea o ante la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Hacia 1979, cuando ya Clarín e incluso Crónica dedican un amplio espacio a la visita de la CIDH –sin que esto implique acercar un grabador a la boca de algunos de los miles de familiares de desaparecidos que hacen cola para dar su testimonio– La Nación no deja de dedicar su propia aunque distante cobertura del asunto y además publica el listado de doscientas cámaras empresariales y otras organizaciones civiles que se preparan para publicar la solicitada de despedida a la Comisión. El título de esa solicitada dice en cuerpo catástrofe “Los Argentinos queremos decirle al mundo”. ¿Decir qué? Que “los ARGENTINOS estuvimos en guerra”, que la decisión de entrar en esa guerra “no fue privativa de las FF.AA” y que “todos, absolutamente todos los hombres de buena voluntad que habitan suelo argentino pedimos a las Fuerzas Armadas que entraran en guerra para ganar la Paz. A costa de cualquier sacrificio”. Y que “en idénticas circunstancias volveríamos a actuar de idéntica manera”.

Todavía seis años después del golpe, aunque La Nación ya ha dejado de dedicar editoriales elogiosos para cada aniversario del 24 de marzo, el diario no se atreve a cuestionar los costos de la represión. Más bien al contrario, mediante el editorial del 28 de marzo de 1982 –cuando se sabe ya que la dictadura entró en colapso, pateado hacia adelante horas después con la guerra de Malvinas– el diario se identificará plenamente con el discurso de las FF.AA : “De ninguna manera está en juego la revisión de la guerra contra la subversión… ya que (las victorias de las FF.AA., desde la Independencia) son la causa de que la Nación viva”.

En 1997 La Nación publicó un fascículo sobre El Proceso Militar. Uno de sus párrafos decía:

“Los militares por años se habían limitado a enterrar a sus muertos víctimas de atentados terroristas, apretando los puños y observando cómo apuradas amnistías devolvían la libertad a los pocos subversivos que habían caído en poder de la Justicia. Ahora devolvieron el golpe aniquilando a la guerrilla, a un precio muy alto para el país, tomado de rehén por una violencia que negaba la humanidad misma del oponente”.

 

Es difícil resistir la tentación de analizar este texto, riquísimo en su brevedad. Hay una manera inicial de examinarlo que corre el riesgo de quedar deformada en el infantilismo y la mezquindad. Se trata de la reiterada pregunta de cuándo y desde qué sectores sociales comenzó la historia de la violencia política en el país (la respuesta patética a esta pregunta se formularía así: él empezó primero). No hay fecha inaugural del tipo Billiken. Hay quienes en plena dictadura mencionan el Cordobazo y quienes desde siempre y todavía hoy simbolizan el Principio en el asesinato de Aramburu. La masacre de Trelew funciona para otros como quiebre y anticipación siniestra del porvenir. Es inevitable remitirse también al golpe del ’55, a los bombardeos previos de Plaza de Mayo, a los fusilamientos y a los 18 años de proscripción del peronismo. Pero si se trata de seguir no con la historia profunda sino con los epifenómenos de la violencia social y política, sus manifestaciones más “espectaculares”, también se pueden –se deben– mencionar los episodios de la Patagonia de 1921 rescatados del fondo de la historia por Osvaldo Bayer. El reloj puede seguir corriendo indefinidamente hacia atrás: al fin y al cabo este país arrastra una fuerte tentación de desprenderse de porciones sociales y regiones enteras de su territorio, interminadas desde las épocas de las guerras civiles .

Una segunda cuestión es la matriz profunda del texto de La Nación que, amén de su tono vengador, sigue otorgando a las FF.AA. la misma legitimidad que tuvieron para intervenir en los asuntos públicos durante medio siglo, como si la propia crisis de la última dictadura –al menos según el consenso de 1983, del que aparentemente el diario quedó afuera– no hubiera quebrado esa legitimidad. En el texto que citamos permanece intacto el derecho militar de cuestionar lo resuelto por las instituciones. Por apurada que pueda parecer la (en singular) amnistía dictada en 1973, fue votada en el Congreso por la virtual unanimidad de los representantes de todos los partidos políticos, de acuerdo con el consenso social de entonces. Tercero: los militares siguen siendo vistos como reserva moral incontaminada, que resiste estoicamente el dolor –incuestionable–, ajena por completo, “por años”, al decadente decurso de la vida política y social del país.

 

Extractos del libro Decíamos ayer. La prensa argentina bajo el proceso.

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