La cobertura mediática sobre la pandemia de infección por Coronavirus en la Argentina es claro reflejo de la calidad, el oportunismo y la intencionalidad de la mayoría de sus medios de comunicación. No se trata sólo de que operan o informan mal por ignorancia, sino de que atentan (a veces deliberadamente) contra la salud pública.

Cuando en la década de los ’80 la infección por el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH), causante del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA), se diseminó por el mundo y se transformó en pandemia, el tratamiento mediático del tema -en una enorme mayoría de los casos – no sólo no ayudó a prevenir la infección, sino que provocó, con coberturas sensacionalistas y mal informadas, un cóctel de prejuicios, discriminación e, incluso, criminalización que potenció su expansión.

Sexo, drogas y muerte era una combinación demasiado explosiva como para que el amarillismo periodístico la dejara pasar.

Fue la prensa italiana la que bautizó al SIDA como la “peste rosa”, focalizándola como una patología que afectaba casi exclusivamente a los homosexuales, quienes la diseminaban por contacto sexual. Si bien había casos de mujeres infectadas, se sostenía – sin ningún rigor – que esto se debía a que habían sido contagiadas por vía sexual por sus parejas bisexuales.

Eso en cuanto a la transmisión sexual.

La transmisión por vía sanguínea fue circunscripta también, con foco en los adictos a distintos tipos de drogas que se contagiaban al compartir jeringas y agujas con personas ya infectadas.

En ese “paquete informativo” casi no se mencionaban las otras vías de transmisión: por relaciones heterosexuales, por transfusiones con sangre no controlada y por vía parenteral, de madre a hijo durante el parto.

La imagen que los medios transmitían de la epidemia estaba centrada en “grupos de riesgo” y que precisamente estaban en riesgo por tener comportamientos no aceptados socialmente, marginales.

La articulación de esta información errónea e irresponsable con fuertes prejuicios arraigados en el imaginario social tuvo un doble efecto: por un lado, promovió la discriminación y hasta la criminalización de los llamados “grupos de riesgo”; por el otro, llevó a gran parte de la población mundial, que no tenía esas prácticas, a despreocuparse del contagio y no tomar medidas preventivas.

Los resultados están a la vista: desde hace décadas que la enorme mayoría de casos de infección por HIV que se detectan son por contagio en relaciones heterosexuales sin protección.

Llevó muchos años desarticular los malentendidos sobre el SIDA que se instalaron en la sociedad, principalmente a través de los medios, para que la población tomara las medidas preventivas adecuadas. La Iglesia Católica también hizo su parte para favorecer el crecimiento de la pandemia al oponerse al uso del preservativo en las relaciones sexuales. No sólo en sus mensajes propios sino presionando a autoridades y medios de comunicación para que no lo promovieran.

La articulación entre la información falsa y los prejuicios sociales fue un obstáculo monumental para la prevención.

Las pandemias suelen inscribirse sobre el imaginario social con la misma lógica que la Doctrina de Seguridad Nacional: existe un enemigo externo (el virus) que cuenta con aliados internos (en el caso del SIDA, homosexuales y adictos a las drogas) y termina atacando a toda la población.

Ahora, el Coronavirus

Sin comparar una pandemia con otra, por estos días en muchos medios argentinos – sobre todo en los televisivos, tanto abiertos como por cable – y en una gran cantidad de sitios digitales- se está informando de manera errónea y tendenciosa sobre la pandemia de infección por COVID-19, creando incluso fake news relacionadas con las vías de contagio y las medidas preventivas que se adjudican falsamente a recomendaciones de infectólogos, sanitaristas y epidemiólogos de renombre. Que, por supuesto, nunca las hicieron.

Días atrás varios medios reprodujeron – sin consultar a la supuesta fuente de la información – una cadena de whatsapp donde se decía que la infectóloga Silvia González Ayala había dado una serie de recomendaciones en una charla brindada en el Hospital de Niños de La Plata. González Ayala – doctora en Medicina, titular de la cátedra de Infectología de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y referente local e internacional en la materia – salió a desmentir la existencia de esa conferencia, denunció que las falsas recomendaciones que le adjudicaban eran erróneas, y anunció que haría una denuncia penal.

Ese mismo texto circuló también, adjudicado a otros médicos, en distintos países latinoamericanos.

Eso es criminal, porque desinforma y pone en riesgo la salud de la población.

También, en esos u otros medios, se hacen operaciones periodísticas para bombardear las medidas de control de la pandemia que intenta poner en práctica el gobierno.

Fue el caso del programa ADN, que conduce en horario nocturno Tomás Méndez por C5N, hace algunos días. Abrió el programa acusando de inoperancia al gobierno – en especial al ministro de Salud, Ginés González García – esgrimiendo una serie de grititos confusos que no explicaban absolutamente nada, pero que sí confundían a los televidentes. Méndez suele hablar vertiginosamente y pasar imágenes muy rápidamente – sin que se pueda entender bien de qué se trata, salvo lo que él dice que es – cuando quiere reemplazar la información que no tiene creando una sensación de que hace periodismo de investigación.

Eso también es criminal. No se trata de críticas sanitarisa o científicamente fundadas, sino de burdos brulotes que atentan contra la salud pública.

Se habla sin conocimientos ni fundamentos, se consulta a personas – políticos, oportunistas, vendedores de humo – cuyas declaraciones sólo contribuyen a la confusión. Se generan prejuicios y actitudes discriminatorias, pero sobre todo se informa mal sobre lo que es fundamental informar: como prevenirse de la infección.

El zapping de estos días por medios de todo tipo y color muestra una peligrosa combinación amarillista de operaciones malintencionadas y desinformación por simple ignorancia.

En el caso de las operaciones – que, vale la pena reiterarlo, son criminales porque ponen en peligro la salud de la población -, sólo se puede intentar desmontarlas.

El caso de la mala información por ignorancia – tanto al buscar fuentes no seguras de información como al hablar por boca de ganso delante de una cámara o un micrófono – habla de la liviandad y la baja calidad profesional de muchos, muchísimos, periodistas.

Sin pretender ser ejemplo, porque muchos otros colegas lo han hecho, la primera acción de este cronista, antes de escribir o decir una sola palabra sobre el coronavirus, fue entrar a la página web de la Organización Mundial de la Salud.

Ahí está todo: qué es el COVID-19, la evolución de la pandemia, las medidas preventivas que es necesario tomar. Todo muy claro y preciso.

Las fake news sobre la infección por COVID-19 no son un fenómeno exclusivamente argentino sino mundial. Prueba de ello es que de los 42.333.840 dólares que Unicef acaba de destinar a combatir la pandemia de coronavirus, más de la cuarta parte (11.902.000) se invertirá en fortalecer la comunicación sobre los riesgos y combatir las fake news.

En su magnífico trabajo Periodismo sobre desastres, la experimentada Sibila Camps recomienda: “Es fundamental que el/la periodista tenga conciencia de que, en la cobertura de un desastre o una emergencia, la prensa cumple una función social relevante, que debe ejercer con la mayor responsabilidad (…) La información periodística de calidad, brindada en tiempo y forma, ayuda a ordenar el caos”.

Hace falta mucho de eso.

Pero también hace falta que se deje de informar mal, con datos falsos y con intenciones políticas y/o comerciales mezquinas.

Lo que está en juego es la salud de la población. Atentar – consciente o inconscientemente – contra ella es criminal.

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